viernes, 9 de octubre de 2015

MOROSOS Y CRISTIANOS


MOROSOS Y CRISTIANOS

El título ha sido escrito en clave de humor, dirigido a españoles y especialmente a valencianos festeros. Obama, que todo lo lee, pensará que el corrector debía poner Morosos y Cretinos, o cosas peores en las que no quiero perder tiempo ni que otros lo usen.

MOROSOS Y CRISTIANOS, porque el Parlamento de España, según la prensa, ya ha permitido que el Ministerio de Hacienda publique las listas de Morosos con Hacienda. Entre esto y la Inquisición de los Caprichos de Goya hay poco, no digamos Fray Luis de León. Nos van a dividir entre Morosos y Cristianos, nos pedirán el carnet de Cristiano Viejo y otros tendrán el de Moroso Viejo. Bueno, no tengo fuerzas para discutir la medida, pero sí tinta para proponer otra:

Ya que hablan de transparencia y de nueva política y de poner piel y pelusa y alma al almanaque, ¿por qué no hacen también un Registro donde se pongan ellos mismos, o sea la Administración, cuando es MOROSA contra los cientos de miles de españolitos, Moros o Cristianos, a los que el PODER nos debe dinero?  Total ya puestos a pasar del Plasma al BOE, podríamos hacerlo todos.

Imaginen un listado público donde aparecieran TODOS LOS AYUNTAMIENTOS, DIPUTACIONES, AUTONOMÍAS, MINISTERIOS, SOCIEDADES PÚBLICAS, CAJAS DE AHORROS, ETC. y la madre que les ladre, indicando CUÁNTO NOS DEBEN, Y A CADA UNO.

Pero no, porque todos sabemos que la Administración nunca es Morosa sino Amorosa, y que total para qué publicar las deudas de Hacienda si total Hacienda somos todos; sería un gasto que no asumiría ni Podemos con Monedero. Si acaso podrían hacer como en el Cole cuando nos ponían a apuntar al que se portaba mal en ausencia del profesor: el encargado de vigilar acababa siempre poniendo eso de "Todos menos..."

Pues eso, como en el dicho, o todos Morosos, o todos Cristianos.

jueves, 2 de julio de 2015

Cartas a Don Domingo Orts . I.El niño del torno.

                                Cartas a Don Domingo Orts


                                      Capítulo I 

                                                                       
                                El niño del torno





                                          Non habebis deos alienos coram me (Exodo 20, 3)



En Abril del año 1760 de Nuestro Señor, dos diputados comisionados por la ciudad de Valencia hicieron viaje a Madrid. Se trataba de Felipe Musoles y Francisco Castillo. Su cometido era asistir como representantes del Reino de Valencia a las Cortes de la Monarquía, convocadas para jurar como nuevo rey a Don Carlos el Tercero, venido de Nápoles tras la muerte de su hermano Don Fernando VI. Dos comisionados más iban de Barcelona, otros dos de Zaragoza y aún dos más de Mallorca. Todos juntos portaban un llamado Memorial de Agravios con sus peticiones para hacer más dulce su igualdad a las leyes de Castilla, aún supurantes tras la herida dejada por la lucha fratricida de la Sucesión entre Austrias y Borbones, cincuenta años atrás. 

   Musoles y Castillo llevaban otro empeño en su ida a Palacio: defender la posición de los padres jesuitas frente a los escolapios en la ciudad de Valencia. La Concordia de 1728 entre el Cabildo valentino y la Compañía de Jesús, otorgando a ésta la enseñanza de latinidad en las aulas de gramática, se tambaleaba por los impulsos cada vez más certeros de los escolapios, quienes ya no se conformaban con atender a los niños más pobres como rezaba su licencia sino que se asomaban a horizontes más ambiciosos, a las élites, al latín, disputando un terreno hasta poco antes reservado a los ignacianos por gracia del primer Borbón. Las Escuelas Pías habían llegado a Valencia con el apoyo del Arzobispo Don Andrés Mayoral y de la Universidad, y ahora parecían contar con el auxilio del rey nuevo y hasta de parte del Consistorio. Los ignacianos veían mermar poco a poco sus pilares y pusieron gran esperanza en los dos enviados a la capital de las Españas. El rey Don Carlos, sin embargo, no se dejó impresionar por los argumentos en pro de los jesuitas y apenas hizo el gesto de pedir a la Santa Sede que declarara a la Inmaculada Concepción, tan querida de la Compañía, como Patrona de España y de las Indias. Así lo hizo el Papa Clemente XIII en el mismo año, mediante la Bula Quantum Ornamentum. La frialdad de Carlos III hacia los jesuitas, puesta también de manifiesto al sustituir a éstos por los franciscanos en el puesto de confesor del rey, no hacía presagiar nada bueno respecto a la Orden de San Ignacio. 

   El mismo día en que Musoles y Castillo habían partido para Madrid, pero ya a la noche cerrada, unas manos débiles y ajadas depositaban en el torno del Hospital de Valencia a un recién nacido envuelto en un paño pardo. Salida de entre las sombras del Hospital, de la Ermita de Santa Lucía y el Capitulet, una silueta tambaleante gambeteó en la oscuridad hacia el torno y, sin detenerse ni para llamar con los nudillos, introdujo a un niño de días en la tabla giratoria, la hizo dar una vuelta y dejó al pequeño a la piedad del otro lado de la pared, que se lo tragó.

  Al amanecer siguiente, el portero que se hizo cargo del niño pensó que ya eran demasiados los recién nacidos que, en los últimos años, habían quedado al cuidado del Padre de Huérfanos de la ciudad, o del mismo hospital, así que decidió dar el niño a alguna de la Órdenes con casa en Valencia. Dudó entre llevarlo a la Iglesia de las Escuelas Pías o a la Casa Profesa de los Jesuitas de la Plaza de las Pasas. Estaban ambas a una distancia semejante, algo más cercana y en línea más recta la primera; más tortuosa la llegada a la segunda pues exigía atravesar el mercado. Sin embargo, el portero, cuya vivienda estaba en la trasera de Santa Catalina y por tanto más cerca de los jesuitas, se decidió por éstos al estar de camino hacia su casa; de paso podría también pedir de limosna algunos calcetines para el niño a alguno de los tenderos de la calle de la Sabatería dels Chiquets, lindante con Santa Catalina. Así pues el recién nacido, a quién de inmediato pusieron por nombre Bonifacio para que hiciera siempre el bien, vino a parar a los jesuitas y no a los escolapios por la pereza y la piedad de un portero de Hospital.

   El pequeño Bonifacio se crió entre los escalones de la Iglesia de la Casa Profesa que daba a la Plaza de las Pasas. Allí correteaba entre los puestos de los artesanos, arrieros y almacenistas que por la trasera de la Lonja de la Seda proveían los puestos del mercado situados frente a ésta, en un bullir incesante de animales, gritos de los vendedores y chiquillos que se colaban entre los hierros de los Santos Juanes o buscaban trozos de cordel del último ahorcado. Bonifacio apenas percibía en su corta edad lo que ocurría a su alrededor, pero en sus pupilas entraban cada día miles de imágenes de la vida y color de una Valencia repleta de telas y flores, barro, sol y estiércol, campanas y campanarios con miles de toques diferentes, risas y canciones y caballos gigantes apostados junto a un carro.

Un coadjutor jesuita muy entrado en años y de seso perdido llamado Juan Mogica, ubicado más que ocupado en el Colegio de San Pablo y Seminario de Nobles junto a la puerta de San Vicente, había cogido cariño al crío y gustaba de llevarlo en los encargos que, siempre dentro de las murallas, se inventaba el rector del Colegio –el padre Navarro- para ocupar a aquél ángel anciano. El prepósito y rector de la Casa Profesa, -padre Doménech-, veía con complacencia resignada a aquella pareja de ausente y lazarillo, pensando que nadie estaba más cerca que ambos del Reino de los Cielos.

   El coadjutor Mogica tenía, no obstante, algunos itinerarios amoldados a su rutina. Cuando se salía de ella acababa perdiéndose por alguna calle o, peor aún, entre las tres paredes de algún azucach donde moría su orientación. Así le había ocurrido, por ejemplo, al ir a visitar las obras que la Orden estaba promoviendo para las monjas de San Gregorio y la Casa de Arrepentidas. Y otro tanto parecido le ocurrió al visitar los trabajos de construcción de la nueva iglesia y conjunto del Temple, donde los Freyles de Montesa se habían acogido tras el desastroso terremoto que había arruinado su castillo de la Vall d´Albaida casi veinte años antes. Mogica llevó al crío para que el Prior Don José Ramírez le mostrara la cabeza de San Jorge y el Lignum Crucis milagroso que custodiaban los Freyles. Tras visitar el Convento y palacio ya ampliados, y estando pendiente sólo de conclusión la iglesia, cuyos muros apenas levantaban 8 palmos, Bonifacio se separó bruscamente de la mano de Mogica cuando un albañil le llamó diciéndole:

  -¡Ven niño, ponte aquí, que voy a marcar tu altura en esta pared, a ver quién crece antes!-.

