jueves, 2 de julio de 2015

Cartas a Don Domingo Orts . I.El niño del torno.

                                Cartas a Don Domingo Orts


                                      Capítulo I 

                                                                       
                                El niño del torno





                                          Non habebis deos alienos coram me (Exodo 20, 3)



En Abril del año 1760 de Nuestro Señor, dos diputados comisionados por la ciudad de Valencia hicieron viaje a Madrid. Se trataba de Felipe Musoles y Francisco Castillo. Su cometido era asistir como representantes del Reino de Valencia a las Cortes de la Monarquía, convocadas para jurar como nuevo rey a Don Carlos el Tercero, venido de Nápoles tras la muerte de su hermano Don Fernando VI. Dos comisionados más iban de Barcelona, otros dos de Zaragoza y aún dos más de Mallorca. Todos juntos portaban un llamado Memorial de Agravios con sus peticiones para hacer más dulce su igualdad a las leyes de Castilla, aún supurantes tras la herida dejada por la lucha fratricida de la Sucesión entre Austrias y Borbones, cincuenta años atrás. 

   Musoles y Castillo llevaban otro empeño en su ida a Palacio: defender la posición de los padres jesuitas frente a los escolapios en la ciudad de Valencia. La Concordia de 1728 entre el Cabildo valentino y la Compañía de Jesús, otorgando a ésta la enseñanza de latinidad en las aulas de gramática, se tambaleaba por los impulsos cada vez más certeros de los escolapios, quienes ya no se conformaban con atender a los niños más pobres como rezaba su licencia sino que se asomaban a horizontes más ambiciosos, a las élites, al latín, disputando un terreno hasta poco antes reservado a los ignacianos por gracia del primer Borbón. Las Escuelas Pías habían llegado a Valencia con el apoyo del Arzobispo Don Andrés Mayoral y de la Universidad, y ahora parecían contar con el auxilio del rey nuevo y hasta de parte del Consistorio. Los ignacianos veían mermar poco a poco sus pilares y pusieron gran esperanza en los dos enviados a la capital de las Españas. El rey Don Carlos, sin embargo, no se dejó impresionar por los argumentos en pro de los jesuitas y apenas hizo el gesto de pedir a la Santa Sede que declarara a la Inmaculada Concepción, tan querida de la Compañía, como Patrona de España y de las Indias. Así lo hizo el Papa Clemente XIII en el mismo año, mediante la Bula Quantum Ornamentum. La frialdad de Carlos III hacia los jesuitas, puesta también de manifiesto al sustituir a éstos por los franciscanos en el puesto de confesor del rey, no hacía presagiar nada bueno respecto a la Orden de San Ignacio. 

   El mismo día en que Musoles y Castillo habían partido para Madrid, pero ya a la noche cerrada, unas manos débiles y ajadas depositaban en el torno del Hospital de Valencia a un recién nacido envuelto en un paño pardo. Salida de entre las sombras del Hospital, de la Ermita de Santa Lucía y el Capitulet, una silueta tambaleante gambeteó en la oscuridad hacia el torno y, sin detenerse ni para llamar con los nudillos, introdujo a un niño de días en la tabla giratoria, la hizo dar una vuelta y dejó al pequeño a la piedad del otro lado de la pared, que se lo tragó.

  Al amanecer siguiente, el portero que se hizo cargo del niño pensó que ya eran demasiados los recién nacidos que, en los últimos años, habían quedado al cuidado del Padre de Huérfanos de la ciudad, o del mismo hospital, así que decidió dar el niño a alguna de la Órdenes con casa en Valencia. Dudó entre llevarlo a la Iglesia de las Escuelas Pías o a la Casa Profesa de los Jesuitas de la Plaza de las Pasas. Estaban ambas a una distancia semejante, algo más cercana y en línea más recta la primera; más tortuosa la llegada a la segunda pues exigía atravesar el mercado. Sin embargo, el portero, cuya vivienda estaba en la trasera de Santa Catalina y por tanto más cerca de los jesuitas, se decidió por éstos al estar de camino hacia su casa; de paso podría también pedir de limosna algunos calcetines para el niño a alguno de los tenderos de la calle de la Sabatería dels Chiquets, lindante con Santa Catalina. Así pues el recién nacido, a quién de inmediato pusieron por nombre Bonifacio para que hiciera siempre el bien, vino a parar a los jesuitas y no a los escolapios por la pereza y la piedad de un portero de Hospital.

