jueves, 28 de agosto de 2014

CASTELAR EN BENIDORM, LA GUERRA DE ÁFRICA Y EL HÉROE FRANCISCO LANUZA (PARTE I.- CUANDO CASTELAR DESCUBRIÓ BENIDORM)



Emilio Castelar viajó a Benidorm en el verano de 1859 cuando apenas era un joven de 26 años. De aquella visita nos dejó una descripción emocionada a la par que interesante, tanto por la referencia a ciertas personas como por las vivencias que refleja. En los mismos días de su visita, sin él saberlo, se estaba iniciando en Africa una guerra en la que el propio Castelar pondría poco más tarde el máximo interés. Seis años más tarde –Agosto de 1865-, en el océano Atlántico y por la Guerra del Pacífico, el benidormense Francisco Lanuza participaba en una acción naval de la guerra contra Chile y el Perú, a bordo de la fragata Gerona capturando un buque enemigo. Existe un hilo entre estos acontecimientos que vale la pena recorrer despacio. 

  Comencemos por el día en que Castelar descubrió Benidorm. Su descripción de la estancia en esta villa fue recogida en un extenso artículo publicado en el periódico La Discusión el 1 de Septiembre de 1859. El tono del artículo es grandilocuente y romántico, cosa comprensible pues ése era el estilo habitual de la época en la que, por cierto, Castelar destacó por su oratoria. Hoy nos puede parecer algo barroca, pero lo más valioso de ella no es el estilo sino el cúmulo de emociones que el joven escritor y político nos dejó inmortalizadas con precisión pictórica. 

  La emotividad de Castelar al escribir su artículo viene también determinada por cierto dolor y cierto luto que, según él, afectaba a casi todos los que con él viajaban, incluyendo a su hermana Conchita (unos 16 años mayor que él, y a la que siempre estuvo muy unido). Lo dice con las palabras ”…y nosotros, esta colonia venida de Madrid, que todos hemos traido grandes penas y todos llevamos pérdidas irreparables, y casi todos arrastramos luto…”. En el caso de los hermanos Castelar, el dolor debía provenir de la muerte reciente de su madre Antonia Ripoll (el 4 de Febrero de 1859), cuyo fallecimiento encontramos en el diario El Clamor Público de 5 de Febrero: “…falleció…ayer la madre del señor Don Emilio Castelar, conocido escritor, y catedrático de la Universidad Central”). Tres días después leemos en uno de los periódicos en que Castelar colaboraba, La América, de 8 de Febrero de 1859: “Ha fallecido la madre del Sr. D. Emilio Castelar; acompañamos en su profundísima pena a nuestro distinguido colaborador y amigo”. El 18 de Febrero, el joven poeta José Martínez Monroy escribirá una elegía a la madre de su amigo de la infancia, que será publicada en La Discusión de 27 de Febrero en primera plana, lo que denota el papel relevante que Castelar detenta en la publicación. 

  Al hilo de lo anterior, parece que la visita hubiera sido propiciada por motivo de amistad antes que cualquier otra cosa, y que el inspirador de la misma hubiera sido el entonces alcalde Francisco de Paula Orts, al que Castelar se refiere como amigo de la infancia. En ocasiones se cita a Don Juan Tous como el contacto benidormense de Emilio Castelar, por el hecho de que éste se alojara en un inmueble de propiedad de aquél. Al margen de esto, sí parece que en el presente artículo se habla de Thous como si Castelar le hubiera conocido precisamente en esa visita, y no antes, mientras que Orts se muestra como amigo de la niñez. Ello nos permite suponer que fuera Orts y no Thous quien sugiriera a Castelar el reponerse de las penas recientes pasando unos días en la apacible localidad alicantina. 

  El Castelar que acude a Benidorm es, además de un hijo apenado, un incipente activista y sobre todo un intelectual formado. Será ésta última faceta la que más influya en su artículo sobre Benidorm, en el que las anotaciones culturales, históricas y personales van a pesar mucho más que las de juicio crítico sin perjuicio de que, como podremos analizar, el joven Emilio no pueda evitar deslizar algún párrafo reivindicativo –por ejemplo sobre lo militar- entre tanto panegírico a la belleza y armonía benidormenses. 

  El peso humanista del artículo viene en gran parte inducido por la obra que Castelar había concluído el año anterior. En efecto, en 1858 publica la primera parte de su libro “La Civilización en los primeros siglos del Cristinanismo”. Por ello, en 1858 y comienzos de 1859, Castelar se encuentra todavía embriagado por sus años de estudio sobre los tiempos pasados. La antigüedad le seduce e impregna todo lo que observa, de modo que al viajar a Benidorm a sus 26 años (aún no había cumplido 27 pues su nacimiento fue un 7 de Septiembre y para esa fecha ya habrá terminado su visita), no puede eludir ver en todas partes sus amadas referencias grecolatinas. 

  Pero dejemos ya que el propio Castelar nos cuente su primera visita a Benidorm (hemos respetado en parte la ortografía original por razones de estilo):
 

LA DISCUSION

Benidorm 1º de setiembre de 1859.

Mi apreciado amigo: La vida en el mar es la vida de la zozobra y de la incertidumbre; pero también, por lo que he sentido, se me alcanza que es la vida más cercana a la naturaleza. El arte del hombre ha hecho muchas cosas grandes; ha leido los secretos más recónditos de Dios en el cielo, auxiliado por el telescopio; ha bajado a las profundidades de la tierra a sorprender en su cuna los metales; ha ojeado como un gran libro nuestro globo para conocer su historia; ha encadenado la impalpable electricidad, y oprimido en sus manos el tenue vapor; pero todas estas maravillas, fruto de una larga experiencia, son poco sorprendentes cuando se considera el esfuerzo que hicieron los primeros navegantes para fiar su vida a débil leño; estender la ligera lona, recien sacada de los hilos de las planas; aprisionar en ella el viento que encrespa las olas, y perderse, sin brújula, sin norte, como el ave marina guiados por un instinto divino, en el ignorado mar, en sus inmensos espacios, hermosos como el cielo, pero solitarios como el abismo. Y sin embargo, el mar atrae, el mar llama al hombre como un amigo querido. Cuando se tiende el hombre en la barca, y oye el ruido del viento en la lona, y recibe las gotas de la fresca agua en la frente, y respira la húmeda brisa que ensancha el pecho, y se abisma en el inmenso horizonte, y ve rizarse la ola que besa la barca, y perderse a lo lejos el surco de blanca espuma producido por la quilla, y centellear a sus costados el agua reverberando la luz de los celos; y siente que vuela suspendido entre dos abismos insondables e infinitos, y que desafia a todos los elementos y a todos los tiene bajo el dominiio de su inteligencia, en esos sublimes instantes, tan solmenes, tan grandes, su vida se dilata, crece su alma como el horizonte, sus ideas toman la magestad de aquel gran espectáculo, y se exalta su dignidad de hombre, porque conoce que su pensamiento, sí, su pensamiento, encerrado en el estrecho cerebro, es más grande y más poderoso que aquel mar que parece desbordarse y no caber en el globo.

Yo, desde que me encuentro aquí, he sentido todas estas emociones, porque mi vida ha sido una continua comunicación con el mar. Voy a hablarle a V. de los espectáculos que más me han conmovido, y le hablaré sencillamente, de la manera que más se acerca a la naturaleza. Uno de los médicos de esta población, D. José Perez, antiguo correligionario nuestro, me invitó a dar un paseo por el mar. Era una de esas noches de estío, en que la luna resplandece como si fuera el alba de un nuevo día. El mar estaba tan sereno y tan tranquilo como un lago dormido. Ni una onda rizaba su celeste superficie, sus mansas aguas. La orilla estaba desierta, y se mezclaba al chirrido del grillo de los vecinos campos el eco lejano y perdido de algun cantar de pescadores. En la misma arena subí, acompañado por mis queridos D. José Orts y Llorca y D. Vicente Zaragoza y Fuster, a la barca, que estaba varada. Los marineros que nos esperaban impulsaron desde la arena la barca al mar como si fuera una leve pluma. En un instante nos apartamos de la orilla, y atravesamos la punta de Canfali, dirigiéndonos a la sierra del Arabí. El cielo estaba claro, sereno; algunas estrellas se aparecían indecisas entre el resplandor de la luna; los remos se movían acompasadamente sobre el mar, produciendo una cadencia indescriptible, y las gotas, que al levantarse y caer desprendían, iban descomponiendo en tenues matices la luz; el agua estaba tan límpida y tan clara, que se veía hasta el fondo, y en el interior del mar la luz de la luna ondulaba en las arenas, o formaba una mezcla de varios reflejos y dudosas sombras entre las halgas, como si recamara de plata sus leves cintas el aire perfumado, que nos mandaban las costas, era tan suave, que sin rizar el agua refrescaba nuestros rostros; alguna que otra vez los peces pasaban a nuestra vista dejando una claridad parecida al poético brillar de una luciérnaga, y aquella vida que se desprendía de todo cuanto nos rodeaba, y que envolvía y animaba a tantos seres, y revestía tantas y tan múltiples formas, llegaba, hasta confundirse en nuestra alma, como una nueva y más pura y rica savia. Yo llevaba el alma llena de pensamientos tristes. La estela fugitiva que dejaba nuestra barca, la fosfórica luz de los peces que se perdía instantáneamente, el viento que pasaba, los objetos que se desvanecían a mi vista, entre los rayos de luna, todo me recordaba las muchas almas amadas que he perdido en mi corto camino, hojas caídas del árbol de la vida a la insondable eternidad, de la cual me ofrecía una imagen viva la inmensidad del mar.