  El pobre coadjutor, creyendo haber extraviado al niño y desorientado entre andamios y vigas que semejaban setos de un laberinto de piedra, se angustió de tal manera que acabó en el río, sollozando ante la idea de que Bonifacio se hubiese ahogado.

Mucho más fácil para Mogica era deambular, con Bonifacio siempre de la mano –no sabemos quién llevaba a quién- por la calle Corregería hasta la Seo, donde una vez dentro se divertían siguiendo a las mujeres encinta que daban nueve vueltas al recinto pidiendo buen parto, o donde el deán les enseñaba la pluma de Angel del relicario. Cuando chispeaba se acercaban a la inmediata Iglesia de los Santos Juanes, donde el jesuita se complacía haciendo al niño mirar, desde sus dos palmos sobre el suelo, las trece colosales figuras de estuco de Jacob y sus doce hijos, elevadas sobre pilastras en la nave central y que al niño le parecían gigantes invencibles.

  El paseo favorito de Mogica y en el que jamás se perdía era, sin duda, el de la Iglesia del Patriarca Ribera. Allí estaba, a la entrada, el monstruo. Un caimán gigantesco y negruzco, de unos diez pies de largo y con la boca abierta hacia el visitante, colgaba suspendido de la pared izquierda del portalón de entrada. La primera vez que Bonifacio lo vio, a sus cinco años, rompió a llorar del susto, pero pasada esa experiencia se fascinó con el monstruo y rogaba siempre al jesuita que le llevara a verlo tirándole de la sotana y almibarando la voz. El caimán vivo había sido un regalo que el virrey del Perú envió al Arzobispo Ribera casi doscientos años atrás. Ribera puso al animal el nombre de Lepanto, quizá en recuerdo de la fuerza indomable de la fe, y lo instaló en los jardines de su finca de extramuros en la calle Alboraya, vial en el que décadas antes había muerto arcabuceado por mujeriego el segundo marqués de Guadalest. Allí el Patriarca gustaba de alimentar al reptil y observar cuán portentosas eran las creaciones del Señor. Cuando el monstruo murió, en 1604, Ribera lo hizo disecar y elevarlo en la puerta de su Iglesia concluida apenas un año antes, en señal del silencio que debía imponerse a todo el que a Sagrado llegara. El animal suspendido parecía volar boca abajo, como en un cuadro de Zurbarán.

   En aquella iglesia del Patriarca había otras dos paradas que el coadjutor Mogica hacía siempre junto al pequeño Bonifacio. Una era la de la capilla de San Mauro, el niño mártir de Africa, cuyas reliquias había mandado al Patriarca el papa Clemente VIII en 1599. San Mauro Mártir sufrió pasión en el siglo III de la fe, y yacía enterrado en las catacumbas de San Calixto, en Roma, hasta que el Papa la envió a España a cargo del cardenal e Inquisidor Don Fernando Niño de Guevara a petición del Patriarca Ribera. Su cabecita dormía en un cofre de plata forrado de damasco rojo, y sus restantes reliquias la esperaban en otro recipiente santo; por las afueras de la iglesia, en la parte trasera cercana a la capillita, había una replaceta que la gente llamaba “de San Mauro”, por la devoción que le tenían. San Mauro había sido elevado por Ribera a tercer patrón de su basílica, tras San Vicente Mártir y San Vicente Ferrer, y también Valencia lo había acogido como protector y lo veneraba como a los otros dos Vicentes, al Angel Custodio, a la Purísima y a San Gregorio, entre otros cientos más de Santos y las once mil vírgenes.

Junto a la capillita de San Mauro, con todo el mimo del mundo, el Patriarca Ribera había hecho enterrar los místicos restos de Sor Margarita Agulló, la monja setabense que rezaba y enseñaba, para éxtasis de muchos y recelo de otros, en su apartado beaterio valenciano de la calle Renglons, tan pegada al Colegio jesuita de San Pablo que no se sabía quién vigilaba a quién, y donde tantas mujeres retiradas se entregaban a su oración y a su quietud como los quietistas mágicos del siglo anterior, a despecho de la Inquisición.

   No obstante San Mauro y Sor Margarita Agulló (la Agullona, como decían las crónicas de su época), el preferido de Bonifacio era indudablemente el monstruo, Lepanto. Nada hay más peligroso que la conjunción de un niño y un perdido, y así el coadjutor Mogica dio en su gusto el llevar al niño a ver otros monstruos que las fachadas valencianas ofrecían, tan hechas ellas a los dracs y a las sargantanas petrificadas de esquinas, gárgolas y capiteles. Del Patriarca iban ambos al palacio del Marqués de Dos Aguas, donde otros dos caimanes de alabastro se retorcían en la portada rococó del suntuoso edificio.

   -“¡Mótruo!- Decía el niño, señalando a las bestias color ámbar, a lo que el anciano Mogica contestaba:

   -Sí, monstruo, el monstruo y su hermanito.

   - ¡No los mires tanto, niño! –Le dijo una vez el lacayo de la puerta del marqués- ¡o te volverás loco como Don Hipólito!-.

   Se refería el sirviente al artista Rovira, creador de aquella portada retorcida, cuyos huesos sin entendimiento acabarían en el mismo Hospital del que en su día había salido Bonifacio. El lacayo, que  conocía al chico y compartía su afición por las excentricidades, le dejaba pasar alguna vez al portalón del señor marqués para enseñarle los leones rabiosos del armazón de su carroza principal, a los que el niño podía acariciar y hasta enfrentar fauces contra fauces.

   Algo había de fascinante para un niño de pocos años en aquellas figuras horribles tan típicas del barroco de la España de las velas gruesas. Lo mismo le había ocurrido en la procesión del Corpus, cuando el Padre Guarinós de la Casa Profesa llevó a Bonifacio a ver las llamadas Rocas, fastuosas carrozas y catafalcos de arte efímero cuya imaginería excesiva se tragaba a su paso la atención del pueblo, entre danzantes, momos, nanos y gegants, timbaleros y pétalos. Entre las Rocas había un águila dorada gigantesca que para el niño era la misma imagen del Angel Exterminador. Cuando contaba seis años pudo ver la procesión desde la esquina de la calle de la Carda con Bolsería, y al ver el águila inmensa con todo el sol crepuscular que le rebotaba a la espalda desde poniente, creyó el niño estar viendo al mismísimo Espíritu Santo en ignición. Bonifacio lo aplaudía todo a su paso, repitiendo como si fuera la única palabra que conociera: -“¡Mótruo, mótruo!”

   Aunque la Valencia de entonces había entrado de lleno en el mundo de las academias, las enciclopedias y las higienes, seguía siendo un laberinto de callejuelas donde lo etéreo acechaba en cualquier ornacina con santo, un escudo de un portalón de madera tachonada o una procesión de rogativas. Para un niño como Bonifacio, quien para mayor intensidad pasaba medio día entre transustantaciones y milagros, todo el entorno era en sí mismo celeste sin que hubiera diferencia entre los olores de cebolla del mercado y los inciensos de los Santos Juanes. Todo con ruidos, con aromas y sorpresas, mezclado con los silencios, la humedad solitaria de las celdas y la hierbabuena del huerto.

   Por eso se alegró como –lo que era- un niño de casi siete años cuando le ofrecieron desfilar junto a otro monstruo. Esta vez era el del paso del gremio de chocolateros, diseñado para la procesión de conmemoración del Centenario del traslado de la Virgen de los Desamparados a su nueva capilla. Corría el año de 1767, y la ciudad de Valencia quiso celebrar con toda festividad aquella efeméride, prevista para el mes de Mayo. Los chocolateros iban a participar como los restantes 37 gremios, y habían decidido hacerlo con un carro en el que habría un gran dragón emergente de unos peñascos y en cuyo lomo se alzaría un trono con la Virgen; el carro iría tirado por dos delfines dirigidos por un genio, y por delante caminando irían tres oficiales del gremio repartiendo chocolate y dos niños arrojando poesías, mientras que por detrás seguiría una comitiva de mogigangas disfrazadas de turcos y africanos, además de 48 chocolateros de verdad. A Bonifacio, es decir a los jesuitas que lo guardaban, le propusieron ser uno de los dos niños que arrojara poesías junto al terrible dragón; la idea fue de las monjas de la Puridad, que conocían bien al niño pues solían verle y regalarle virutas de chocolate cuando desde la Casa Profesa le mandaban a por dulces que las monjas preparaban. A ellas les iba a colocar el gremio de vihuelistas un hermoso altar delante de la entrada, con flores y espejos, pues no en vano también ellas tenían en su fachada una imagen de la Virgen de los Desamparados muy preciosa.