   El pequeño Bonifacio se crió entre los escalones de la Iglesia de la Casa Profesa que daba a la Plaza de las Pasas. Allí correteaba entre los puestos de los artesanos, arrieros y almacenistas que por la trasera de la Lonja de la Seda proveían los puestos del mercado situados frente a ésta, en un bullir incesante de animales, gritos de los vendedores y chiquillos que se colaban entre los hierros de los Santos Juanes o buscaban trozos de cordel del último ahorcado. Bonifacio apenas percibía en su corta edad lo que ocurría a su alrededor, pero en sus pupilas entraban cada día miles de imágenes de la vida y color de una Valencia repleta de telas y flores, barro, sol y estiércol, campanas y campanarios con miles de toques diferentes, risas y canciones y caballos gigantes apostados junto a un carro.

Un coadjutor jesuita muy entrado en años y de seso perdido llamado Juan Mogica, ubicado más que ocupado en el Colegio de San Pablo y Seminario de Nobles junto a la puerta de San Vicente, había cogido cariño al crío y gustaba de llevarlo en los encargos que, siempre dentro de las murallas, se inventaba el rector del Colegio –el padre Navarro- para ocupar a aquél ángel anciano. El prepósito y rector de la Casa Profesa, -padre Doménech-, veía con complacencia resignada a aquella pareja de ausente y lazarillo, pensando que nadie estaba más cerca que ambos del Reino de los Cielos.

   El coadjutor Mogica tenía, no obstante, algunos itinerarios amoldados a su rutina. Cuando se salía de ella acababa perdiéndose por alguna calle o, peor aún, entre las tres paredes de algún azucach donde moría su orientación. Así le había ocurrido, por ejemplo, al ir a visitar las obras que la Orden estaba promoviendo para las monjas de San Gregorio y la Casa de Arrepentidas. Y otro tanto parecido le ocurrió al visitar los trabajos de construcción de la nueva iglesia y conjunto del Temple, donde los Freyles de Montesa se habían acogido tras el desastroso terremoto que había arruinado su castillo de la Vall d´Albaida casi veinte años antes. Mogica llevó al crío para que el Prior Don José Ramírez le mostrara la cabeza de San Jorge y el Lignum Crucis milagroso que custodiaban los Freyles. Tras visitar el Convento y palacio ya ampliados, y estando pendiente sólo de conclusión la iglesia, cuyos muros apenas levantaban 8 palmos, Bonifacio se separó bruscamente de la mano de Mogica cuando un albañil le llamó diciéndole:

  -¡Ven niño, ponte aquí, que voy a marcar tu altura en esta pared, a ver quién crece antes!-.

  El pobre coadjutor, creyendo haber extraviado al niño y desorientado entre andamios y vigas que semejaban setos de un laberinto de piedra, se angustió de tal manera que acabó en el río, sollozando ante la idea de que Bonifacio se hubiese ahogado.

Mucho más fácil para Mogica era deambular, con Bonifacio siempre de la mano –no sabemos quién llevaba a quién- por la calle Corregería hasta la Seo, donde una vez dentro se divertían siguiendo a las mujeres encinta que daban nueve vueltas al recinto pidiendo buen parto, o donde el deán les enseñaba la pluma de Angel del relicario. Cuando chispeaba se acercaban a la inmediata Iglesia de los Santos Juanes, donde el jesuita se complacía haciendo al niño mirar, desde sus dos palmos sobre el suelo, las trece colosales figuras de estuco de Jacob y sus doce hijos, elevadas sobre pilastras en la nave central y que al niño le parecían gigantes invencibles.

