Quisiera saber por qué los humanos somos la única especie que no sabe
qué hacer con sus embriones.
Quisiera saber cómo nos mirarán los de dentro de 500 años, si como
pazguatos o como miserables, y por qué renunciamos a pensar sobre qué
deberíamos querer.
Por qué no nos interesa saber si hay un deber-ser respecto a los que
han de llegar e irse, y delegamos en cada cual lo que haga tras sus cortinas,
por aquello de que no hay moral imponible a nadie. Los concebidos se lavan en
casa como los trapos sucios.
Quisiera saber por qué decimos una cosa y hacemos la otra cuando nos
llega el turno, por qué nos llega y nos hacemos los sorprendidos.
En qué lugar de la historia nos dejamos tirado el saber de especie,
el saber de las otras especies. En qué momento nos contaron que ser racionales
era un triunfo.
Quisiera saber por qué, al hablar de embriones, me importa menos
saber desde cuándo tienen alma que saber desde cuándo la perdemos nosotros.
Quisiera poder ver bondad en las caras de las personas que defienden
posiciones tan distantes.
Quisiera cambiar el mundo para que nunca existiera este problema, o
que alguien me librara de verlo como problema, y del peso de pensar que la
indiferencia es vergonzante.
Quisiera entender por qué los humanos designamos las injusticias a la
carta y sólo peleamos contra aquéllas que menos nos atañen.
Me duele el abismo entre opiniones sobre la vida, y no reconozco a la
especie, quisiera saber cuál de las dos partes es la enferma porque es imposible
que ambas estén sanas.
Qué sentido tiene decidir que algo es intocable, y cumplirlo. ¿Nos
dignifica, nos embrutece?
Quisiera que el premio de la decisión estuviera en la propia acción y
no en una ley ni en un cielo.
En algún momento hemos diseñado mal nuestra sociedad, pues no es
posible que creamos que ésta funciona hasta que una naturaleza imparable irrumpe
en ella.
Quisiera saber cuánto tarda una ola en borrar estas frases, escritas
en la arena.
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