  Bonifacio estaba encantado aprendiéndose su papel, acudiendo con su buen Mogica –nadie más querría llevarle- a los ensayos. Tenía muchas ganas de hacerlo bien y de que al ir por la calle recitando sus poesías le vieran todos los padres de la Casa Profesa y del Colegio de San Pablo. También quería que le viera su amiga Amparito, que por entonces era su única amistad del mundo femenino.

  Amparito era una niña dos años mayor que él, a la que criaba una mujer de la calle del Carbón, en un lateral de los Santos Juanes. La niña había sido abandonada siendo una recién nacida, como Bonifacio. El motivo de su abandono pudo ser una mancha de unas dos pulgadas de diámetro que tenía en el codo izquierdo y que sus padres debieron interpretar como mal presagio, o quiza lo fuera simplemente el que la niña tuviera un estómago que alimentar. Las monjas magdalenas le buscaron una casa, la de Armancia Carbonell, que ya tenía otro niño acogido llamado Chimet, de muy malas pulgas. Amparito acudía a aprender primeras letras junto con otras niñas pobres a la Casa de Educandas construida poco antes por el Arzobispo junto al Convento de Franciscanos. Allí, o mejor, buscando piedrecitas cristalinas en la tapia del Convento, la encontró un día Bonifacio cuando regresaba a la Casa Profesa desde el Colegio de San Pablo. Al niño le hizo gracia el interés de la niña por las piedras y se paró junto a ella. Amparito solía jugar cerca de su casa en las inmediaciones del mercado, donde todos la conocían y la trataban como a una hija.

  Una vez, la niña cogió de la mano a Bonifacio y le hizo entrar en una de Les Covetes de los comerciantes que había en los bajos de los Santos Juanes. Las tiendas, concedidas unos sesenta años antes por el Arzobispo Folch de Cardona a un particular a cambio de reformar la fachada de la iglesia, eran continuamente objeto de las travesuras de los chiquets del mercat, entre los que estaba Chimet el medio hermano de Amparito. Ésta, sin embargo, no entró con Bonifacio en una de las covetas para cometer una fechoría, sino para marcar un corazón en una de sus vigas de madera.

  -Mira, Bonifacio –le dijo tras grabar, con una varilla rota de rueca, un corazón en una vigueta.

  El niño, en su inocencia siempre mística, le preguntó: -¿Es un Sagrado Corazón?

  Amparito contestó: -Claro, es el mío. –Y continuó grabando las letras A B

 -Ave María- Dijo Bonifacio, creyendo ver un ramo de rosas blancas en las manos de Amparito mientras ésta marcaba la viga.

  -Sí, y también dice Amparito y Bonifacio. Ya sé escribir diez letras.

  Bonifacio la miraba embelesado. La niña hacía música cada vez que hablaba, a pesar de que su aspecto fuera poco agraciado con la cara y brazos habitualmente tiznados de carbón, imagen que solía mejorar cuando acudía a la Escuela de Niñas de la que salía lavada y peinada. Bonifacio jamás prestó atención a la mancha que la niña tenía en el codo, aunque sabía que otros niños la remarcaban para herirla. Posiblemente la fascinación del chico por las cosas sobrenaturales que sentía a diario con los religiosos le hacía integrar en una sóla idea lo habitual y lo infrecuente, lo natural y lo ficticio, siendo todo digno del mismo amor o, como él sentía a veces, del mismo perdón. Una culpa compartida, un pecado que por alcanzar a todos redimía también a todos, los hacía merecedores de ese amor por todas las cosas que el pobre coadjutor Mogica, en su incipiente senilidad, le transmitía como si lo pidiera para sí. Todo aquello era muy parecido a la felicidad y por ello Bonifacio se sentía uno más entre aquellos jesuitas, como esos perros que se creen humanos por vivir con éstos, ajeno por completo a las disputas diarias a que los religiosos hacían frente y, mucho más aún, a las nubes cargadas de tormenta que acechaban desde un horizonte cada vez más cercano a los ignacianos.

Al acercarse el mes de Mayo, el niño seguía embebido en sus preparativos del gremio de chocolateros para la fiesta de la Virgen. Soñaba en ocasiones con su dragón en el carro, y se veía a sí mismo remontando hasta el trono donde la Mare de Deu se hallaba sentada en plena Majestad. Soñaba con toda su felicidad onírica, sintiendo que aquella Virgen era lo que tantas veces le habían dicho, su madre, y que el Cielo era lo que había sobre ella y en él estaba el Señor al que amaba sobre todas las cosas, como le enseñaban y él sentía como sentía al sol y a las nubes. Dormía con una sonrisa, pensando en su monstruo oblongo portador del trono sagrado, él con sus poesías y los demás niños mirándole embobados, niños con sus padres y madres tan raros para él que era un niño del torno y sin embargo tan amado y tan feliz.

   Una madrugada, sin embargo, algo interrumpió su sueño dulce. Fue el 1 de Abril, apenas un mes antes del desfile de la Virgen. Era un miércoles. Cuando apuntaba el amanecer, Bonifacio se revolvió sobre su jergón de borra incomodado por unos gritos que él pensó formaban parte de un sueño. De pronto oyó un golpe sobre la puerta de su cuartito, y comprendió que algo estaba pasando en los pasillos de la Casa. Abrió su puerta y vio un montón de soldados del rey, armados con sus fusiles y la bayoneta calada, persiguiendo a los padres Miralles y Salau; al fondo del pasillo otro soldado sujetando contra la pared al padre López, el prepósito Don Ignacio intentando separarles con gesto lastimero, el coadjutor Torres caído en el suelo… Todos con miradas de desconcierto, espanto, algunos corrían hacia sus cuartos con un libro en la mano, otros sacaban sus rosarios, mientras desde la capilla se oían más voces familiares y sobre ellas otras más duras que gritaban: -¡Al refectorio! ¡Vamos, vayan al refectorio!

   Aquellos soldados vociferantes no hacían sino cumplir las órdenes del rey Carlos III, y de su voluntad la engolada mano del conde de Aranda, que había ordenado prender en aquella noche a todos los jesuitas de sus dominios para expulsarlos de los reinos, tal como el marqués de Pombal había hecho apenas ocho años ante en Portugal a raíz de las revueltas de las reducciones de Indias.

  Bonifacio apenas entendía nada, nunca hubiera imaginado que los soldados pudieran entrar en la Casa Profesa, ni que pudieran empujar ni gritar a los hombres tan santos de la Orden. Ya en medio del pasillo, preguntó a uno de los religiosos:

-¿Qué pasa, padre Cruañes?

- ¡Nada, Bonifacio!, ¡métete en la celda, métete en la celda!

Mientras tanto se seguían oyendo golpes, carreras y órdenes de los armados: -¡Vamos, vamos! ¡He dicho que rápido! ¡Al refectorio, o a la sala capitular, lo que tengan aquí! ¡Suelten esos libros, he dicho que suelten esos libros, tráigalos acá y no me obligue a…!

Bonifacio entró corriendo en su celda y se vistió rápido como una centella. Desobedeciendo la orden del padre Cruañes, algo le hizo ver que debía escaparse de inmediato. Consciente por primera vez de que en el edificio estaba ocurriendo algo dramático, echó a correr por el pasillo entre las culatas de los fusiles y las polainas de los soldados, los cuales por lo demás no tenían ningún interés en aquél crío pues no tenían órdenes de detener a ningún niño, ni tan siquiera a los novicios, únicamente a sacerdotes, coadjutores y hermanos.

   El niño salió a la calle y como por instinto tomó la dirección del Colegio de San Pablo, donde podría acogerse a aquellos otros jesuitas, único lugar donde se le ocurría poder estar a salvo. A toda velocidad recorrió la bajada de convento de San Francisco y pasada la misma se plantó jadeando en la puerta del Colegio jesuítico. Pero allí estaba ocurriendo otro tanto que en la Casa Profesa. Es entonces cuando la mente del pequeño sintió terror al ver también a aquellos otros padres que tan bien conocía, el padre Escola, el padre Jornet, el rector padre Navarro… todos apelotonados en la cancela del colegio sin poder salir, presionados hacia adentro del recinto por varios soldados con los fusiles en horizontal como si estuvieran encerrando caballos en un corral para marcarlos. Entonces Bonifacio vio al coadjutor Mogica, su buen padre Juan, zarandeado por otros que pugnaban por romper un pergamino y un soldado que quería arrebatárselo.