  El paseo favorito de Mogica y en el que jamás se perdía era, sin duda, el de la Iglesia del Patriarca Ribera. Allí estaba, a la entrada, el monstruo. Un caimán gigantesco y negruzco, de unos diez pies de largo y con la boca abierta hacia el visitante, colgaba suspendido de la pared izquierda del portalón de entrada. La primera vez que Bonifacio lo vio, a sus cinco años, rompió a llorar del susto, pero pasada esa experiencia se fascinó con el monstruo y rogaba siempre al jesuita que le llevara a verlo tirándole de la sotana y almibarando la voz. El caimán vivo había sido un regalo que el virrey del Perú envió al Arzobispo Ribera casi doscientos años atrás. Ribera puso al animal el nombre de Lepanto, quizá en recuerdo de la fuerza indomable de la fe, y lo instaló en los jardines de su finca de extramuros en la calle Alboraya, vial en el que décadas antes había muerto arcabuceado por mujeriego el segundo marqués de Guadalest. Allí el Patriarca gustaba de alimentar al reptil y observar cuán portentosas eran las creaciones del Señor. Cuando el monstruo murió, en 1604, Ribera lo hizo disecar y elevarlo en la puerta de su Iglesia concluida apenas un año antes, en señal del silencio que debía imponerse a todo el que a Sagrado llegara. El animal suspendido parecía volar boca abajo, como en un cuadro de Zurbarán.

   En aquella iglesia del Patriarca había otras dos paradas que el coadjutor Mogica hacía siempre junto al pequeño Bonifacio. Una era la de la capilla de San Mauro, el niño mártir de Africa, cuyas reliquias había mandado al Patriarca el papa Clemente VIII en 1599. San Mauro Mártir sufrió pasión en el siglo III de la fe, y yacía enterrado en las catacumbas de San Calixto, en Roma, hasta que el Papa la envió a España a cargo del cardenal e Inquisidor Don Fernando Niño de Guevara a petición del Patriarca Ribera. Su cabecita dormía en un cofre de plata forrado de damasco rojo, y sus restantes reliquias la esperaban en otro recipiente santo; por las afueras de la iglesia, en la parte trasera cercana a la capillita, había una replaceta que la gente llamaba “de San Mauro”, por la devoción que le tenían. San Mauro había sido elevado por Ribera a tercer patrón de su basílica, tras San Vicente Mártir y San Vicente Ferrer, y también Valencia lo había acogido como protector y lo veneraba como a los otros dos Vicentes, al Angel Custodio, a la Purísima y a San Gregorio, entre otros cientos más de Santos y las once mil vírgenes.

Junto a la capillita de San Mauro, con todo el mimo del mundo, el Patriarca Ribera había hecho enterrar los místicos restos de Sor Margarita Agulló, la monja setabense que rezaba y enseñaba, para éxtasis de muchos y recelo de otros, en su apartado beaterio valenciano de la calle Renglons, tan pegada al Colegio jesuita de San Pablo que no se sabía quién vigilaba a quién, y donde tantas mujeres retiradas se entregaban a su oración y a su quietud como los quietistas mágicos del siglo anterior, a despecho de la Inquisición.

   No obstante San Mauro y Sor Margarita Agulló (la Agullona, como decían las crónicas de su época), el preferido de Bonifacio era indudablemente el monstruo, Lepanto. Nada hay más peligroso que la conjunción de un niño y un perdido, y así el coadjutor Mogica dio en su gusto el llevar al niño a ver otros monstruos que las fachadas valencianas ofrecían, tan hechas ellas a los dracs y a las sargantanas petrificadas de esquinas, gárgolas y capiteles. Del Patriarca iban ambos al palacio del Marqués de Dos Aguas, donde otros dos caimanes de alabastro se retorcían en la portada rococó del suntuoso edificio.

   -“¡Mótruo!- Decía el niño, señalando a las bestias color ámbar, a lo que el anciano Mogica contestaba:

   -Sí, monstruo, el monstruo y su hermanito.

   - ¡No los mires tanto, niño! –Le dijo una vez el lacayo de la puerta del marqués- ¡o te volverás loco como Don Hipólito!-.

   Se refería el sirviente al artista Rovira, creador de aquella portada retorcida, cuyos huesos sin entendimiento acabarían en el mismo Hospital del que en su día había salido Bonifacio. El lacayo, que  conocía al chico y compartía su afición por las excentricidades, le dejaba pasar alguna vez al portalón del señor marqués para enseñarle los leones rabiosos del armazón de su carroza principal, a los que el niño podía acariciar y hasta enfrentar fauces contra fauces.