   Por fin llegamos a la sierra del Arabí, donde íbamos. El silencio de la noche era sublime; los altos picos, que salían como colosales columnas del fondo del mar; los escollos que la espuma coronaba; el sonido de las olas en las grutas; la luz de la luna que rielaba en las aguas; los remos, que parecían hacer palpitar de amor la celeste tranquila supericie; el cántico de los marineros, melancólico y dulce como todo cuanto nos rodeaba; las luces del pueblo, que se perdían en el indeciso límite del horizonte; el cielo transparente y deslumbrador sobre nuestras cabezas; el mar claro y sereno, y matizado bajo nuestras plantas; la húmeda brisa acariciándonos el rostro; la vecina ribera repitiendo el zumbido de mil insectos; las peñas lamidas por el mar, ocultando bajo su verde musgo tantos diversos mariscos; el agudo grito del ave nocturna, que me hería como un gemido; todo cuanto veían mis ojos, todo cuanto escuchaban mis oídos, me recordaba los torrentes de vida que corren desde el seno del Creador por los espacios, y me infundía el deseo de acercarme a la fuente de todo ser, y refrescar en ella mis secos labios, sedientos de lo infinito.

Quisiera poder describir a V. con fidelidad la sierra del Arabí, en el lado que el mar lame, que el mar acaricia. A la luz de la luna, entre la indecisión de las sombras, sus peñascos desgajados, medio cubiertos por el agua, parecían columnas rotas, estatuas mutiladas, ruinas de templos, aras hechas mil pedazos, altares antiguos heridos y destrozados, dioses que el mar estaba devorando; en una palabra, el naufragio de un pueblo, de una civilización. Yo algunas veces temblaba delante de aquellos escollos inmensos, que se perdían en el cielo, y que parecía que al menor beso de la tranquila ola se embreaban, amenazando desplomarse sobre nosotros. Nuestra barca corría entre los escollos, tropezaba en las montañas, parecía un anfibio, que así se movía entre las aguas como se deslizaba sobre las piedras. Pero lo que más me sorprendió fue entrar en la barca, en una barca de diez remeros, por una estrecha abertura, dentro de una gruta, que no parecía sino que nos encontrábamos en uno de aquellos palacios que los paganos (¿tiagían?) para sus dioses marinos en el fondo de las verdes aguas. El rayo de la luna penetraba por la entrada de la gruta, y tenía sus profundidades en ese reflejo, que solo puede compararse a la dulce melancolía de una alma enamorada; el agua se dormía blandamente sobre un bosque de plantas marinas, que de sus hojas despedían de vez en cuando una tenue luz azulada más breve que un relámpago; la brisa hacía resonar las concavidades de la gruta con un eco que semejaba la voz de aquellos peñascos, nota dulcísima del eterno cántico de la naturaleza; el espacio donde el mar no alcanzaba lucía arenas doradas, conchas, caracoles, varias matizadas piedras, y las paredes cubiertas de musgo fresquísimo, y el techo que destilaba algunas gotas de agua dulce y regalada, que caía sobre nuestras cabezas y el murmullo de las ligeras olas que besaban las piedras; todo, todo era un encanto, y casi me obligaba a suspenderme sobre aquellas aguas trasparentes, para pedirles un secreto de su vida, una inspiración, el eco de uno de sus dulces rumores, con que poder cantar la indefinible tristeza que aquella gruta misteriosa derramaba en mi alma. Nuestro amigo el doctor saltó a tierra, sacó un largo puñal, hizo que un niño encendiera un hacha, y empezó a perseguir a los mariscos, de que está poblada la cueva. Esto aumentaba lo estraño del espectáculo. El hacha desvanecía las tinieblas de las profundidades adonde no alcanzaba el rayo de la luna, y parecía entre aquellas grandes piedras como el fuego de un holocausto en un altar  de los antiguos celtas. Efecto de mi amor entrañable a los recuerdos clásicos, de ese amor que cada día es en mí más profundo, nuestro amigo, moreno como buen meridional, ágil y ligero como los hombres de las montañas, nadador habilísimo como los hombres de la costas, que ora se deslizaba sobre las piedras a gatas, ora se sumergía en el fondo de las aguas, ora se enredaba entre sus halgas, ora se escondía y tornaba a aparecer con su presa entre las manos envuelta en plantas marinas, semejaba a mis ojos la aparición del dios Glauco, del dios querido de los pescadores, que venía a traernos los tesoros del mar. Por fin, a las altas horas de la noche volvimos al pueblo con un mar ligreramente rizado por la brisa, acompañados por la luna, sin encontrar más que alguna lancha de pescadores o alguna barca cuya vela parecía a lo lejos el ala de una gaviota rozando la superficie del mar. El recuerdo de esta noche será imperecedero en mí. La contaré como uno de esos instantes en que el alma está más cerca de la naturaleza, y por consiguiente más cerca de Dios.

  Era necesario ver los horizontes de día, y a la luz del sol, y contemplar lo mismo que habíamos visto de noche a la luz de la luna. A esta espedición me invitó el alcalde de este pueblo, D. Francisco de P. Orts y Llorca, amigo mío de la infancia, cuyos finos amables obsequios nunca agradeceré bastante, tanto más gratos para mí, cuanto que se ligan a dulces recuerdos de la edad pasada, de esa edad en que sentimos sin dolor deslizarse el tiempo, y cada vez que el sol se levanta nos trae una nueva esperanza, una nueva ilusión. Emprendimos nuestro corto viaje en una hermosa barca; doce marineros bogaban, y nuestra pequeña embarcación volaba, cortando las olas con la ligereza del aire. No puede darse una alegría más franca, ni una conversación más sincera que las de aquellos doce  jóvenes, atléticos, tostados por el aire y el sol, moviendo los remos a compás y cantando al compás de los remos con esa confianza en el mar, que fue ayer su cuna, que tal vez sea mañana su sepulcro, y que los alimenta, y los festeja, y los alegra como que son sus hijos. Algunos días despues, hallándome en el castillo al anochecer, oi unos grandes lamentos que venían de la playa. Eran voces de mujeres, que herían los aires; voces impregnadas de ese dolor infinito, que solo puede espresar el llanto de la mujer. Como mis penas están aun tan recientes, y mi corazón tan afligido, aquel amargo llorar me inspiró un doble interés, y corrí a enterarme de lo que sucedía. Sucedía que los jovenes de la matrícula, de esa quinta terrible del mar, se iban a servir, como aquí se dice, al rey, tal vez a morir en el clima ardiente de América. Entre ellos se iban nuestros doce remeros. ¡Infelices! Dejaban su pueblo, su casa, sus playas tranquilas, su hermoso y celeste mar, su cielo purísimo, sus encantadores campos, su barca, sus redes, para ir forzados al clima ardiente de los trópicos a sacrificar su libertad, necesaria y grata a todo hombre, pero más necesaria, más grata aún a ellos, que han crecido en la inmensidad de los mares, luchando con los vientos y viviendo la vida sencilla e ingenua de la naturaleza. Y todos aquellos jóvenes tenían seres queridos, y se dejaban tal vez para siempre las dulces prendas de su amor, y se iban oyendo resonar en el aire el amarguísimo lamento de sus madres. ¡Oh! El dolor me partía el corazón, y mi único consuelo era pensar que con mi palabra y con mi pluma había protestado siempre contra tamañas injusticias.

   Pero volvamos a mi espedición. Me acompañaban, además del joven alcalde de este pueblo y del distinguido catedrático de la universidad central, D. Ramón Torres Muñoz y Luna, el inteligente abogado D. José Orts y Jorro, con sus dos amables hijos. El Sr. Orts me iba esplicando todas las particularidades de la costa con gran minuciosidad. De vez en cuando se descubren algunos restos de antiguas atalayas que recuerdan la huella de la dominación arabe, inestinguible en nuestro país. Andaba distraído, oyendo su relación, cuando de pronto lancé un grito involuntario de entusiasta sorpresa. Habíamos pasado la punta del Caballo, y parecía como si una mano mágica hubiera descorrido una inmensa cortina. Cerca de nuestra barca, una pequeña isla, escollo eminente, cuyo color violeta contrastaba con el velo de espuma de que le cubrían las olas; a la izquierda, los altos picos del Arabí encendidos por un color de púrpura fuerte, que les daba el aspecto de un lejano volcán; a la derecha, el horizonte infinito, variado solo por algunas blancas gaviotas que se mecían en los aires; al frente, la gran montaña de Ifac, a cuyo pie duerme Calpe; aquella montaña querida de los fenicios, y que por su corte y por la armonía dentro del mar, y teñido de un reflejo celeste por los arreboles del aire; y para que nada faltara de este cuadro, mientras el sol temblaba sobre su ocaso, cubriendo con un matiz sonrosado las olas ligeras y espumosas, la blanca luna, cerca ya de su plenitud, se alzaba por el Oriente, y el cielo parecía trasparentarse más, como si quisiera mostrarnos el gran artista que, inclinándose sobre los abismos, obró con su palabra creadora las maravillas de la naturaleza.

Después de contemplar tan maravilloso espectáuclo, llegamos a una de las cuevas abiertas en la roca, y allí desembarcamos por algunos brevísimos instantes. La cueva parecía presentarnos una de esas grandes catástrofes de la naturaleza; peñascos desgajados, montones de arena que tenían la forma de antiguas tumbas, piedras esponjosas arrojadas por el mar, terreno cortado y escabrosísimo, aquí una pirámide verdosa que las ondas cincundaban con sus espumas, allá una escondida gruta, madriguera de un lobo marino; en los altos pico nidos de halcones y de águilas; bajo nuestras plantas un puente natural abierto en la roca al borde de los abismos, y sobre nuestras cabezas las piedras suspendidas, amenazadoras, como un arco ruinoso, destilando agua dulce, que los marineros recogen cuidadosamente en pequeñas pilas, agua fresca y grata como la lluvia en el desierto, que venía a animar aquela soledad, pues sus cristalinas pequeñas gotas parecían lágrimas, como el resonar del viento en las insondables profundidades (¿flagia?) un largo y amarguísimo gemido. Nuestro amigo nos hizo beber agua de aquella peña. Hincamos la rodilla en tierra, y pusimos los labios en el agua, y mientras tanto las gotas mojaban nuestras espaldas y nuestras cabezas. Por fin, cuando ya la noche venía a más andar sobre nosotros, emprendimos la vuelta a Benidorm. En la proa de nuesta barca ardía una gran porción de tea, cuyo humo se perdía en los aires al par que la estela se perdía en las aguas. Un antiguo marino, de pie sobre la proa, con la fitora, una especie de estoque, en la mano, pescaba agujas, un pescado parecido a la anguila, que salta del mar y se sostiene algún tiempo en el aire y es traspasado allí por la habilidad de los marineros. Volvimos al pueblo sin novedad alguna, con el alma llena de esas grandes impresiones que siente el corazón y que difíclmene puede espresar mi tosca pluma. Reciban mis amigos el testimonio de mi gratitud. La vida, en comunicación con la naturaleza, es más dulce, y las penas pierden su acritud, conservando solo esa solemne tristeza que, si atormenta, eleva el alma.

