En un lugar de
las Trinitarias, de cuyas criptas no quiero acordarme, moraba un cofre de muerto
con piel de corcho y hierro vencido, que daba miedo al miedo y veía menos luz
que una barrica de tinto visigodo. Entre las monjas de clausura yacía, tan
clausurado como ellas y callado cuatro cientos según un acta amarillenta,
removido con otros huesos como si los difuntos del convento bailaran una gavota
hasta no saber de quién el fémur y de quién la rótula, que después de Adán no
hubo costillas más saltarinas que las de la Trinidad.
Decía un
pliego de cordel que si de Cervantes eran, aquél gran escritor español a quien sólo
los no españoles apreciaban, al punto de que cuando en las noticias se dijo que
se buscaban sus restos pensó más de uno que hablaban de un alpinista. Los
alguaciles de Madrid reunieron hachones y alcuzas, bajaron por los escalones
mohosos de las catacumbas y entre tos y estornudo picaron el pasado,
destrozando el adobe para encontrar un novelista. Los doctores formaron una
multitud vestida de blanco como la Santa Compaña removiendo marfil viejo y con
cofias de cocinero para evitar que sus pelos vivos se engancharan con hebras de
pellejo cervantino.
-Tendremos que
abrir todos los nichos, Excelencia- Decían los doctores, asustados de tanto gusano
mudo. Así fueron despanzurrando una a una las momias con pinzas de relojero y
con muchos papelillos que ponían nombre a cada grumo, aquí una fecha, allí un
apellido, diez metros bajo tierra mientras a través de los hidráulicos se oía
el run-run de las monjitas rezando como si durmieran. La alguacil mayor y el
representante real visitaban de tarde en tarde las pesquisas, y hacían como que
miraban los libros de cuentas para simular celo, lo que hacían en menos que
canta un grillo para salir disparados a la chocolaterías de Atocha en busca del
aire vivo y el yantar caldo.
Pero el
malvado Cervantes estaba con Clavileño, el caballo de madera hecha cofre,
volando y mirando desde el tejado -como el diablo cojuelo- la búsqueda de los
Ministros. Los bultos blancos removieron y removieron la tierra, y clasificaban
cada churrasco sin tuétano como si fueran reliquias del Bautista, sin darse
cuenta de que por mucho que anotaran nunca darían con el pobre Miguel que hacía
mucho que no salía de Trinitarias alias Convento. Y no darían con él porque no
tenían ADN, que es como el Bálsamo de Fierabrás pero en ateo. Quizá esperaban
que entre mortaja y mandíbula hubiera un letrero que dijera: “Yo soy”, o que
una Trinitaria incorrupta señalara al ínclito con la nota “Ecce Cervantes”,
pero nada de eso ocurrió pues España ya no es mágica sino aburrida desde 1701.
¡Qué esperaban los sabios de Madrid!
Así que han
dicho “es posible”, como los posibilistas jesuitas de Carlos III, y se han
tragado huesos, cofres, tierra y batablancas, todo al archivo porque no hay ADN
ni suerte, ¡Ay de España, con huesos y sin la pluma! Quizá si la busca la hubiera
hecho El Zapatero Prodigioso (guiño para lectores) hubiéramos tenido más suerte,
pero no suframos, pues siendo Cervantes catalán como saben los hombres de bien,
y necesitando su honorable de todos sus votantes, hallará el modo de
identificarlo y de llevarlo ante una urna –no funeraria-. O sí-.