   Algo había de fascinante para un niño de pocos años en aquellas figuras horribles tan típicas del barroco de la España de las velas gruesas. Lo mismo le había ocurrido en la procesión del Corpus, cuando el Padre Guarinós de la Casa Profesa llevó a Bonifacio a ver las llamadas Rocas, fastuosas carrozas y catafalcos de arte efímero cuya imaginería excesiva se tragaba a su paso la atención del pueblo, entre danzantes, momos, nanos y gegants, timbaleros y pétalos. Entre las Rocas había un águila dorada gigantesca que para el niño era la misma imagen del Angel Exterminador. Cuando contaba seis años pudo ver la procesión desde la esquina de la calle de la Carda con Bolsería, y al ver el águila inmensa con todo el sol crepuscular que le rebotaba a la espalda desde poniente, creyó el niño estar viendo al mismísimo Espíritu Santo en ignición. Bonifacio lo aplaudía todo a su paso, repitiendo como si fuera la única palabra que conociera: -“¡Mótruo, mótruo!”

   Aunque la Valencia de entonces había entrado de lleno en el mundo de las academias, las enciclopedias y las higienes, seguía siendo un laberinto de callejuelas donde lo etéreo acechaba en cualquier ornacina con santo, un escudo de un portalón de madera tachonada o una procesión de rogativas. Para un niño como Bonifacio, quien para mayor intensidad pasaba medio día entre transustantaciones y milagros, todo el entorno era en sí mismo celeste sin que hubiera diferencia entre los olores de cebolla del mercado y los inciensos de los Santos Juanes. Todo con ruidos, con aromas y sorpresas, mezclado con los silencios, la humedad solitaria de las celdas y la hierbabuena del huerto.

   Por eso se alegró como –lo que era- un niño de casi siete años cuando le ofrecieron desfilar junto a otro monstruo. Esta vez era el del paso del gremio de chocolateros, diseñado para la procesión de conmemoración del Centenario del traslado de la Virgen de los Desamparados a su nueva capilla. Corría el año de 1767, y la ciudad de Valencia quiso celebrar con toda festividad aquella efeméride, prevista para el mes de Mayo. Los chocolateros iban a participar como los restantes 37 gremios, y habían decidido hacerlo con un carro en el que habría un gran dragón emergente de unos peñascos y en cuyo lomo se alzaría un trono con la Virgen; el carro iría tirado por dos delfines dirigidos por un genio, y por delante caminando irían tres oficiales del gremio repartiendo chocolate y dos niños arrojando poesías, mientras que por detrás seguiría una comitiva de mogigangas disfrazadas de turcos y africanos, además de 48 chocolateros de verdad. A Bonifacio, es decir a los jesuitas que lo guardaban, le propusieron ser uno de los dos niños que arrojara poesías junto al terrible dragón; la idea fue de las monjas de la Puridad, que conocían bien al niño pues solían verle y regalarle virutas de chocolate cuando desde la Casa Profesa le mandaban a por dulces que las monjas preparaban. A ellas les iba a colocar el gremio de vihuelistas un hermoso altar delante de la entrada, con flores y espejos, pues no en vano también ellas tenían en su fachada una imagen de la Virgen de los Desamparados muy preciosa.

  Bonifacio estaba encantado aprendiéndose su papel, acudiendo con su buen Mogica –nadie más querría llevarle- a los ensayos. Tenía muchas ganas de hacerlo bien y de que al ir por la calle recitando sus poesías le vieran todos los padres de la Casa Profesa y del Colegio de San Pablo. También quería que le viera su amiga Amparito, que por entonces era su única amistad del mundo femenino.

  Amparito era una niña dos años mayor que él, a la que criaba una mujer de la calle del Carbón, en un lateral de los Santos Juanes. La niña había sido abandonada siendo una recién nacida, como Bonifacio. El motivo de su abandono pudo ser una mancha de unas dos pulgadas de diámetro que tenía en el codo izquierdo y que sus padres debieron interpretar como mal presagio, o quiza lo fuera simplemente el que la niña tuviera un estómago que alimentar. Las monjas magdalenas le buscaron una casa, la de Armancia Carbonell, que ya tenía otro niño acogido llamado Chimet, de muy malas pulgas. Amparito acudía a aprender primeras letras junto con otras niñas pobres a la Casa de Educandas construida poco antes por el Arzobispo junto al Convento de Franciscanos. Allí, o mejor, buscando piedrecitas cristalinas en la tapia del Convento, la encontró un día Bonifacio cuando regresaba a la Casa Profesa desde el Colegio de San Pablo. Al niño le hizo gracia el interés de la niña por las piedras y se paró junto a ella. Amparito solía jugar cerca de su casa en las inmediaciones del mercado, donde todos la conocían y la trataban como a una hija.