-¡Padre Juan, padre Juan! –gritó el niño, y echó a correr en su dirección. Los jesuitas que se dieron cuenta intentaron rechazar al crío, diciéndole por su nombre: -¡Vete! ¡Fuera de aquí, Bonifacio!- Y otros: -¡Corre a la catedral!

Pero Bonifacio ya se había agarrado a los faldones del anciano coadjutor Mogica, y no había forma de separarlo de ahí, ni Mogica quería dejárselo retirar, mientras gritaba:

–¡Dejádmelo! ¡Dejádmelo, por todos los santos! ¡Dejadme a este ángel! –Y los demás desistieron de separarlos pues ni tan siquiera para ellos mismos encontraban brazos, a tal punto los coercía el pelotón mandado para apresarles.

Una vez reducidos a una sala todos los jesuitas del San Pablo, incluidos Mogica y el pequeño Bonifacio en sus brazos, permanecieron allí unas horas mientras los agentes reales formalizaban un inventario y registraban los archivos. Se oian ruidos de libros cayendo al suelo, de taburetes volcados. El Rector Navarro, viendo los rostros de congoja de sus compañeros, les hizo rezar larguísimos rosarios, uno tras otro, con sus gozos, sus letanías. Esperaba que en algún momento entrara algún responsable a darles explicaciones.

Pero no ocurrió así. Al cabo de unas horas les hicieron salir y los montaron a todos en varios carruajes escoltados por más hombres armados. Tomaron el inmediato camino de ronda para salir por la puerta de San Juan, junto al convento carmelita de Santa Teresa y San Juan, y cruzaron el río Turia con dirección hacia Segorbe, punto donde deberían reunirse con todos los demás jesuitas apresados del Reino de Valencia.

  Llegados todos a Segorbe, se inició un periplo angustioso y lento para aquellos religiosos, a los que finalmente les esperaba una caja de agrupamiento en Salou. En el puerto –puertecico- de Salou debían reunirse con todos los demás jesuitas de Aragón que habían sido concentrados en Teruel y con los de Cataluña que lo habían sido en Tarragona, como los mallorquines en Palma. El dibujo siniestro de la prisión de los jesuitas para su embarque se completaba con Cartagena para la provincia jesuita de Toledo, Puerto de Santa María para Andalucía y Santiago para Castilla. En Salou se enteraron los jesuitas valencianos de que les deparaba un destierro a los Estados Pontificios, destino que aun siendo desagradable no dejaba de ser una segunda casa.

   Bonifacio permaneció en Salou todos aquellos días con los jesuitas. Al principio intentaron convencer a los guardias para que lo bajaran del carruaje en la salida de Valencia, pero Mogica entró en cólera al intento de arrebatárselo, y los soldados lo dejaron para mejor ocasión. Ya en el camino, a cada legua que se alejaban entendían que el designio establecido para los religiosos era más sombrío, y empezaron a pergeñar que quizá el niño estaría con ellos mejor que entre la soldada al no haber nadie más con quien fiasen en dejarlo, y sintiendo pavor ante la posibilidad de que los soldados pudieran apropiarse del niño bajo nota de abandonado y alistarlo como tambor en el ejército de Su Magestad. Así que decidieron mantenerlo con ellos, a la espera de acontecimientos.

  El embarque en Salou fue uno de los días más dramáticos en la vida de Bonifacio. Mientras subía a la embarcación con todos los jesuitas, notó que el coadjutor Mogica no estaba entre ellos.

  -¿Y el padre Juan? ¿Y el padre Juan? –preguntaba a todos, con mirada temblorosa.

- Vendrá más tarde, está con el médico porque tenía tos. Luego vendrá, no te preocupes.

Le mentían. Don Juan Mogica no había podido ocultar por mucho tiempo su vejez y su senilidad, y los agentes del gobierno decidieron que no podía embarcarse, pues quizá no resistiera la travesía y no querían que su fallecimiento se achacara a la perfidia real, así que lo retuvieron en tierra, acordando que fuera llevado al interior donde acabó siendo conducido al Convento de la Merced en Zaragoza. Desde la cubierta del barco, aún pudo Bonifacio ver por un momento la cabeza endeble y de cuatro mechones canosos de Don Juan, su querido coadjutor, atrapado en el puerto de Salou, y al que aún pudo gritar para despedirse:

-¡Padre! ¡Padre!

- ¡Bonifacio, Angel mío! –le contestó el coadjutor cuando oyó la voz del niño -¡Ama a Dios sobre todas las cosas! ¡Ama a Dios sobre todas las cosas! ¡Y perdónales! ¡Perdónales!

   En aquellas palabras sonaba la voz lejana del religioso como un canto de cisne, un adiós que no se atrevió a pronunciar, quizá en su última lucidez, mientras alzaba su manita de viejo y la movía para que su pequeño amigo la siguiera divisando al alejarse rodeado de casacas y sombreros de tres picos de los soldados.

-Pronto vendrá, no te preocupes-, dijo a Bonifacio uno de los padres –Anda, toma un poco de bizcocho, y abrígate.

   Así se separaron Bonifacio y el coadjutor Mogica, para siempre. El niño, arropado por sus jesuitas de la Casa profesa y colegio de San Pablo de Valencia, más los de Onteniente, Alicante, Gandía, Segorbe, Torrente y Orihuela, marchó en aquel barco en la que iba a ser llamada la Expulsión de los Jesuitas y que para ellos significó el fin de su mundo. Al alejarse de la costa, muchos miraban por la borda sin saber si estaban despidiéndose para siempre de España, o si les esperaba un final aún más dramático como prisioneros que eran.

   No habían terminado sus cuitas con el embarque pues llegados a las costas italianas no quiso el Papa hacerse cargo de ellos, porque no vieran los otros reinos que en Roma facilitaban las expulsiones, así que los reenviaron a Córcega donde continuaron sus penalidades.


martes, 17 de marzo de 2015

En un lugar de las Trinitarias...





En un lugar de las Trinitarias, de cuyas criptas no quiero acordarme, moraba un cofre de muerto con piel de corcho y hierro vencido, que daba miedo al miedo y veía menos luz que una barrica de tinto visigodo. Entre las monjas de clausura yacía, tan clausurado como ellas y callado cuatro cientos según un acta amarillenta, removido con otros huesos como si los difuntos del convento bailaran una gavota hasta no saber de quién el fémur y de quién la rótula, que después de Adán no hubo costillas más saltarinas que las de la Trinidad.

  Decía un pliego de cordel que si de Cervantes eran, aquél gran escritor español a quien sólo los no españoles apreciaban, al punto de que cuando en las noticias se dijo que se buscaban sus restos pensó más de uno que hablaban de un alpinista. Los alguaciles de Madrid reunieron hachones y alcuzas, bajaron por los escalones mohosos de las catacumbas y entre tos y estornudo picaron el pasado, destrozando el adobe para encontrar un novelista. Los doctores formaron una multitud vestida de blanco como la Santa Compaña removiendo marfil viejo y con cofias de cocinero para evitar que sus pelos vivos se engancharan con hebras de pellejo cervantino.

  -Tendremos que abrir todos los nichos, Excelencia- Decían los doctores, asustados de tanto gusano mudo. Así fueron despanzurrando una a una las momias con pinzas de relojero y con muchos papelillos que ponían nombre a cada grumo, aquí una fecha, allí un apellido, diez metros bajo tierra mientras a través de los hidráulicos se oía el run-run de las monjitas rezando como si durmieran. La alguacil mayor y el representante real visitaban de tarde en tarde las pesquisas, y hacían como que miraban los libros de cuentas para simular celo, lo que hacían en menos que canta un grillo para salir disparados a la chocolaterías de Atocha en busca del aire vivo y el yantar caldo.

  Pero el malvado Cervantes estaba con Clavileño, el caballo de madera hecha cofre, volando y mirando desde el tejado -como el diablo cojuelo- la búsqueda de los Ministros. Los bultos blancos removieron y removieron la tierra, y clasificaban cada churrasco sin tuétano como si fueran reliquias del Bautista, sin darse cuenta de que por mucho que anotaran nunca darían con el pobre Miguel que hacía mucho que no salía de Trinitarias alias Convento. Y no darían con él porque no tenían ADN, que es como el Bálsamo de Fierabrás pero en ateo. Quizá esperaban que entre mortaja y mandíbula hubiera un letrero que dijera: “Yo soy”, o que una Trinitaria incorrupta señalara al ínclito con la nota “Ecce Cervantes”, pero nada de eso ocurrió pues España ya no es mágica sino aburrida desde 1701. ¡Qué esperaban los sabios de Madrid!