   Preciso es confesar que si he ido buscando la naturaleza, la he encontado en este pueblo; la naturaleza, cuyo esplendor no puede conocerse en ese árido y empolvado Madrid. Una tarde estábamos varios amigos bañándonos, y pasaron en una lancha algunos pescadores. Los detuvimos, y les rogamos que nos consintieran auxiliarles en su pesca. Subimos a la lancha, dimos fuerza a los remos, bogamos, tendimos las redes con cuidado, tornamos a tierra, cogimos la cuerda como todos hacían, tiramos con esfuerzo pero con alegría, porque el gran peso de la red nos aseguraba gran pesca, y después de algún esfuerzo vimos con un placer sin igual a nuestras plantas saliendo vivos, como si estuvieran aún en su propia atmósfera, peces de todos tamaños, de mil varios matices, que eran recibidos por los pescadores con grandes gritos de entusiasmo: sencillo, pero tierno cuadro; la barca en el mar, las redes en la arena, los pescados saltando, la alegría pintada en todos los semblantes, la Providencia manifestándose visible en esas fuentes inagotables de vida que ha abierto en toda la creación.

   Ya estaba aquí algunos días, y aún no me había entregado a un barco de vela, aún no había, pues, volado sobre el mar. Mi franco y cariñoso amigo don Joaquín Thous me preparó un falucho, dirigido por un hábil piloto, y fuimos a la isla Plumbea, aun no visitada por mí. Confieso que muchas de mis emociones parecerán pueriles al que no sienta ese amor que siempre me ha inspirado la naturaleza. Aun no habíamos estendido nuestra vela, cuando ya vino el viento a henchirla y a rizarla. El ruido del viento en la lona, como el ruido de las olas en los costados del buque, es la música del marino. Yo, que suelo apropiarme a todas las circunstancias, abría el pecho para recibir aquel aire lleno de oxígeno, que así purificaba mi sangre, como traía en sus alas a mi corazón esa poesía del mar, vaga e indescriptible. La vela temblando, el buque partiendo las aguas, la espuma levantándose hasta salpicar nuestra frente, la estela apareciendo y borrándose, la hinchada ola viniendo amenazadora y bajándose como para besar la quilla, la luz de la luna inundándonos con sus suaves resplandores, los marineros con sus trajes blancos y azules como el color del mar, de pie unos recostándose en el palo mayor, tendidos otros en los costados del barco, la isla creciendo como una gran sombra a medida que a ella nos íbamos acercando, la luz de las hogueras que los percadores encendían en lo alto, las costas perdiéndose ente las brumas de la noche, me inspiraban ese deseo de volar sobre el mar, deseo instintivo del alma, que, como la golondrina, siente un impulso ciego a mudar de nido, de aposento, de horizontes, sobre todo cuando se halla poseída de esa gran tristeza, que es la nostalgia del cielo.

  Depués de un largo arrobamiento comencé a conversar con estos intrépidos marineros. No puede V. imaginarse cuán grata y cuán sabrosa fue para mí su conversación, animada y pintoresca. El marinero, siempre entre dos abismos, avezado al peligro, luchando con los vientos, midiendo en las estrellas su ruta, creciendo en valor a medida que crecen las tempestades, acostumbrado a ver venir la muerte en cada alta ola que levanta el viento, viajero incansable como las corrientes, como las brisas, encerrado en un estrecho barco, pero dilatando su espíritu por horizones inmensos, connaturalizado con todos los climas, tan dispuesto a atravesar por los mares eternamente helados, como bajo el sol candente de los trópicos; tan feliz en el golfo celeste de Nápoles, como entre las anteradas olas del mar Cantábrico; retratando en su imaginación con igual fidelidad un país de la helada Terra-Nova, que un país del Africa; tiene en su conversación, en su trato, la poesía primitiva, ingenua, que ha de brotar necesariamente de esos espectáculos tan varios y tan grandiosos, de esa conciencia de su fuerza, de esa variedad infinita vida que tiene por hogar los mares, por techo patrio los cielos, por guia los astros, por patria todas las riberas del globo, por descanso la continua lucha, por único testigo a Dios. Y ya puede V. comprender cuán varia sería la concersación con hombres que han tocado en las riberas del Africa, del Asia y de América,  que han tenido la vida del mar con todos sus peligros. En estas sabrosas pláticas llegamos a la isla. Un olor fuerte de plantas marinas nos anunció la proximidad de este gran peñasco. La isla es la punta saliente de una cordillera, que el mar ha dividido y ha roto. Al Oriente se eleva muchísimo, y al ocaso desciende hasta quedarse a flor de agua- Su terreno es pedregoso y árido. Algunos acebuches se ven por allí esparcidos, y los nopales crecen con gran abundancia, y le dan el aspecto de un paisaje asiático. A la parte oriental hay grandes cavernas, a cuya entada las olas se entrechocan y besan los altos peñascos, volviendo a caer convertidas en una gran catarata de espumas. Por todas partes se ven precipicios amenazadores, que tienen cierta atracción, porque en el fondo se oye la música de las aguas y de los vientos. Desde la cúspide hermosa de esta gigantesca columna alzada sobre el mar se descubre un gran cuadro. Nosotros no pudimos vislumbrarlo porque era de noche. Bajamos a tierra, subimos corriendo a la cima de la montaña, preguntamos a los pescadores que allí estaban si habían tenido buena suerte, encendemos en lo más alto una gran hoguera para anunciar al pueblo nuestro arribo, vimos un peñasco inaccesible donde anidan los halcones, contemplamos el mar, que estaba hermosísimo, contamos los faros que se descubren en las costas, y concluímos por alabar a Dios en aquel templo, que tenía por ara un peñasco, por bóveda el cielo, por órgano las brisas y las olas, por lámpara la luna suspendida del zénit y por incienso el aroma de las plantas y los blanquecinos vapores de la noche.

   Voy a concluir esta carta describiendo a V. una noche de un paseo y de una pesca en el mar; una noche verdaderamente veneciana. Este espectáculo fue concebido con gran inteligencia y dispuesto con suma precisión y habilidad por D. Juan Thous, hombre de una grande y rica fantasía, al cual debo un plácido retiro en este pueblo, pues me ha abierto las puertas de su casa y me ha ofrecido en ella una hospitalidad tan franca, tan dulce, tan fina, que difícilmente podría encarecer cual se merece. Nuestro amigo nada nos dijo de lo que había concebido, y nosotros, esta colonia venida de Madrid, que todos hemos traido grandes penas y todos llevamos pérdidas irreparables, y casi todos arrastramos luto, nada sabíamos de lo que se preparaba. Creíamos que se trataba de un sencillo paseo por el mar, pues ningún preparativo había llamado nuestra atención. Empezaré por decir las personas que asistimos a este paseo, cuyo recuerdo será en todos imperecedero. Ibamos el señor general Salcedo con su fina y graciosa hija Mariana; el señor D. Jose Linares, uno de mis mejores y queridos amigos, acompañado de su amable esposa y de su bella prima doña Cristina Baldebo; el joven catedrático de la universidad central D. Ramon Torres Muñoz y Luuna, con su hermosa hija Carmen, la distinguida y simpática señora del agente de bolsa Sr. Rodríguez; D. Francisco Thous y sus sobrinos D. Juan y D. Joaquin Thous, con su linda y amabilísima hermana Catalina; el señor ayudante de marina D. Francisco Roig; D. Francisco P. Fuster los médicos de esta población, D. José Orts y D. José Perez; el inteligente y simpático abogado D. Vicente Llorca; el señor D. Pedro Ortuño, uno de los jóvenes que por su talento más han de honrar a Benidorm, su patria, y por su decisión más servicios han de rendir a la democracia; su partido; el piloto D. Jose Llorca y Ors, y su padre, anciano que cuenta más de setecientos viajes; el hábil marino que ha arrastrado sus setenta años por el mar, D. Antonio Morales; otras muchas personas cuyos nombres siento no recordar, y mi hermana y yo.