  Una vez, la niña cogió de la mano a Bonifacio y le hizo entrar en una de Les Covetes de los comerciantes que había en los bajos de los Santos Juanes. Las tiendas, concedidas unos sesenta años antes por el Arzobispo Folch de Cardona a un particular a cambio de reformar la fachada de la iglesia, eran continuamente objeto de las travesuras de los chiquets del mercat, entre los que estaba Chimet el medio hermano de Amparito. Ésta, sin embargo, no entró con Bonifacio en una de las covetas para cometer una fechoría, sino para marcar un corazón en una de sus vigas de madera.

  -Mira, Bonifacio –le dijo tras grabar, con una varilla rota de rueca, un corazón en una vigueta.

  El niño, en su inocencia siempre mística, le preguntó: -¿Es un Sagrado Corazón?

  Amparito contestó: -Claro, es el mío. –Y continuó grabando las letras A B

 -Ave María- Dijo Bonifacio, creyendo ver un ramo de rosas blancas en las manos de Amparito mientras ésta marcaba la viga.

  -Sí, y también dice Amparito y Bonifacio. Ya sé escribir diez letras.

  Bonifacio la miraba embelesado. La niña hacía música cada vez que hablaba, a pesar de que su aspecto fuera poco agraciado con la cara y brazos habitualmente tiznados de carbón, imagen que solía mejorar cuando acudía a la Escuela de Niñas de la que salía lavada y peinada. Bonifacio jamás prestó atención a la mancha que la niña tenía en el codo, aunque sabía que otros niños la remarcaban para herirla. Posiblemente la fascinación del chico por las cosas sobrenaturales que sentía a diario con los religiosos le hacía integrar en una sóla idea lo habitual y lo infrecuente, lo natural y lo ficticio, siendo todo digno del mismo amor o, como él sentía a veces, del mismo perdón. Una culpa compartida, un pecado que por alcanzar a todos redimía también a todos, los hacía merecedores de ese amor por todas las cosas que el pobre coadjutor Mogica, en su incipiente senilidad, le transmitía como si lo pidiera para sí. Todo aquello era muy parecido a la felicidad y por ello Bonifacio se sentía uno más entre aquellos jesuitas, como esos perros que se creen humanos por vivir con éstos, ajeno por completo a las disputas diarias a que los religiosos hacían frente y, mucho más aún, a las nubes cargadas de tormenta que acechaban desde un horizonte cada vez más cercano a los ignacianos.

Al acercarse el mes de Mayo, el niño seguía embebido en sus preparativos del gremio de chocolateros para la fiesta de la Virgen. Soñaba en ocasiones con su dragón en el carro, y se veía a sí mismo remontando hasta el trono donde la Mare de Deu se hallaba sentada en plena Majestad. Soñaba con toda su felicidad onírica, sintiendo que aquella Virgen era lo que tantas veces le habían dicho, su madre, y que el Cielo era lo que había sobre ella y en él estaba el Señor al que amaba sobre todas las cosas, como le enseñaban y él sentía como sentía al sol y a las nubes. Dormía con una sonrisa, pensando en su monstruo oblongo portador del trono sagrado, él con sus poesías y los demás niños mirándole embobados, niños con sus padres y madres tan raros para él que era un niño del torno y sin embargo tan amado y tan feliz.

   Una madrugada, sin embargo, algo interrumpió su sueño dulce. Fue el 1 de Abril, apenas un mes antes del desfile de la Virgen. Era un miércoles. Cuando apuntaba el amanecer, Bonifacio se revolvió sobre su jergón de borra incomodado por unos gritos que él pensó formaban parte de un sueño. De pronto oyó un golpe sobre la puerta de su cuartito, y comprendió que algo estaba pasando en los pasillos de la Casa. Abrió su puerta y vio un montón de soldados del rey, armados con sus fusiles y la bayoneta calada, persiguiendo a los padres Miralles y Salau; al fondo del pasillo otro soldado sujetando contra la pared al padre López, el prepósito Don Ignacio intentando separarles con gesto lastimero, el coadjutor Torres caído en el suelo… Todos con miradas de desconcierto, espanto, algunos corrían hacia sus cuartos con un libro en la mano, otros sacaban sus rosarios, mientras desde la capilla se oían más voces familiares y sobre ellas otras más duras que gritaban: -¡Al refectorio! ¡Vamos, vayan al refectorio!