  Así que han dicho “es posible”, como los posibilistas jesuitas de Carlos III, y se han tragado huesos, cofres, tierra y batablancas, todo al archivo porque no hay ADN ni suerte, ¡Ay de España, con huesos y sin la pluma! Quizá si la busca la hubiera hecho El Zapatero Prodigioso (guiño para lectores) hubiéramos tenido más suerte, pero no suframos, pues siendo Cervantes catalán como saben los hombres de bien, y necesitando su honorable de todos sus votantes, hallará el modo de identificarlo y de llevarlo ante una urna –no funeraria-. O sí-.

lunes, 24 de noviembre de 2014

EL COMETA PHILAE, 67P Y MEMNON







Antes un rayo de luz era Marisol. Ahora el rayo de luz es lo que puede salvar a un cacharro perdido en un cometa. También antes los cometas venían a la Tierra y nos traían desgracias; ahora es la Tierra la que va a los cometas. Oh, tempo, oh, mores.



   El artilugio Philae se ha caído en el cometa 67P, que es como el nombre de una entrada secreta de Mortadelo y Filemón, maldita ciencia. Digo se ha caído porque no ha aterrizado como debía y se ha quedado en un ángulo que no recibe luz solar alguna para renovar sus pilas. Philae ha consumido poco a poco su batería de 4.5 voltios como las de la pretecnología del cole, y su corazoncito se ha helado como se moría sin pilas en la angustia y el amor la chica del Paciente Inglés, en la Cueva del Nadador. Allí en un cometa frío la máquina se ha muerto, abandonada como Ariadna abandonada por Teseo en Naxos, Dido abandonada por Eneas en Cartago o Katie Escarlata por Rhett Buttler en Tara con su tara, solas y oscuras a despecho de los machos alfa.



   Ya ven, en España tenemos un toro enamorado de la Luna y ahora en el Cometa tenemos un aparato enamorado del Sol. Por su ausencia ha muerto de amor, seco y frío. Philae no ha sido Phileas (Fogg), protagonista de La Vuelta al Mundo en 80 días, capaz de vencer mil obstáculos en su viaje; el cometa no tenía que dar la vuelta a La Tierra sino volver a la Tierra, que no es lo mismo, y con él tenía que llevar a Philae para que nos mandara datos y fotos y enigmas para la Nasa. Pero el cacharro o satélite ha caído mal, cojea como Vulcano cuando lo arrojaron al vacío y se rompió renqueando desde entonces (miren el cuadro de Velázquez, cómo Vulcano está desnivelado no por praxiteliano sino por su afección).



   Philae está mal apoyado y por eso no recibe luz y no emite, apagado como Juana la Loca sin la luz de su Hermoso. Pero los de la bata no pierden la Esperanza y dicen, como decía Juana la Loca o Aurora Bautista, que el satélite no está muerto sino que está dormido, que despertará. Dicen que un rayo de Sol de la próxima primavera podrá hacer revivir la chatarra, no me digan que no es romántico, vamos que ni el Príncipe de Blancanieves resucitando a la ínclita, ni siquiera le piden al Sol que luzca con amor para el cometa, basta el rayo, de luz suave y no el de Thor.



  Cuando algunos éramos estudiantes de Podemos en el Madrid de Tierno, era muy fashion ir al Alphaville a ver cine que no entendías y de paso el Laberinto de Pasiones; una de aquellas películas era El Rayo Verde, de Eric Rohmer, la cual contaba que el último rayo de sol sobre el horizonte es verde, el rayo no el horizonte, o son lo mismo. Verde quizá se viera desde el 67P, desde la plancha estúpidamente fría de plasma, verde morado de Philae y ¡zas!, ya no hay rayo y casi no hay pilas…………   Vaya historia, les confieso que desde que vi 2001 de Kubrik y creo en los sentimientos de las máquinas siento piedad por todo cacharro que se extingue, incluidos los humanos, los cuales -a pesar de que el Ateneo votó que Dios no existía-, deben tener alma ya que la tienen las máquinas. Ese Satélite Comansi llorando en el cometa, con frío, sin su familia, mientras ve los últimos rayos verdes o ultravioletas… no me digan que no es de Bradbury.



   Y aun así… no crean, que yo envidio al cacharro por enamorado de la luz, como Plotino y Visconti. Ese artefacto tiene las esperanzas puestas en el rayo de luz que vendrá quién sabe cuándo, y hasta entonces en el purgatorio como Adonis… Y ahora les hablo de Memnón, que es lo que me apetecía desde el principio. Memnón no busca el último rayo de luz sino el primero.



   Los colosos de Memnón son dos gigantes de piedra que hay en Egipto, busquen en la Wikipedia que me aburro. También se habló de dos columnas en la antigüedad. Una de ellas, Memnón, espera ansioso el primer rayo de luz del día y entonces emite un breve gemido, cuando el rayo roza su punta.



   Las tradiciones dicen que es el llanto alegre de Memnón por su madre la Aurora cuando la ve surgir con sus rosáceos dedos (esto último es de Homero). Memnón era un joven hermoso, el más hermoso, y había muerto luchando contra Aquiles. Fue recordado con el monumento. Hölderlin dio otra versión, cuando advirtió que Memnón gemía porque estaba alejado de Diótima y suspiraba cada día por ella, por la lejanía de ella, por la muerte de ella, ayudado por el rayo del sol.



   Yo creo que al pobre satélite, al Philae, deberían darle un tercer nombre (el segundo, que ya tiene, es el de sus cradores Churyamov-Garasimenko). Deberían rebautizarlo como Memnón. Quizá así, los dioses se apiadaran de él y le mandaran al Sol, y éste lo calentara y le hiciera revivir, y vuelto a la vida se dejara llevar por Venus y nos fuera traido a la Arcadia donde estamos, bañados en el rio Alfeo y rodeados de cuadros de Poussin, todo por el rayo, el rayo que no cesa.

jueves, 2 de octubre de 2014

JOHAN MAROR (O MARTÍ), 1373. POSIBLE PRIMER CORSARIO DE BENIDORM







  

(((((Advertencia previa sobre la denominación: En el título figura la indicación del apellido Maror o Martí. Debo decir que recientemente he publicado el presente artículo refiriéndome a Johan Maror únicamente, pues ése es el nombre que conocía desde hacía 20 años, cuando lo leí en el libro “Los orígenes de la piratería Islámica” (páginas 141-142), de Andrés Díaz Borrás, y editado en 1993 por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (C.S.I.C.), cuya autoridad nunca se me hubiera ocurrido cuestionar. Sin embargo, mi amigo y buscador incansable Francisco Bou Llambrich me advirtió de que otro investigador serio y conocido nuestro, Francesc Xavier Llorca Ibi –por el que profeso el mayor de los respetos- había publicado algo sobre este mismo personaje pero denominándolo Martí, basándose en otra fuente diferente a la mía. Busqué entonces la imagen del original que había aportado Llorca Ibi y comprobé que, curiosamente, la grafía no es clara y se presta a las dos lecturas; incluso –para mi pesar- se acercaría un poquito más a Martí que a Maror, lo que además sería más compatible con la lengua y época de que tratamos. Aun así, ante la inconveniencia de citar los dos apellidos continuamente, y ante la necesidad de optar entre uno u otro me mantendré en este artículo, por pura inercia y amparándome en la autoridad del C.S.I.C., en el Maror que he venido cultivando desde hace 20 años y admitiendo que el lector lo sustituya mentalmente por Martí, si mejor le pareciera.

Debo añadir a posteriori, como segunda advertencia: que tras comentar el asunto con Llorca Ibi, me ha informado de otras gestiones que realizó por su cuenta para confirmar el apellido Martí de este corsario, por lo cual debo reconocer que su versión debe gozar de más predicamento y que será la que yo use en el futuro, guardando mi Maror en el baúl de los cariños de aficionado.



Fin de la advertencia.)))))







Benidorm ha sido cuna de corsarios legendarios. Ahora bien, ¿desde cuándo podemos hablar de corsarios de Benidorm?



  En el Archivo del Reino de Valencia (ARV, Mestre Racional, 9585, f. 40 v.) hay un documento de 1373 en el que se lee cómo un corsario de Benidorm llamado Johan Maror había capturado cinco sarracenos en Berbería y los había vendido en pública subasta, también en Benidorm.



  Dice literalmente el documento:



  “Item, rebí d´En Johan Ferràndez, alcayt de Benidorm, qui en loch nostre los avia rebuts d´En Johan Maror, corsari del dit loch, per dret de delme de V sarrahïns, que pres ab la sua barqua en Berberia, dels quals féu encant en Benidorm axí que abanides mesions de la panática e dret de pilotage e altres segons que-s mostre per scriptura d´En Goçalbo Ferràndez, notari qui-n fa testimonis, prevench-ne al dit delme: CLXXX sous.”