  Era una de esas noches encantadas del estío, en que el aire de las orillas del mar, cargado de humedad,  forma un ambiente delicioso y suave. Las brisas dormían, y sin embargo la noche era fresca. El cielo estaba sereno, sin una nube, y a pesar de no haber luna, las estrellas iluminaban con sus dudosos pero poéticos resplandores todo el horizonte. Pocas veces he visto un cielo tan claro, ni estrellas tan lucientes en el rigor del estío. El mar no se movía, no se rizaba ni en una ola; era un lago, retratando en sus tersos cristales los astros; y parecía haberse recostado blandamente en la arena, al pie de la roca, haberse dormido para sentir el placer de que el hombre jugase con sus aguas, como un fiero león que dejara acariciar sus guedejas por las débiles manos de un niño. En el momento en que debíamos partir, en lo alto del Puig-Campana, la sierra que domina el mar y todas las cordilleras del contorno, se vio ader una inmensa hoguera, que parecía tocar con su fuego el cielo. Confieso que aquel fuego elevado en una altura eminentísima, encendida por una mano desconcoida para nosotros, luciendo de tal suerte, que unas veces, por el viento que corría en aquellas alturas, semejaba un volcán, y otras una estrella que desde la tierra subía al cielo; aquel fuego me parecía como la llama solitaria del (¿genio?), que elevada en las alturas de la sociedad para iluminar a los siglos, está siempre combatido por las tempestades. Aún no se había dado la señal de Puig-Campana, cuando un fuego igual apareció en la cima de la alta y solitaria isla Plumbea. Este fuego, que se reflejaba en las celestes y dormidas aguas del mar, de este mar Mediterráneo, tan lleno de recuerdos clásicos, parecía a mis ojos como un holocausto en los mares y en los templos de Grecia. Así que Puig-Campana y la isla coronaron de fuego sus cimas, aparecieron en las montañas del Arabí, en la punta del Pinet, que cierra la playa oriental de Benidorm, una luminarias tan bien dispuestas y concertadas a la orilla misma del mar, que formaban como una galería mágica, como un palacio iluminado, surgiendo del seno mismo de las ondas. Yo, desde lo alto del castillo, miraba todo esto, y crea V. que aun me parece una ilusión, aun creo que he soñado y que la realidad es una página caída de un poema marino, por su incomparable poesía.

   Aún no se habían iluminado estos puntos, cuando ya se deslizaban bajo las peñas del castillo varias preciosas barcas, todas iluminadas, en proa y en popa. En el silencio de la oscuridad de la noche, sobre aquel amor dormido y tranquilo, y de aguas tan cristalinas, las luces se retrataban con tan gran fidelidad, que todas las que había en el aire se veían dentro del mar. Las barcas formaron un luminoso cuadro delante del mismo castillo, y en su centro se descubría un gran falucho, sin luz alguna, envuelto en las sombras. Mecíanse dulcemente las barcas sobre el mar, que retrataba sus poéticas luminarias, cuando del fondo del falucho se elevó una música armoniosísima, música que sonaba aires marítimos, y vertía con sus dulces cadencias, repetidas por los ecos del mar, tristeza consoladora en el alma. Despues las barcas comenzaron a desfilar, dirigiéndose de dos en dos a la orilla, para que pudiéramos embarcarnos más fácilmente. El espectáculo era grande. Mientras nuestras barcas, precedidas por una pequeña lancha, en cuya proa ardía un gran montón de tea, se adelantaban por las playas orientales, las luces fantásticas y azuladas de la punta del Pinet se estendían y se aumentaban, acercándose, y formando como una guirnalda de estrellas caída sobre las aguas claras y trasparentes del mar. Las barcas iluminadas, el fuego de la tea que elevaba una columna de oloroso humo, las luces que corrían por la orilla, la música de que estaban impregnados los aires, en este mar que hollaron por vez primera las quillas de las barcas griegas, que ha llevado sobre sus ondas la verbena de los sacrificios antiguos, que lame aún en sus aguas trasparentes las ruinas del templo de Diana, que duerme en brazos del Calpe fenicio, que todavía parece mecer entre sus olas esmaltadas de varios colores la sirena de los grandes poetas, y todavía conserva los perfumes del artístico paganismo, semejaba una de aquellas teorías o procesiones religiosas que los antiguos celebraban después de puesto el sol, para tener propicias a las divinidades marinas, y esperar ver aparecer por el horizonte bogando la barca de la popa de oro y las velas de seda, saludada por los himnos pindóricos, ceñida con las rosas y los mirtos de la Jonia, trayendo el dios, objeto de aquel culto, porque donde quiera que hay arte, allí siento yo siempre el recuerdo de la nación, que es la eterna musa de la historia.

  Nosotros nos embarcamos en medio de los saludos de muchas gentes que se estendían por las riberas. Puig-Campana, la isla, la punta del Pinet iluminando la costa y siendo como el marco del cuadro; el agua serena y trasparente, el céfiro sin fuerza para rizar las olas, derramando con su leve soplo en la mar los aromas de la tierra; los vecinos campos, en que se descubrían las luces de alguna que otra casa perdida en la oscuridad; la música que el eco repartía, los barcos iluminados y esparcidos con ordenado desorden, los pescadores corriendo de un lado a otro con hachas encendidas en la mano, las pequeñas lanchas donde iban de pie algunos marineros pescando, cos sus largas fitoras, y cuyas hogueras de tea teñían de un color sonrosado las aguas; los alegres gritos de la muchedumbre de la orilla, el olor de las plantas aromáticas que en nuestra falúa había, las esclamaciones de los pilotos que nos dirigían, la hermosura del cielo, lo fresco y regalado del ambiente, formaban un conjunto tal, que no puede describirse; porque es imposible que la pluma conserve aquellos aromas, aquellos sonidos, aquellos reflejos, aquella animación, aquella vida.

  Doce remeros impulsaban nuestra falúa, que corría sobre las aguas como un pez, y más de ochenta marineros formaban la tropulación de nuestra escuadrilla. Cuando hubimos recorrido algún espacio, nos detuvieron para ver la pesca. En efecto, desde el pueblo hasta la punta del Pinet había una porción de redes tendidas qe puede decirse cubrían casi toda la playa. Aun no habían empezado su tarea los pescadores, y ya nos traían las redes llenas de peces, que saltaban vivos a nuestra falúa y que reflejaban en sus escamas plateadas la luz centelleando y produciendo mil varios reflejos. Recorrimos uno por uno todos los puntos donde estaban pescando, y era de ver el efecto que producían desde nuestra falúa los pescadores que corrían de un lado a otro gritando y agitando en sus manos sus hachas encendidas, cuyas pavesas iban cayendo y apagándose en el mar. Parecía que estábamos en tierra, que nuestra falúa se deslizaba sobre arena, porque a nuestro alrededor, unas veces nadando, otras corriendo, si era posible hacer pie, se encontraba una gran multitud, que ora encendía nuevas luces, ora cantaba las canciones marineras dentro del agua, ora impedían que varásemos, ora nos seguían por gusto a todas partes, y nos tiraban los pescados que nosotros recogíamos, y a todo convidaba la noche y este mar que es verdaderamente amigo del hombre.

  Cuando ya nos habíamos alejado bastante del pueblo, comenzaron a hendir los aires los cohetes arrojados desde el barco donde iba D. Joaquín Thous, y sus luces, al llover sobre el mar, teñían de toda suerte de colores las sensibles aguas. Estábamos descuidados y distraídos con lo maravilloso del espectáculo, y de pronto nos sorprendió una voz de tenor dulce, sensible, armoniosa, que desde el falucho oscuro donde estaba la música comenzó a cantar unas barcarolas. El silencio de la noche, la tranquilidad del mar, que no producía ningún eco, ningún sonido; la brisa que nos traía aquellos acentos perdidos en la inmensidad; lo triste del canto que parecía un quejido, lo apropiada que era a la escena la nueva sorpresa, nos encantaba a todos, pues parecía que aquella voz se exhalaba del seno mismo de las aguas. El cantor era un joven abogado de Villajoyosa, llamado D. Jaime Mayor, que ha recibido de la naturaleza el don de una preciosa voz hábilmente cultivada por el arte. Después de estoo, como la falúa en que íbamos corría más que todas las barcas, dijimos a nuestros remeros que la impulsaran, y en un instante nos hallábamos separados de todos. No puede V. imaginarse qué impresión tan profunda hizo en mi ánimo esta soledad. A lo lejos se oían las músicas, se veían entre las aguas brillar las luces, y mientras tanto nosotros en la oscuridad sentíamos un placer infinito viendo rielar las estrellas, y respirando la brisa, y recogiendo, por ese amor que tiene el hombre a los contrastes, los rumores de la naturaleza.

  En este punto decidimos desembarcar, para que las señoras pudiesen ver una pesca desde la orilla. Era necesario impedir dos cosas: que se mojaran, y que hubiera necesidad de desembarcarlas en brazos. Se pensó instantáneamente en llavar la falúa a la arena. A una voz de “hombres al agua”, no quedó ni uno siquiera en su embarcación.

   Todos se arrojaron vestidos al agua, y era de ver cómo saltaban, con qué entusiasmo, con qué decisión, desde sus barcas, y era de oir el ruido de más de cien personas, precipitándose en las aguas. Parecía un naufragio. Nuestra falúa salió a la arena. ¡Qué solemne, qué grande me pareció en aquel momento el mar! Era media noche. Las luces de las barcas se iban apagando poco a poco, y solo quedaba alguna que otra encendida, y que se reflejaba mustiamente en el agua, pues llevábamos ya cuatro horas de bogar, dulce y descuidadamente. Pero si las luces se apagaban, en cambio las estrellas lucían con claridad más nueva. Algunas hogueras y algunos hachones iluminaban en nuestro derredor. Entonces, en medio de aquella muchedumbre, empezaron varios amigos a entonar la gran composición de Rossini, la plegaria del Moisés. Nunca me ha parecido tan sublime esta gran inspiración del más grande y más fecundo de los cantores de Italia. La oscuridad de la noche, la arena que pisábamos, y que recordaba el desierto; la áridas rocas que había a nuestra izquierda, cubiertas de higueras, de olivos y nopales, todos árboles del Oriente; el Mar Mediterráneo, el mismo mar que hollara con su planta el pueblo escogido; la luz indecisa de las hogueras, los pescadores de rodillas con los ojos elevados al Cielo, atraídos por aquel espectáculo, tal vez sin comprenderlo; una gran multitud entrando a pie dentro del mar con la misma confianza con que entraban los israelitas; el coro de bajos, como las esperanza de une al recuerdo, aquella cadencia del canto de Rossini, tan magestuosa como los versos de la Biblia, tan profunda y tan sentida; la emoción que a todos nos impuso en medio de aquel silencio, semejante al silencio de un templo interrumpido solo por los largos ecos de la plegaria; los coros, sin ningun acompañamento de orquesta, como los ecos religiosos de los pueblos primitivos; la majestad de la naturaleza, me forzaron, casi involuntariamente, a que me arrodillara, a que pensase en mi madre, buscándola al través de los cielos, a que levantara a Dios una oración salida de lo más íntimo de mi ser, y rociada con mis lágrimas. Crea V. que se necesitaba poca fuerza de imaginación para creerse trasportado al Egipto, al ver tanta gente que corría entre las olas, otros de rodillas en la arena, y al sentir aquella plegaria dirigida y cantada con una profunda emoción religiosa.