  No conozco referencias anteriores a otro corsario benidormense con nombre y apellidos, aunque evidentemente pueda haber existido. En cualquier caso es un dato interesante pues nos permite afirmar que en esta localidad existe una tradición de siglos en el ejercicio del corso.



  Del documento extraemos algunos datos importantes. Uno de ellos es la identificación del alcayde de Benidorm en 1373: Johan Ferràndez.



  Otro dato es la mención de que Johan Maror acudió a Berbería “con su barca”, lo que indica que él era el patrono de la misma y que no se trataba de una campaña terrestre ni de una acción bélica de mayor dimensión. Es decir, que se trató de un empeño personal realizado por decisión propia de Maror y con sus propios medios.



  Se indica también que los cinco prisioneros fueron vendidos en el mismo Benidorm. Ello sugiere que en la misma localidad o en su entorno debía haber una población suficiente y con medios económicos como para que el corsario prefiriera subastarlos allí en lugar de llevarlos a otros puntos de mayor riqueza.



  En cuanto al modo de venta, se dice “féu encant”, que en la documentación de la época alude a pública subasta, o “en almoneda” (probablemente sea un precedente de lo que en siglos posteriores se llamaba “encanterar” para referirse a introducir “en un cántaro” las papeletas de los sorteables para el ejército, a los que se les aludía como “encanterados”).



  Otro elemento interesante es la identidad del notario, Goçalbo Ferràndez, del que no se nos dice que fuera residente ni ejerciente en Benidorm, pero del que presumimos que al menos sí sería competente para ejercer en dicho lugar pues todo apunta a que la escritura de adjudicación de los cinco cautivos se autorizó en Benidorm, ya que la subasta también se efectuó ahí. El apellido del notario es el mismo que el del alcayde, lo que parece evidenciar una relación de parentesco entre ambos. Cabe decir que los notarios valencianos, en esa época, estaban ya adscritos a un colegio notarial que les permitía el ejercicio en todo el territorio del reino como miembros de un colegio común de dicho ámbito. Aunque muchos han discutido la antigüedad del colegio valenciano, retrotrayéndolo sólo al año 1342, esta posición es discutida por otros estudiosos como Vicente Simó Santonja, para el cual es indiscutible que el propio rey Jaime I estableció en 1238-39 la institución del Notariado Valenciano en el propio tiempo de la conquista de Valencia, otorgando por tanto a dicho Colegio el privilegio de ser el mas antiguo de España, con habilitación en todo el territorio del reino.



  Por lo que respecta al contenido del documento, éste nos informa de que el Mestre Racional de Valencia (institución de carácter económico) había recibido del alcayde de Benidorm los impuestos (delme, o diezmo) que el corsario benidormense le había pagado tras la venta de los cautivos. Concretamente habla de 180 sueldos. Sobre este punto debemos hacer una breve alusión a los pagos que habitualmente debían efectuarse en casos semejantes, y que normalmente eran de dos tipos. El primero era una especie de pago para obtener la declaración “de buena guerra”, es decir, una cantidad alzada que se pagaba cuando el Batlle o representante del rey declaraba que la captura del sarraceno era correcta (no se alude tanto a que fuera conforme con reglas del mar, o de derecho de gentes, que en aquellos momentos eran apenas un embrión, sino a que eran adecuadas a los acuerdos y política internacional del monarca, de forma que no comprometía la política del reino, o bien a que se trataba de presas no robadas en territorios propios). El segundo era un porcentaje sobre el valor de venta, que oscilaba según el alcance de la misma. Las cuantías y conceptos fueron diversos según las épocas; a pesar de la escasez de documentación en este aspecto, conocemos asientos de unos años posteriores (por ejemplo, entre 1412 y 1449) en los que aparte del pago por declaración de buena guerra se cifraba en un quinto (dret del quint) el impuesto sobre el valor de venta del cautivo, que se reducía a una veinteava parte (dret del vint) si se trataba sólo de mercancía. Posiblemente lo que el documento llama pilotage sea la cuantía fija, que se verá integrada en la total de 180 sueldos recibida finalmente por el alcalde. El hecho de que Benidorm fuera un lugar de señorío no afectaría a estos pagos pues como hemos visto el pago se ha hecho al alcayde del castillo para ser entregado a la hacienda del reino.



  Es de destacar que el cobro en sí de estas cantidades por la venta de los prisioneros está denotando que dicha venta fue calificada como “de buena guerra”, y que por tanto ajustada a las previsiones tanto exteriores como interiores del monarca Pedro IV el Ceremonioso. El concepto de “de buena guerra” o captura lícita y sus consecuencias en cuanto a la posibilidad de venta del cautivo tienen ya precedentes en Aragón y Cataluña con los Fueros de Teruel y las Costums de Tortosa, aunque para el Reino de Valencia no cobró trascendencia sino hasta las revueltas de 1276-77, cuando los musulmanes acogidos al rey Jaime I se rebelaron planteando el problema de su posible esclavización o venta tras ser reducidos. La apreciación de buena guerra y pago de impuestos conllevaba la entrega de un albarán al captor, lo que cabe presumir que existió en el episodio de Johan Maror, al que se firma un recibí por dichos pagos.



  El concepto de buena guerra o captura lícita acorde con las previsiones del rey nos lleva a su vez a preguntarnos sobre cuáles fueran dichas previsiones reales, y sobre cuáles fueran los motivos que llevaron a Johan Maror a lanzarse a esta empresa lícita.



  El Reino de Aragón en 1373 atravesaba por unos momentos ciertamente difíciles, tanto a nivel interno como externo. Ello facilitaría el que, por un lado, el rey no pudiera atender a la defensa de todos sus súbditos en la manera que hubiera deseado y que, por otro lado, estuviera conforme con que sus súbditos menos protegidos (como pudieran ser los del litoral valenciano, incluyendo Benidorm) ejercitaran su autodefensa sin sufrir excesivas trabas.



  En el ámbito exterior, cabe distinguir enemigos tanto musulmanes como cristianos. Dentro de los primeros habría que diferenciar los más próximos de Granada, los de media distancia en Berbería o Norte Occidental de Africa, y los más alejados de Egipto y Turquía. Por el lado cristiano, existían enemigos también en la península (Castilla, Navarra y Mallorca), y más alejados en Génova y Francia como rivales directos. En el ámbito interno, el reino tampoco estaba exento de tensiones civiles.



  Por lo que respecta a los conflictos con los demás reinos cristianos, en el flanco oriental Pedro IV se hallaba empeñado desde 1371 en la defensa de Cerdeña, donde los lugares de Alguer y Cáller estaban especialmente amenazados por la rebelión del juez de Arborea con el auxilio de Génova.



  El flanco occidental de Aragón también estaba amenazado por las tensiones con Castilla, cuyo rey Enrique II había concertado acuerdos con el de Portugal, Francia y con el infante de Mallorca para atacar a Aragón por Molina y por el Rosellón aprovechando la distracción de Aragón en la campaña de Cerdeña. Los Anales de Zurita lo describen diciendo que “Estaban todos los reyes que comarcaban con el rey de Aragón puestos en armas; y tenían sus gentes a punto, y todo ardía en guerra…”, lo que nos da buena muestra de cuáles debían ser las prioridades de Pedro IV en 1373.



  En el ámbito interno y siguiendo también a Zurita, desde 1371 se había puesto de manifiesto la disensión de ciertos nobles catalanes en la denominada Conveniencia de los caballeros de Cataluña, articulados alrededor del conde de Urgel, la cual seguía sin solución definitiva. Existía también un brote de peste desde ese mismo año que había golpeado en lugares como Caspe, lo que unido al dato de que en Valencia hubiera peste en 1374-75, hace posible que en el intermedio -1373- hubiera igualmente episodios de peste aunque no afectaran directamente a la capital valenciana, pues no fueron recogidos en las crónicas de ésta.



  En cuanto a los conflictos con los reinos musulmanes, y al igual que ocurre al hablar de los enemigos cristianos, corremos el peligro de equivocarnos si abordamos de manera unitaria a todos los reinos islámicos pues existían claras diferencias entre unos y otros. Debemos distinguir entre los peninsulares (en los que se encuentra el rey nazarí de Granada y los amagos de los benimerines), el norte próximo de Africa (en el que se encuentra la llamada Berbería, pero con lugares de evolución propia en tal momento como Bugía o Túnez), Egipto y finalmente los turcos que cercaban Constantinopla.