   ¿No es verdad que todo esto parece inverosímil en un pueblo? Pues ha sucedido. Mas para presenciar estos espectáuclos se necesita una playa tan dulcemente traquila como esta playa, unas montañas tan poéticas como estas montañas, un mar tan sereno y plácido como este mar, un cielo tan claro y deslumbrador como este cielo, unas costas tan bellas como estas costas, una gente tan sencilla, tan buena, tan agradable y obsequiosa como la gente de este hermoso pueblo, una poesía tan ingenua como esa poesía que inspiran los claros horizontes, las risueñas islas, los deleitosos campos, la palmera, el mirto, el azahar; en una palabra, el Mediodía, la región más feliz y más privilegiada de la tierra. Adios, querido amigo; he importunado a V. mucho. Perdónemelo en cambio de la buena voluntad que le profesa

                                                       EMILIO CASTELAR.


 La lectura de este artículo nos sumerge en un mar –nunca mejor dicho- de sensaciones y anécdotas. Todo parece apuntar a unas jornadas amables en compañía exquisita, que en su momento podremos analizar en toda la riqueza de matices, personajes, músicas, paisajes, artes de pesca… 

  Pero ahora debemos centrarnos en los acontecimientos generales. Nada en el artículo nos hace pesumir que el Castelar que acude a Benidorm en el verano de 1859 fuera consciente de la gravedad de lo que estaba ocurriendo al otro lado de la costa, en Ceuta. Es más, cuando hace una alusión a los problemas que el alistamiento provocaba en las poblaciones modestas, habla de los matriculados de mar que debían marchar a América, no a Africa. 

La referencia a América nos indica que Castelar podía tener en mente las campañas de Santo Domingo y la de México, además de las actividades ordinarias en las posesiones españolas que aún restaban en el Nuevo Continente como Cuba y Puerto Rico, pero no así las de otros ámbitos, que también las hubieron. Así, en 1858 se habían dado otras dos expediciones, a saber, la de Fernando Poo y la de la Cochinchina, a las que no debía referirse Castelar, y se había intensificado la presencia en Filipinas (los vapores Reina de Castilla y Elcano, ocupando Balabac en dicho año) por los conflictos con los insurgentes locales.

El caso de Santo Domingo fue diferente: aunque no estalló el conflicto hasta 1861, lo cierto es que España ya había mandado en 1846 una fuerza naval al mando del capitán de fragata Llanos y que desde entonces observó la situación de cerca hasta que en 1855 España reconociera la independencia de dicho país, no dejando de tener contacto con la situación a la espera de acontecimientos. En cuanto a México sucedió algo parecido, pues aunque la intervención española se produce en 1861, ya se venían enviando desde años antes diversas unidades navales como la corbeta Ferrolana mandada a Veracruz junto a los vapores Ulloa e Isabel II en 1856, o en 1857 el contingente de 1450 hombres a bordo del Isabel II y otras cinco embarcaciones. 

Posiblemente, cuando Castelar haya vuelto a fines de Agosto a su redacción madrileña de La Discusión, haya sido informado de que los problemas del momento no estaban en América sino en la frontera con Marruecos. Es muy probable que se haya sentido contrariado por haberse entregado a un éxtasis de emociones en el lirismo de Benidorm mientras sus compañeros de periódico estaban ya recopilando informes sobre los preparativos de guerra. En los días 10 a 12 de Agosto se había producido el casus belli que dará lugar a la confrontación. No será hasta el 22 de Octubre cuando se produzca la declaración formal de guerra, pero presumimos que un periodista como Emilio Castelar habrá venido recabando noticias con anterioridad en los mentideros de la capital. Por ello deducimos que su interés por la guerra de Africa habrá nacido entre su marcha de Benidorm a Madrid y el 22 de Octubre.

Eso sí, cuando tome conciencia de la situación en Africa, su interés por el tema va a quedar patente, y ello se va a apreciar de dos maneras diferentes. Por un lado, Castelar va a iniciar una Crónica de la Guerra de Africa por propia iniaciativa. Por otro lado, el periódico La Discusión va a hacerse eco de los problemas que Benidorm sufría por motivo del reclutamiento.

Veamos esas publicaciones de La Discusión sobre Benidorm, todas ellas estando viva la guerra pues ésta no cesó sino hasta el Armisticio de 25 de Marzo de 1860:
En la primera de ellas el diario madrileño defiende a Benidorm como uno de los más afectados de España en cuanto a la matrícula de mar (que consistía en la afección de los marinos a las necesidades del país en caso de conflicto), y relata las represalias que se habían adoptado contra el pueblo, prohibiendo a los pescadores hacerse a la mar, en castigo porque dos o tres quintos no habían acudido a filas. Demuestra además conocer bien Benidorm pues alude a los “antiguos marinos que han derramado gloriosamente su sangre…”. Leemos:


 

LA DISCUSION

13-12-1859.


  Llamamos la atención del señor ministro de Marina sobre un hecho incalificable, que tiene semejanza con el celebre hecho de Herodes referido en los Evangelios. Se trata de un hecho que puede sumir en la miseria a un pueblo entero, que puede traer gravísimas consecuencias, que escandalizará a la opinión pública. Uno de los pueblos más afligidos por la matrícula de mar es el pueblo de Benidorm. Pero al exigirse el último cupo han faltado dos o tres individuos, que no han sido habidos. Nada más fácil en un pueblo de navegantes entrenado siempre a los inciertos azares del mar. Mas he aquí que la superioridad se indigna contra aquel pueblo porque dos o tres de sus hijos no se han presentado al llamamiento, y toma una medida incalificable para castigar a tres desertores: prohibe a todos los pescadores de Benidorm el pescar, lo cual equivale a cortarles los víveres, a matarlos de hambre. Esta manera de aplicar justicia colectivamente es muy propia de los tiempos más atrasados y horribles de la historia. ¿Qué culpa tienen los pescadores de Benidorm de que no se hayan presentado dos o tres jóvenes llamados a la quinta? Esto es atroz. De aquel pueblo nos escriben diciendo que reina una gran alarma. Antiguos marinos, que han derramado gloriosamente su sangre en defesa de la patria, estan amenazados de morir por hambre. La pesca es el sustento de aquel pueblo, es la única industria de sus honrados habitantes. Condenarles a no pescar, es condenarles a muerte. Imagínese cuál será la desolación del pueblo. El hecho es tan grave, que merece bien llamar la atención del señor Ministro de Marina, y reclama una medida pronta, enérgica, que calme la ansiedad de aquel vecindario, que devuelva el sustento a muchas familias inocentes, sin más amparo que la Providencia, sin más esperanzas que los peces que todos los días, al nacer el sol, saltan entre sus redes. Los gobiernos, ¿han de cortar hasta las fuentes de vida que la mano de Dios ha derramado próvidamente en la creación?


  En la segunda reseña, se hace referencia al mismo abuso que en la anterior, añadiendo como agravante el que no sólo no se dejaba a los barcos benidormenses salir de puerto, sino que tampoco se dejaba a otros entrar al mismo:


LA DISCUSION

24-12-1859.


  ¡Qué buena táctica la táctica de los periódicos ministeriales! El ministerialismo de estos señores puede asegurarse que es muy seráfico, muy seráfico. Se denuncian abusos de las autoridades, y callan y no dicen una palabra. ¡Buena manera de cumplir su cometido! Así no sabemos si nuestras censuras han llegado al ministerio; no sabemos si los entuertos denunciados se han corregido. Todos los días estamos denunciando abusos, como celosos defensores de los derechos populares, y nunca encontramos una satisfacción Un día decíamos, dirigiéndonos al ministerio de Marina, denunciando un abuso de la Capitanía general de Cartagena; decíamos que a los pobres marineros de Benidorm, a hombres valerosos que han derramado su sangre para defender la patria, se les ha prohibido pescar y navegar por la falta problemática de uno o dos de sus individuos. El abuso se llevó tan lejos, que no se dejó entrar ni salir ningún barco, ni aun lanchas, en aquel puerto. Se presentó un barco, pidio entrada, y no se la dieron. Se levantó una tempestad, y una tempestad deshecha, y cuando se apercibían los marineros a salir a socorrer al barco, que iba a naufragar, se les impide, porque pesa un entredicho sobre aquella matrícula. Se denuncian todos estos abusos, se ponen de relieve, y los periódicos ministeriales callan con profundisimo silencio. Hemos después denunciado otro abuso. El hogar doméstico ha sido allanado. Los derechos individuales han sido heridos. Tres jóvenes, por haber escrito una loa a la guerra de Africa, son perseguidos por una autoridad neo-católica, como la autoridad de Toledo. Hemos denunciado estos gravísimos abusos, y los periódicos ministeriales han callado, con profundísimo silencio. ¿Esto no clama al cielo? Así el ministerio de la prensa se quebranta. El ministerio y los ministeriales completamente están en babia. Esto es un ministerio seráfico, que pasa el tiempo recreándose en contemplarse a sí mismo. ¡Que (¿…?)! Y adiós, la unión liberal tiene una atonía horrible. No muestra actividad sino para perseguir a la prensa. ¡Linda actividad!