  Comenzando por los musulmanes de Granada y Berbería, la situación de 1373 debe explicarse recordando algunos hitos de las décadas anteriores. Remontándonos a los años de las conquistas de Jaime I (1208-1276) en el centro del siglo XIII, hay que decir que el empuje de éste hacia el Sur y hacia el Mediterráneo supuso un retroceso de los reinos musulmanes. Éstos aceptaron el nuevo statu quo, incluso mediante tratados políticos y comerciales que posibilitaron embajadas mercantiles y asentamientos aragoneses en el Norte de Africa. Los reyes posteriores Pedro III (1276 a 1285), Alfonso III (1285 a 1291) y Jaime II (1291 a 1327), distrajeron sus esfuerzos en otras campañas diferentes de las guerras de religión que consumieron muchas energías, como lo fueron las de Sicilia tras las Vísperas hasta los tratados de Anagni (1295) y Caltabellota (1302), las guerras con Castilla por el reino de Murcia hasta los laudos de Torrellas-Elche (1304-5), la reducción de los Templarios (1307-8), la derivación de fuerzas almogávares hacia Atenas y Neopatria (conquistada ésta en 1319) y las campañas de Córcega y Cerdeña (1323-25). Ello significó que iniciada la primera década del siglo XIV, los enemigos musulmanes habrían gozado de varios lustros para recuperarse sin ser especialmente atacados por Aragón, y poder contraatacar en plena península. Así lo van hacer: ya en 1304 se realiza un ataque esporádico por una armada nazarí a Villajoyosa. Entre 1310 y 1330 empiezan a organizarse los ataques de forma más organizada por escuadras granadinas y berberiscas, ocasionando el que la ciudad de Valencia se vea obligada a aprobar en 1323 la creación de una institución para redención de cautivos. Los ataques piráticos musulmanes en las costas cristianas alentados por el reino granadino van a propiciar el que los reinos de Castilla y Aragón acuerden en 1329 unirse para dar un nuevo golpe al reino de Granada y especialmente a su capacidad de ofensiva marítima. La primera respuesta nazarí contra el nuevo ánimo cristiano será un ataque devastador contra Guardamar en 1331, el cual va a hacer que el rey de castilla, Alfonso XI, se piense dos veces el agredir a Granada y se aparte de la unión con Aragón. Este, por su parte, va a quedar en solitario contra Granada lo que motivará que Valencia empiece a pensar en su propia seguridad y acuerde el aparejo de una flotilla de diez galeras dejándolas al mando de En Carròs de Rebollet. De igual manera va a intentar aunar en el esfuerzo a Mallorca, sin demasiado éxito. Por el contrario, en el bando musulmán los acontecimientos se han acelerado y los benimerines se han hecho dueños del reino de Granada, impulsando aún más los ataques contra las costas valencianas (es el caso del saqueo de Benissa en noviembre de 1337).



  Todo ello determina, ahora sí, que Aragón y Castilla superen sus diferencias y que en 1339 suscriban un acuerdo más firme cuyo fin principal va a ser la toma de Gibraltar, para impedir que el reino de Granada se vea reforzado continuamente desde Africa y obtener el control del Mediterráneo. La campaña cristiana, pese a algunos reveses en el campo marítimo, va a tener éxitos en tierra como la toma de Algeciras en 1344 o la campaña de Gibraltar en 1350. Este último episodio, pese a que en el mismo se produce la muerte del rey castellano a causa de la peste, va a ser determinante en la suerte del reino de Granada. A partir de ese momento, el reino nazarí o sus aliados norteafricanos dejarán de tener capacidad de inquietar por mar a los reinos cristianos peninsulares (lo que, por cierto, no significará la paz en los mares pues poco más tarde estallará la Guerra de los Dos Pedros entre Castilla y Aragón, importante en los escenarios marítimos, si bien no podemos incluirla en la historia de las luchas entre cristianos y musulmanes).



  La cesura que marca la campaña de Gibraltar para las grandes operaciones navales entre cristianos y musulmanes va a suponer la señal de inicio de otro tipo de lucha, la particular, la del pequeño pirata o corsario tanto de las costas españolas como africanas que, aprovechando la inexistencia de grandes enfrentamientos en el mar, intentará actuar por su cuenta en una guerra menor, casi privada, que muchos califican como “de subsistencia” (lo que significa que dichos piratas o corsarios no actúan para hacer grandes presas, sino que sus éxitos apenas les sirven para garantizar su subsistencia durante un cierto tiempo, como lo prueba el que las capturas sean habitualmente de apenas un puñado de cautivos). Este tipo de actuaciones particulares es el que predominará entre mediados del siglo XIV y los primeros años del siglo XV, momento en el que los poderes turco y norteafricanos empiecen a recuperar su capacidad de enseñorearse del mar con grandes armadas.



  En esas décadas encontramos diversos avisos de avistamientos o ataques de piratas musulmanes a las costas aragonesas. Así, en Mallorca e Ibiza hay avistamientos en 1370, 1371, 1374 o 1378. En ese mismo 1378 aparecen los piratas por Sagunto (Murviedro), y en Calpe y Moraira. También en Salou e Ibiza, y en ésta última también al año siguiente 1379. En 9 de Noviembre de 1379 se divisa una galera de moros en la costa de Villajoyosa y Benidorm, repitiéndose un avistamiento en la isla de Benidorm al año siguiente el 27 de Agosto. En los años siguientes sigue habiendo una importante actividad pirática musulmana especialmente dirigida hacia las Baleares. En 1391, sin embargo, volvemos a encontrar a estos piratas en nuestras costas, con una galera de moros en El Albir el 27 de Octubre y otra en Villajoyosa el 20 de Diciembre. En los dos años siguientes se sucederán otras apariciones en las costas valencianas (Guardamar, Cullera, Alcosséber, Santa Pola), e incuso en Alicante en 1399.

 

  Lo dicho no debe dar la impresión de que sólo nuestras costas estuvieran bajo riesgo de ataques enemigos, pues también desde la zona cristiana se ejerce el mismo tipo de ataques, a la recíproca, siendo muy difícil determinar quién lleva la iniciativa ni la peor parte en esta “acción-reacción”. Se trata de una conflictividad de bajo perfil, puramente particular aunque no por ello menos incómoda para sus víctimas, en cuyo entorno debemos incluir la peripecia del corsario benidormense Johan Maror en 1373 o, por citar otro ejemplo, cabe recordar que al año siguiente -1374- el rey de Granada ordenó prender a todos los barcos aragoneses en respuesta a que un capitán del rey cristiano, Pedro Bernal, le había tomado una nao en el litoral de Túnez. Así pues, en los años de corso de Johan Maror, son recíprocos entre “moros y cristianos” los ataques corsarios o piráticos de poca envergadura en lo que respecta a Berbería.



  Las relaciones con los estados musulmanes no se agotan con el reino de Granada ni con los bereberes, pues hay otras potencias musulmanas cuya vida política también podía influir en la paz del Mediterráneo, como es el caso de Egipto. Con este reino existían en esos años unas relaciones relativamente encauzadas. Es más, si existían algunos conflictos éstos eran provocados más por ataques cristianos que musulmanes. En Egipto se ubicaban por entonces diversos mercaderes (principalmente en Alejandría) a los que Pedro IV quería dar protección y cuya posición se veía comprometida por ataques ocasionales que los cristianos realizaban contra las costas egipcias. Ocho años antes, en 1365, el rey Pedro I de Chipre había atacado Alejandría causando perjuicios a dichos mercaderes catalanes, y el rey aragonés envió diversas embajadas al Soldán Melik el Aschraf Zein ed Din para tranquilizar la situación. Por cierto, que en aquellos años la reina de Chipre era la conflictiva Doña Leonor de Aragón y de Foix, hermana del señor de Benidorm, es decir hermana del infante Don Alfonso de Aragón, la cual actuaba como Reina madre, ya muerto su esposo Pedro de Lusignan, en beneficio de su hijo Pedro II (de Chipre). Llegado 1373, y pareciendo ya más tranquilo el ambiente en aquél sector del Mediterráneo, pudo partir una expedición mercantil desde Valencia hacia Chipre y Siria a cargo de Francisco Casasaya, o a la misma Alejandría como en el caso del barcelonés Bernardo de Gualbes. Ello no significa que, al igual que hemos visto en la zona del Estrecho, los ataques piráticos por parte de capitanes aragoneses no se siguieran produciendo, entorpeciendo las buenas relaciones, como lo prueba el que una embajada del mismo 1373 a Egipto a cargo de Pedro de Manresa para obtener la devolución de las reliquias de Santa Bárbara fuera rechazada por el mal humor del Soldán ante dichos ataques. La paz firmada no llegaría hasta unos años más tarde, 29 de Marzo de 1379.



  Por lo que respecta al estado del Mediterráneo en su parte más alejada, es decir hacia el mar Egeo y zona bizantina, las cosas no invitaban a la navegación pues desde 1359 Constantinopla estaba un poco más amenazada tras la derrota en Adrianópolis a cargo de Murad I, y en 1363 tras la batalla de Maritza en los Balcanes donde los turcos derrotaron a una coalición de Hungría, Serbia, Bosnia y Valaquia. Aun así, eran los años en que aún brillaban las expediciones almogávares a Atenas y Neopatria, y por ello no era del todo imposible encontrar barcos amigos de Aragón surcando aquellos rincones del Mare Nostrum.



  Al margen de todo lo ya indicado sobre el estado de las relaciones entre cristianos y musulmanes en esos años, y su repercusión en las actuaciones marítimas, no podemos tampoco dejar de analizar las causas puramente locales que pudieran determinar a un benidormense a lanzarse con su propia barca hacia las costas africanas en busca de botín.



  Son varias las circunstancias que debemos tener en cuenta. Sin poder hacer un estudio muy pormenorizado de cada una de ellas, cabe decir que todas apuntan a la constatación de un explicable estado de pobreza tanto en Benidorm como en su entorno. La necesidad acuciante inducirá, lógicamente, a sus vecinos más aguerridos a buscar fortuna en la lucha del corso.



  Por seguir un cierto orden cronológico, comencemos recordando que Benidorm, al igual que toda la zona valenciana y la península en general, se vio azotada por la plaga europea de la Peste Negra de 1348. La mortandad fue muy alta, citándose unas pérdidas de hasta un tercio de la población de Europa. En el reino de Valencia la repercusión fue terrible, como lo prueba el hecho de que se nos diga que en la misma capital, de unos 26.000 habitantes morían en el mes de Junio unos trescientos diarios y que algún día hubo en que se llegó a los mil. La epidemia alcanzó a todos los estamentos y lugares. La propia reina murió de la peste, así como importantes miembros de la Corte y del servicio real, lo que denota que no existía medio claro de enfrentarse a ella, mucho menos para el pueblo llano. En el entorno de La Marina, sabemos por ejemplo que causó la muerte de los párrocos de numerosas poblaciones (Guadalest, Polop, Penáguila, Cullera…), lo que dejó a numerosas iglesias de la zona sin asistencia religiosa, y de cuya terrible proporción podremos extraer conclusiones para la generalidad de la población.



  A ello le siguió pocos años después la Guerra con Castilla, llamada de los Dos Pedros, que iniciada en 1356 con la toma de Alicante y a pesar de varios períodos de tregua o inactividad, duró hasta varios años después. Fue también una guerra devastadora, incluyendo nuestra zona. A las destrucciones y saqueos de poblaciones y cultivos se añadió el despoblamiento de diversas localidades. En 1359 se asoló el poblado de Ifach desde el mar. En 1363-64 buena parte de los lugares del condado de Denia (al que pertenecía la zona de La Marina) habían sido atacados o permanecían aún en poder de los castellanos. La morería de Albalat fue saqueada; Bellaguarda sufrió un grave retroceso demográfico que hizo que en 1369 aún se le considerara “trencat e derocat”; de Finestrat se dijo que fue “derocat e fort destroyt”; el castillo de Polop fue destruido, y las alquerías de Alarc y Sanxet directamente quedaron despobladas al menos hasta 1376. En Callosa d´En Sarriá, aparte del daño físico, hubo un deterioro civil de gran trascendencia por las rivalidades entre diversas facciones de la comunidad musulmana (como reflejaron las denuncias de Mahomat Xadit contra Mahomat Caba –alamín de la localidad- y su partido). Tárbena vio reducida la recaudación de censos en un tercio aproximadamente, de una forma prácticamente irrecuperable. El mismo Benidorm se dice que fue atacado y su castillo tomado por los castellanos, constando que en 1364 hubo un intento frustrado de recuperarlo por parte de Aragón. Así pues, Benidorm y todo su entorno vieron arruinados en aquellos años sus medios de vida, molinos, defensas, así como se vio mermada gravemente su población, y se cita a los moriscos Caye Hagela y Abraham Caba cuyos pagos por diezmos se redujeron en tales años como muestra de la dificultad de satisfacerlos por la caída de la producción. El mal era general pues hacia el sur también se vivía una situación dramática, como lo prueba el que aún en 1376 y ante el declive demográfico de la huerta de Alicante, concediera el rey Pedro IV exención de impuestos a los repobladores durante 5 años siempre que permanecieran al menos otros diez, o que se le pidiera al rey permiso para construir un nuevo azud y acequia con que revitalizar los cultivos ante la insuficiencia por deterioro de las redes antiguas.



  Las desventuras no acabaron ahí, pues casi sin solución de continuidad Aragón se vio involucrado en la nueva guerra civil castellana suscitada entre el Rey Pedro I El Cruel y su hermano bastardo Enrique Trastamara. El entonces señor de Benidorm, infante Don Alfonso de Aragón y de Foix, acudió a la guerra en apoyo del pretendiente Enrique, siendo hecho prisionero en 1367 en la batalla de Nájera. Don Alfonso fue rescatado pero para ello fue preciso pagar una altísima suma de dinero, concretamente 75.000 doblas pactadas tras arduas negociaciones. El rescate conllevó además el acuerdo de que los dos hijos de Don Alfonso quedaran como rehenes; el hijo menor fue retenido por poco tiempo, pero el mayor y heredero del condado de Denia (y por tanto del señorío de Benidorm) permaneció en Borgoña hasta 1392. Doña Violante de Arenós, esposa del infante Don Alfonso (el viejo) recaudó en 1369 un préstamo de sus aljamas por 2.000 sueldos, y en 1376 otros 1.700 pero no ya como préstamo sino como contribución, lo que denota lo laborioso que fue reunir el importe del rescate. Aún en 1381 hubo de aprobarse otra contribución de 60.000 florines pagadera en 6 años por todos los vasallos del conde con este motivo.



  Así pues, a la peste y a las invasiones castellanas se sumó la obligación de pagar un altísimo rescate por el señor conde tras caer prisionero. Y no sólo esto, sino que el hambre también se cebó en esta zona durante los años centrales del siglo. Un indicio interesante para seguir los momentos de hambre son los brotes de peste posterior, pues ésta se cebaba más en aquellas regiones donde el hambre había mellado previamente la salud de los habitantes. La peste negra de 1348 fue precedida de una gran hambruna, hasta el punto de que 1347 fue llamado en Valencia “l´any de la gran fam”. La situación, no obstante, se arrastraba ya desde antes, y así el año 1333 fue llamado el “mal any primer” por su gran carestía si bien, como ha sido debidamente estudiado para los años treinta del siglo, las escaseces podían deberse a causas diversas como las situaciones climáticas o simplemente a dificultades de abastecimientos. Se ha apuntado también la posibilidad de que al orientarse la producción valenciana del siglo XIV a la exportación de productos especulativos como el arroz, el anís y el azúcar, ello fuera en detrimento de una producción propia de trigo y una dependencia grande de los suministros externos. El llamado “mal any primer” inició un período que llega hasta la peste de 1348 en el que Aragón se vio envuelta en la guerra con Génova por Cerdeña (precisamente en competencia con Génova por el granero sardo) y con Granada, así como años de malos climas que ocasionaron al reino de Aragón un verdadero problema de abastecimiento por mar. La escasez no fue sólo de trigo sino de otros muchos productos básicos como arroz, pasas o azebib, higos y algarrobas, y obligó a considerar éstos como “coses vedades” para la exportación, junto a otras como los caballos debido a la situación de guerra.



  En cualquier caso, parece factible afirmar que a una epidemia de peste es bastante probable que le haya precedido una época de cierta debilidad alimenticia que rebaje las defensas de los afectados. Pues bien, si nos atenemos a las epidemias del siglo XIV en el reino de Valencia, resulta que los brotes constatados ocurrieron en 1348, 1362, 1374-75, 1380, 1383-84 y 1395. Sobre la peste de 1374, en la crónica de Pere Maça sobre el reinado de Pedro IV, se nos dice que “fon gran fam en la terra, e aprés en l´any següent, fón mortaldat en aquest regne”. Vemos pues que la peste de 1374 se asocia con un tiempo de gran hambre, ocasionando además una mortandad especialmente grave entre la infancia lo que le valió el nombre de “la mortandad de los infantes”. Si esto ocurrió en 1374 en la ciudad de valencia, capital del reino, ¿cómo no deducir que en las poblaciones más pobres del reino no haya existido ya una gran hambre desde uno o dos años antes?



  Eso nos sitúa otra vez en el año 1373, el de la expedición del corsario benidormense Johan Maror, cuyos motivos para arriesgar la vida en un viaje a Berbería radiquen seguramente en un momento de especial hambre y pobreza derivado de todas las circunstancias antes apuntadas, y en el que nuestro corsario posiblemente haya viajado más en búsqueda de alimentos que de cautivos, sin perjuicio de que en su aventura obtuviera también unas presas que le reportaron su beneficio.



  



Bibliografía y Fuentes



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