  El tercero, por último, da una noticia que enaltece a Benidorm informando de su campaña de aportaciones para la guerra, pero aprovecha para hacer constar también la reivindicación de dicho municipio para que los fondos se destinen realmente al socorro de los propios soldados benidormenses, que se cuentan –solo los enrolados en la Armada- en  más de doscientos, lo que solapadamente demuestra la desconfianza de la población hacia sus gobernantes:   


LA DISCUSION

12-1-1860.


  El hermoso pueblo de Benidorm, que en todos tiempos ha manifestado su decidido amor a su patria; el pueblo de Benidorm, que ha dado tantos de sus valerosos hijos a la marina de guerra, en esa ocasión ha venido a mostrar también su decisión y su entusiasmo. Reunido su ayuntamiento, salió a pedir, acompañado del señor cura, por las calles el óbolo del pobre para esta gran empresa en que se halla empeñada la honra de la patria. Sus vecinos en aquel pueblo marinero, aunque no muy sobrados de recursos, se afanaron por mostrar que todos los corazones vibran a impulsos de un mismo sentimiento, y que en todas las inteligencias vive una msima idea. En poco tiempo se reunieron 6.000 reales. El gremio de mareantes, que es tan decidido y tan valeroso, ha dado también voluntariamente todos sus fondos, hijos de penosos ahorros, para la gran guerra nacional, con la condición de que se apliquen a los soldados de marina, hijos del pueblo, que sean heridos en la presente lucha, pues cuenta más de 200 marineros en nuestra armada peleando por la patria. Rasgos de esta naturaleza honran por estremo al pueblo de Benidorm, y son acreedores a la gratitud del país. 

  El hecho de que el periódico de Castelar recoja noticias –más bien lamentaciones- de un pueblecito costero debe explicarse por el vínculo que se había generado entre Castelar y Benidorm, suficiente como para que la localidad confiara en el apoyo de un intelectual de Madrid. Es muy sorprendente que en la capital de España un periódico se fijara en lo que estaba ocurriendo en una pequeña población recóndita si no fuera porque alguien en la redacción tenía muy buenas fuentes en dicho pueblo y un verdadero amor por el mismo. 

  Nos permitimos sospechar, pues, que la mano de Castelar está detrás de estas tres reseñas que La Discusión va a editar referentes a Benidorm, e incluso que haya sido él mismo quien las haya redactado pues el estilo es muy semejante. Se nos ocurren tres causas para que Castelar no firmara estas reseñas: la primera es la propia coerción impuesta por el gobierno, pues el 12 de Noviembre se remitió por el Ministro de la Gobernación una orden a los Gobernadores Civiles para que controlasen las publicacioens que pudiesen interferir en la guerra, lo cual no debía animar precisamente a firmar cualquier crítica. Quizá tampoco aparezca la firma de Castelar en dichas noticias por no destacarse públicamente toda vez que al mismo tiempo se hallaba indagando y recopilando informaciones de multitud de fuentes incluyendo las del propio ejército. En tercer lugar, Castelar debió ser prudente para no perjudicar su otra publicación –la Crónica de la Guerra de Africa- más importante y, sobre todo, más lucrativa como obra propia que su actividad periodística en La Discusión. 

  La Crónica fue una obra que demuestra el evidente interés de Castelar por los sucesos del norte de Africa. No la hizo solo. Castelar tenía unos amigos entrañables desde la época de sus estudios, con los que compartió además planteamientos políticos y activismo público: Francisco de Paula Canalejas Casas y Miguel Morayta (padre y tío, respectivamente, de la futura Leonor Canalejas Morayta, tan benefactora de Benidorm). Castelar, Canalejas y Morayta, junto al alicantino Gregorio Cruzada Villaamil, elaboraron en 1859 el libro Crónica de la Guerra de Africa. La inclusión de Cruzada Villaamil en el grupo quizá se debiera al estrecho contacto que éste tenía con el también periodista Pedro Antonio de Alarcón, el cual participó en la misma guerra africana como corresponsal y como soldado, lo cual permitía tener una informaión de primerísima mano sobre lo acontecido.
 

   Todos ellos eran muy jóvenes, nacidos en 1832 (Castelar y Cruzada), 1833 (Alarcón) y 1834 (Canalejas y Morayta). Tenían por tanto entre 25 y 27 años cuando estalló la Guerra de Africa. También tenían esta edad cuando teóricamente se escribe el libro, pues éste aparece como editado en ”Imprenta de V. Matute y B. Compagni, calle de Carretas 8, Madrid 1859”



  Algo nos dice que esa fecha no puede ser la de cierre del libro, pues la propia guerra terminará al año siguiente 1860, concretamente el 25 de Marzo. La explicación la tenemos en el propio libro de Castelar y sus compañeros: la crónica se inicia en el mismo año 1859, recogiendo todos los materiales impresos que habían podido ir recomponiendo, periódicos, informes, etc. El texto se fue suministrando a suscriptores de forma paulatina o “por entregas”, a medida que avanzaban los acontecimientos. Una vez terminada la contienda, los autores se encontraron con dificultades para obtener más material en archivos y fuentes alternativas a los boletines oficiales y prensa, y remitieron un escrito al Ministro de la Guerra y al de Marina, indicando que no podían “escribir tal como lo han intentado y ofrecido al crecido número de suscriptores con que se honran, la Crónica fiel y detallada, la Crónica propiamente dicha de la terminada guerra, sin tener para ello a la vista los datos oficiales de todas las operaciones…”. El Ministro de Marina no contestó. El de la Guerra lo hizo el 31 de Mayo de 1860 denengando el acceso a archivos y oficinas dependientes del ministerio. Ello motivó que los autores de la iniciativa comunicaran a sus sucriptores que “…suspendemos por ahora nuestra area que, ya comenzada, podríamos llevar a término con poco trabajo… Suplicamos, pues, a nuestros suscritores nos dispensen esta falta, que en cierto modo podrán suplir con la Crónica del Ejército y la Armada; y estamos ciertos nos dispensarán, porque en esta determinación les damos una prueba de que los respetamos hasta el punto de no darles una historia que como tal historia de nada les sirviera, como con tantas otras sucede”.



  Como conclusiones e hipótesis de esta primera parte podemos aventurar las siguientes: Emilio Castelar viajó a Benidorm hacia Julio-Agosto de 1859, por motivos más personales que profesionales, en una especie de cura espiritual. Posiblemente fue llamado a Benidorm por Don Francisco de Paula Orts, su amigo de la infancia, conocedor éste de la reciente muerte de la madre de Emilio. Redactó una interesantísima descripción de sus vivencias en Benidorm, y éstas le dejaron una huella tan viva que quedó afectivamente ligado a esta localidad. Durante su estancia en Benidorm se iniciaron en Ceuta los sucesos que desembocaron en la Guerra de Africa de 1859-60 sin que Castelar tuviera noticia de ello, no obstante el gran interés que dichos preliminares hubieran tenido para aquél, como lo demuestra el que a su vuelta a Madrid iniciara una Crónica sobre la misma guerra. La estancia en Benidorm le hizo ser especialmente sensible hacia la carga que la guerra suponía para dicha población, lo que le llevó –más que probablemente- a apoyar las reivindicaciones benidormenses de forma solapada en el diario La Discusión.


lunes, 25 de agosto de 2014

AÑOS Y MEDIAS LEGUAS, DE BENIDORM



AÑOS Y MEDIAS LEGUAS, DE BENIDORM





“Entrada a la Casa de Berdín que dista 1´ a izqda. Concluye la tapia á poco”



La frase anterior es de 1853. Pertenece al informe que redactaron los capitanes de Estado Mayor Don Nicolás Lloret Reyner y Don Manuel Cortés Morales, a quienes se encargó describir un itinerario lo más detallado posible entre Alicante y Valencia para uso de la Infantería. Al describir el camino viejo entre Benidorm y Altea, van incluyendo varias casas que se presumían de referencia general, todas a mano izquierda como las de Fuster, de D. Gaspar, de Alós, de Zaragoza… Bastante más adelante citan el desvío a la casa de Sanz, indicando que en ese punto del camino nacía una tapia de mampostería también en el lado izquierdo, y que a los tres minutos de seguirla se encontraba la entrada a la casa de Berdín. A poco terminaba la tapia y casi inmediatamente se abría a la izquierda el “camino de herradura al caserío del Alfaz”, y a la derecha una “vereda á la Sierra”. Nos están describiendo el paisaje de la Media Legua.



  En el pasado, pues, la Casa de Berdín era referencia. Hoy queda, junto a otras de su entorno, como testigo de una de las zonas más bellas e interesantes de Benidorm. En un espacio virtualmente acotado por la Historia y físicamente asociado a la carretera de Altea se acurrucan una serie de edificios que se saben incluidos en la lista de un topógrafo. No son testigos protegidos sino testigos molestos, pues nos cuentan una Historia que parece no interesar a casi nadie, pese a su precioso relato. Las fincas de Berdín, del Senyoret, de Domasky, de Roca de Togores, de los Rojas, la Ermita de Sanz, la Estación del trenet, Villa Sana, la Capitana… me recuerdan a la comparación que hizo Victor Hugo al Cantar de los Nibelungos, cuando para presentarnos a sus héroes nos hacía imaginar a las altísimas catedrales de Francia cobrando vida y agrupándose para formar una compañía de gigantes, sublime y fantasmagórica. Nuestras fincas del entorno de la Media Legua son ahora protagonistas de una épica semejante: rotondas, cinrcunvalaciones, ampliaciones de tren, autopistas, lanzaderas, ensanches, urbanizadores, servicios, se van tragando el pasado como un Gargantúa de la memoria, glotón y estúpido.



  Me gusta conocer los lugares a través de las vivencias de sus gentes. De la zona de la Media Legua he escuchado cosas a algunos benidormeros. De unos puedo dar el nombre porque está publicado; de otros lo callo pues no tengo su permiso. Emociona el relato de Josefina Orts i Bosch al hablar de su tía Doña María Barber Ros de Usins, cuando nos cuenta cómo María, que residía habitualmente en su casa de la Lloma, se trasladaba en Diciembre y Enero a la casa de los Berdín donde habitaban sus parientes Doña Rosario Fuster y el hijo de ésta Don Cosme Berdín. En la Casa de Berdín celebraban la Navidad y en ella esperaba Doña María hasta que regresaba a su casa de La Lloma para contemplar la explosión de los almendros en flor. También Josefina Orts nos ha contado sus recuerdos de infancia con Doña Marina Domasky, aquella gran dama elegante, de ojos azules y trajes siempre blancos, romántica y soñadora, eterna soltera, gran lectora, amante de los niños a los que daba golosinas y contaba cuentos. Su familia, de origen polaco, procedía de un oficial venido a España con las tropas de Napoleón. Otros amigos cuyo nombre omito me cuentan más cosas, como las fiestas que daba una vez al año Doña Rosario en la finca de Salvetti, o las jóvenes que se paraban alguna vez en el sifón de la carretera con un jazmín en el pecho, o los partidos de fútbol en plena carretera que sólo se detenían cuando allá a lo lejos se divisaba un automóvil. Muy cerca de allí estaban las huertas de otras amigas en las que se criaban cabras, o donde se resguardaron cuando el padre enfermó y se quedó en la otra casa del pueblo, o la que de niña en Agosto recolectaba sus almendras y las partía a la hora de la siesta -desobedeciendo a su abuela que la asustaba con la venida de la Marora o Malhora si no dormía- y que para limpiarse los bichitos que salían al descascarillarlas se bañaba toda entera en los brazales del riego, agarrada a ambos lados mientras la corriente del agua le lanzaba los pies hacia adelante, o la que me dijo que el aceite de esa zona era el mejor y que luego rebatió otro amigo diciendo que el mejor era el de la zona de Poniente por donde el Hotel Delfín, pues allí el olivo tenía aún menos agua y concentraba mejor el sabor en cada oliva… Quién sabe cuántas de estas cosas las he recogido mal, o me las han contado con la idealización de los años, pido perdón a la Historia.



  Será mejor, por eso, hablar de las cosas que hay en los libros sobre la zona de la Media Legua.



  Aunque hoy nos asomamos a esa finca por la Carretera General, en la antigüedad la referencia principal fue siempre el Camino Viejo de Altea (así llamado todavía, o Avenida del Albir). En la información que la Administración Valenciana suministra figura ese camino como parte de un ramal de via romana, llamado Via Dianium, que discurría desde Denia por la Costa hacia Alicante como bifurcación de la Via Augusta (Roma-Cádiz) de la que se separaba en Alcira.



  En la época de los vigilantes de costas, de origen incierto pero con especial constancia a partir de Felipe II, nos figura dicho entorno como aquél en que debía ubicarse el llamado Cap del Atall, que es donde debían encontrarse los dos atajadores procedentes de Benidorm y de Altea y mirar hacia lo alto de la Serra Gelada, para ver la señal que debía darles el vigilante del punto llamado el Segur o Seguro, punto ubicado en la cresta de la sierra entre la Torre de les Caletes y la de Punta Bombarda.



  Este punto de encuentro entre atajadores nos recuerda otra cuestión que dirante siglos afectó a esta paraje, cual es la de los lindes municipales. Como relata Francesc Xavier Llorca Ibi, en las reclamaciones que se produjeron hace unos siglos por parte de Altea se hizo referencia a esta zona (aludiendo al escrito de apelación presentado por el marqués de Ariza en su pleito con Benidorm el 8 de Mayo de 1686). Cita este autor el Marge Gran, del que apenas quedan unos 100 metros parcialmente amputados por la carretera del repetidor, y señala que esta línea fue invocada por los señores de Altea como linde con Benidorm. La cuestión no fue pacífica y dio lugar a pleitos pues Benidorm no estaba conforme, ya que los límites del término habrían llegado mucho más lejos en otras épocas. Al margen de dichas cuestiones de lindes, sí es cierto que con el devenir histórico se fue consolidando una línea imaginaria que serpentearía entre la población o caserío de Alfaz, el recorrido hasta la carretera general, la Estación de tren, el Trinquete, el Azagador, el Marge Gran y la Cova Gelà. En la cercanía de este trazado, por la parte más alejada, discurre el fantasma del barranco, el cual tras cruzar la carretera general empieza a derivar hacia el Albir llegando al mar a la altura de los antiguos Pozos del Albir y la Villa Romana. Por la parte más cercana, y según también referencias de conocidos, la finca de la Media Legua terminaba con pendiente de varios bancales, a diferencia de la planicie que observamos hoy a la altura del Trinquete. Hoy se ven varios de los mojones oficiales existentes entre Benidorm y Alfaz del Pi, alguno a pocos metros del Camino Viejo, otro en un recodo del llamado sendero de la Barrina, otro entre los pinos más cerca de la sierra…



  Los pleitos con Altea vinieron probablemente inspirados por una circunstancia novedosa que aconteció en la segunda mitad del siglo XVII: la transformación que el paisaje de la zona experimentó a raíz de la labor de la Señora de Benidorm Doña Beatriz Fajardo de Mendoza. La implantación del Reg Major de l´Alfas, así como la Carta de Poblament de 1666, dieron nuevo sentido a todas estas tierras. Se trataba de las zonas bajas de la parte de Levante de Benidorm a las que podía llegar el agua por gravedad gracias al nuevo riego.



Este hecho tuvo una gran trascendencia económica convirtiendo a estas partidas en las más privilegiadas del término a efectos de cultivos. Habría que esperar al siglo XX, con el Canal Bajo del Algar, para que la cota de riego se elevara a otras zonas más altas y se extendiera a la parte de Poniente, pero durante unos trescientos años el entorno de la Media Legua y sus partidas inmediatas disfrutaban de un tesoro de que otros benidormenses carecían.

 

  Tras la Guerra de Sucesión, el modelo señorial se reforzó y con él la capacidad de control por parte de los señores y de sus representantes. Ese fue el caso del administrador de los intereses señoriales, Don Tomás Sanz, el cual supo encontrar provecho entre los regantes de este entorno. Dicen que en compensación quiso dotar a los vecinos de una ermita, que fue la de Sanz, verdaderamente querida hoy como emblema de la Historia local.



  En 1790, el Arzobispo de Valencia Fabián y Fuero elaboró un informe de las parroquias del Reino, y al hablar de Benidorm incluyó en la “Partida de Morgoix i Alfals (o Alfalfe) de Benidorm”, una “casa i heredad de Guillermo Berdín”, habitada, que además era contigua en su índice de la casa con labranza de Joseph Orozco, habitada también. Podemos sospechar que ésta fuera ya la Casa de Berdín que conocemos. Esto nos plantea algunas dudas pues tenemos otras referencias que nos indican que Berdín vino a España a consecuencia de la Revolución Francesa; y es que si ésta se inicia en 1789, resulta difícil imaginar que sólo un año más tarde ya se encuentre Guillermo Berdín huido en Benidorm y propietario de esta heredad, inclinándonos a pensar que Berdín debía haber venido a España con más antelación y que la versión de su carácter “antirrevolucionario”  debió ser más una justificación prudencial que una verdadera motivación. Decimos esto pues sabemos que Berdín no fue precisamente opuesto a los logros de dicha Revolución, y que fue un entusiasta de Bonaparte, todo lo contrario al Antiguo Régimen.



  Lo cierto es que la familia Berdín configuró una propiedad muy amplia que se extendió poco a poco adquiriendo una dimensión más que respetable, y que en tiempos ulteriores hizo que no sólo llegaran a pertencer a la familia los espacios a la izquerda del Camino Viejo, sino también otros al lado derecho que fueron llamados “El Pla de Berdín”, según referencias de vecinos.



  Apenas terminado el informe de Fabián y Fuero, pasó por ese mismo punto el botánico Cavanilles, tomando apuntes para sus famosas Observaciones sobre el Reino de Valencia. Del camino paralelo a la Serra Gelada dijo que era divertido, y que estaba salpicado de especies vegetales diversas (pita, carlina borrosa, cambronera de Europa, onopordo sin tallo, alcachofa baja, y cardo blanco). Ese paisaje continúa hasta que llega a una “preciosa hoya de huertas conocida con el nombre de Pla del asador: donde hay maices monstruosos, cuyas cañas tienen ordinariamente cinco varas y media, y algunas ocho: críanse también legumbres y hortalizas en abundancia.”



  Pocos años después de Cavanilles pasaron por el Camino Viejo de Altea otros visitantes menos bucólicos: los franceses de Napoleón Bonaparte. Su llegada a Benidorm se produjo en un momento entre finales de Enero y –como máximo- el 19 de Marzo de 1812. Al año siguiente, fueron los españoles los que recuperando el terreno se aventuraron por ese camino: el 1 de Julio de 1813 se asentó en Benidorm el Regimiento 1º de Córdoba, junto a otras unidades ubicadas en Villajoyosa y Callosa, según nos cuentan los partes de la División Mallorquina. Acto seguido “se situaron tres avanzadas en los caminos de Denia, Altea y Consentaina”. ¿A qué altura –nos preguntamos- se situaron esas avanzadas en el camino de Altea? El día 3 de Julio salía de Benidorm para Confrides el Regimiento de Córdoba, al que se le había sumado el de Guadalajara, mientras el de Cazadores de Mallorca –también llegado a Benidorm- salía para Relleu. ¿Podemos imaginar a estas tropas de infantería tomando el camino de Alfaz para seguir por Polop hasta Confrides? Nada nos lo impide.



  Tampoco podemos evitar imaginar la estampa que debió verse desde la Media Legua, diez años más tarde, cuando el 13 de Noviembre de 1823 pasaron las tropas realistas de los Cien Mil Hijos de San Luis llevando desde Benidorm a Altea, camino de Valencia, a los prisioneros liberales hechos en Alicante, una vez reducidos los últimos focos del Trienio Liberal. Desde ese año al que citábamos al inicio del artículo -1853- sólo median treinta años. ¿Pudo verse, pues, desde los ventanales enrejados de la casa de Berdín, a los abatidos liberales camino de la prisión o el exilio?





En esos años cincuenta del siglo XIX empiezan a producirse cambios trascendentales en lo que respecta a la heredad de los Berdín. En esa década  se produce la sucesión de Doña Vicenta Berdín, y a los pocos años -1866- la de su esposo Don Pedro Berdín Valier. Ambos tenían importantes propiedades en ese entorno, que por herencia van a pasar a sus hijos José y Magdalena Berdín Berdín, los cuales en 1868 van a realizar entre sí una permuta de numerosas propiedades, permitiendo a cada uno de ellos redondear sus respectivas adjudicaciones.



Fruto de esa permuta, Magdalena entrega a su hermano “Media casa de campo de tres pisos… partida del Almafra numero doscientos treinta y dos lindante izquierda y espalda con casa y tierras de D. Jose Berdín su valor dos mil ochocientos sesenta y cuatro escudos… heredo de su padre… división otorgada… diez y seis de Octubre de mil ochocientos sesenta y seis, registrada su hijuela…” (Escritura notarial de 8-XI-1868). ¿Se refiere este asiento a la casa que nos ocupa? Seguramente habrá en Benidorm personas que puedan ayudarnos.



  Las tierras de esas partidas, por cierto, no se encontraban en un momento pacífico: en ese año se estaba desarrollando el tramo de carretera nacional de Alicante a Silla, en sus tramos cuarto y quinto con paso precisamente por Benidorm. Todos los propietarios de la zona se vieron afectados por el paso de esa via, tan importante y tan endeble hasta entonces. El recorrido hasta esa fecha era de una inestabilidad llamativa, siendo curioso el ver en las actas municipales la necesidad de dotar fondos para reparar los caminos en dirección a Alfaz del Pi, especialmente por el puente de Manera (actas de 17-XI-1864, de 22-X-1865 o 10-X-1867).



La nueva carretera se consideraba un evidente progreso. En el Ayuntamiento se hizo constar, en el acta de 14-III-1867, la carta que el Excmo. Sr. D. Manuel García Barzanallana, Ministro de Hacienda dirigió a Juan Thous anunciándole al respecto: “Sr. D. Juan Thous= Madrid 5 de Marzo de 1867= Mi estimado amigo: tengo una verdadera satisfacción en remitirle a Ud. Copia de la Real Orden que asegura la construcción del camino de Alicante a Valencia por la costa…”. La satisfacción por la nueva carretera llevó a los benidormenses a aprobar diversas medidas, entre ellas la de designar con el nombre de Barzanallana la calle principal, conocida entonces como camino real, o calle del Mar (actual Paseo de la Carretera)



No obstante, para los propietarios afectados por su trazado no supuso quizás un beneficio tan grande. Por un lado, muchos se sintieron directamente arruinados por ella (así, en acta de 16-VIII-1868 leemos: “…consideran irrealizables las cuotas… por haber destruido sus propiedades la carretera en construcción que atraviesa esta jurisdicción unos y otros por haberse arruinado por completo sus casas…” y cita 26 nombres). Por otro, temiendo caer en igual perjuicio, numerosos propietarios afectados por el nuevo trazado decidieron ceder sus derechos indemnizatorios a un tercero, recibiendo a cambio una cantidad que, por ser segura, debió ser inferior a la que hubiera sido justa. Concretamente el tercero fue un vecino de Madrid llamado Justo González, en cuyo nombre actuó en Benidorm el contratista de la carretera, Gregorio Rizo (de segundo apellido Ferrandiz, aunque le llamaban o se hacía llamar “de Penalva”, de edad de 29 años y vecino de Novelda según la escritura notarial de 10-VI-1868) y su hermano Vicente (Escritura de 11-VI). Gregorio Rizo se ocupó de acudir a la notaría en numerosos días de tal año para formalizar unas renuncias en las zonas de Derramador y Hoya Manera que seguramente no estaban exentas de ánimo especulativo (hemos encontrado nuevamente el nombre de Gregorio Rizo Penalva varias décadas más tarde, en 1911, ocupando la alcaldía de Aspe, sin que podamos asegurar que se trate del mismo Rizo).



También los Berdín se vieron afectados en sus propiedades por esta carretera, pero de una manera diferente. En efecto, sus propiedades eran tan extensas que lo que aparece es un acuerdo con Rizo para que éste pueda atravesar las mismas para hacer su trabajo. Así lo acuerdan en escritura de 11-VI-1868 José Berdín Berdín, Manuel Lledó Berdín, o Francisca Lledó y Berdín. Aparece en el mismo acuerdo, como vecino cercano, Ricardo Fuster y Marco, propietario de cuarenta y nueve años. Sobre el entronque con la familia Fuster encontramos a otro Ricardo Fuster, esta vez Linares de segundo apellido, figurando como testigo en la permuta entre los hermanos Magdalena y José Berdín Berdín a que antes hacíamos referencia. Curiosamente, José Berdín Berdín sí va a aceptar la cesión a Rizo (es decir, a su representado Justo González) los derechos de indemnización, mientras que Ricardo Fuster Marco va a revocar de acuerdo con Rizo la cesión en escritura de 17-VII, quedando por tanto Fuster libre para negociar directamente con el Gobierno de la Nación.



  Nos encontrábamos en las semanas previas al estallido de la Revolución de 1868. En septiembre de dicho año se inicia el llamado Sexenio Revolucionario, en el que entre otras cosas se van a desarrollar por nuestra comarca numerosas correrías de partidas, somatenes y conspiraciones. En los comités carlistas de la zona volveremos a ver los nombres de Ricardo Fuster Linares, Guillermo Lledó Berdín, Miguel Lledó Berdín… Fuster desarrollará una actividad arrolladora y novelesca como capitán de partida en la causa del pretendiente. El estudioso Miguel Guardiola Fuster nos cuenta cómo, en 1873, Fuster se reúne con José Joaquín Thous en una heredad de Benidorm para preparar un levantamiento y cómo el 6 de Febrero entran en Alfaz al frente de una partida de unos 20 a 30 hombres. ¿De qué heredad se trataba?

Fuster realizó numerosas incursiones hacia el interior, y también contra localidades inmediatas como Polop. Contra ellos salieron a combatir los somatenes de Benidorm leales al Gobierno.



  Fuster fue apresado el 21-X-1874 y condenado a prisión de 14 años, 8 meses y un día. Sin embargo no llegó a cumplir su condena pues en 1897 le encontramos nuevamente instigando una rebelión carlista, la cual debía formarse en Alfaz del Pi con unos 100 hombres liderados por Fuster. Llegaron a comprar mil carabinas Winchester que fueron desembarcadas secretamente en Xavea, y de allí conducidas a una casa de Benidorm inmediata a Alfaz, propiedad de un abogado. ¿Cuál de todas las casas inmediatas a Alfaz fue la que acogió las mil Winchester? De allí debían enviarse las carabinas a Aspe (no sabemos si el antes citado señor Rizo llegó a tener algún protagonismo en todas estas aventuras gestadas en el Benidorm en el que, unos treinta años antes, él había construido una carretera cercana a la casa misteriosa donde se conspiró contra el Gobierno y se guardó un inmenso arsenal). En los expedientes de esa campaña aparece Ricardo Fuster Linares como jefe de estado mayor, y Ricardo Fuster Ortiz como alferez de caballería. El intento fracasó pero en 1900 volvieron a alzarse en lo que se llamó La Octubrada (28-X-1900), en la que la prensa del momento va a entremezclar al Fuster de Benidorm, a Pinet, Pastilla, Materia… El 3 de Noviembre se encontraban Fuster, sus dos hijos y su partida en la casa de José Pérez Congost, en las afueras de Alfaz; la Guardia Civil acudió y registró las casas de los benidormenses Guillermo Lledó Verdú (Berdín), y del abogado Jose María Pérez, sospechosos de rebelión carlista. También se registro la casa de Pedro Berdín en Polop. En informe del Ayuntamiento de Alfaz se proponía también investigar la casa de Jaime Pascual Pérez en la Lloma.



  Tiempos románticos y desmesurados entre las casas señoriales de los lindes de Benidorm y Alfaz, tan apropiados para aprovechar las carreteras y seguir salvando su idea de patria… por la carretera de Altea la finca la Media Legua se asomaba al progreso, a la tecnología, a las revoluciones. Por el otro lado, el de siempre, el Camino viejo, seguirían circulando los carros, los mulos, los pastores.



   Dejábamos al principio a Josefina Orts i Bosch contarnos las estancias de su tía María en la casa de Berdín, con Doña Rosario Fuster y su hijo Cosme Berdín. Cosme fue el padre de Pedro Berdín que fue quien llegó hasta nuestros tiempos. Fuster, Berdín, y los misterios de las casas con carabinas Winchester desembarcadas para armar una revolución. Me quedo con eso.



  Con eso, y con mis vivencias, que también cuentan. La Media Legua, Sanz, Almafrá… palabras que me recuerdan a la Ermita, las acampadas festeras, el cine de verano, los menús del Trinquete, las excursiones hacia Serra Gelada, el baile del Peuet, y los árboles, es decir el encanto de las araucarias de los marinos, las pinadas de los señores, y los algarrobos y olivos polvorientos de tantos recuerdos que, como el polvo, se diluyen y a nadie parecen importar.



Ah, por cierto, el título es una paráfrasis del Años y Leguas de Gabriel Miró, cuyo libro tan bien describió a Benidorm y cuyo padre, Don Juan Miró Moltó, se ocupó como ingeniero de sus carreteras.