   Aquellos soldados vociferantes no hacían sino cumplir las órdenes del rey Carlos III, y de su voluntad la engolada mano del conde de Aranda, que había ordenado prender en aquella noche a todos los jesuitas de sus dominios para expulsarlos de los reinos, tal como el marqués de Pombal había hecho apenas ocho años ante en Portugal a raíz de las revueltas de las reducciones de Indias.

  Bonifacio apenas entendía nada, nunca hubiera imaginado que los soldados pudieran entrar en la Casa Profesa, ni que pudieran empujar ni gritar a los hombres tan santos de la Orden. Ya en medio del pasillo, preguntó a uno de los religiosos:

-¿Qué pasa, padre Cruañes?

- ¡Nada, Bonifacio!, ¡métete en la celda, métete en la celda!

Mientras tanto se seguían oyendo golpes, carreras y órdenes de los armados: -¡Vamos, vamos! ¡He dicho que rápido! ¡Al refectorio, o a la sala capitular, lo que tengan aquí! ¡Suelten esos libros, he dicho que suelten esos libros, tráigalos acá y no me obligue a…!

Bonifacio entró corriendo en su celda y se vistió rápido como una centella. Desobedeciendo la orden del padre Cruañes, algo le hizo ver que debía escaparse de inmediato. Consciente por primera vez de que en el edificio estaba ocurriendo algo dramático, echó a correr por el pasillo entre las culatas de los fusiles y las polainas de los soldados, los cuales por lo demás no tenían ningún interés en aquél crío pues no tenían órdenes de detener a ningún niño, ni tan siquiera a los novicios, únicamente a sacerdotes, coadjutores y hermanos.

   El niño salió a la calle y como por instinto tomó la dirección del Colegio de San Pablo, donde podría acogerse a aquellos otros jesuitas, único lugar donde se le ocurría poder estar a salvo. A toda velocidad recorrió la bajada de convento de San Francisco y pasada la misma se plantó jadeando en la puerta del Colegio jesuítico. Pero allí estaba ocurriendo otro tanto que en la Casa Profesa. Es entonces cuando la mente del pequeño sintió terror al ver también a aquellos otros padres que tan bien conocía, el padre Escola, el padre Jornet, el rector padre Navarro… todos apelotonados en la cancela del colegio sin poder salir, presionados hacia adentro del recinto por varios soldados con los fusiles en horizontal como si estuvieran encerrando caballos en un corral para marcarlos. Entonces Bonifacio vio al coadjutor Mogica, su buen padre Juan, zarandeado por otros que pugnaban por romper un pergamino y un soldado que quería arrebatárselo.

-¡Padre Juan, padre Juan! –gritó el niño, y echó a correr en su dirección. Los jesuitas que se dieron cuenta intentaron rechazar al crío, diciéndole por su nombre: -¡Vete! ¡Fuera de aquí, Bonifacio!- Y otros: -¡Corre a la catedral!

Pero Bonifacio ya se había agarrado a los faldones del anciano coadjutor Mogica, y no había forma de separarlo de ahí, ni Mogica quería dejárselo retirar, mientras gritaba:

–¡Dejádmelo! ¡Dejádmelo, por todos los santos! ¡Dejadme a este ángel! –Y los demás desistieron de separarlos pues ni tan siquiera para ellos mismos encontraban brazos, a tal punto los coercía el pelotón mandado para apresarles.

Una vez reducidos a una sala todos los jesuitas del San Pablo, incluidos Mogica y el pequeño Bonifacio en sus brazos, permanecieron allí unas horas mientras los agentes reales formalizaban un inventario y registraban los archivos. Se oian ruidos de libros cayendo al suelo, de taburetes volcados. El Rector Navarro, viendo los rostros de congoja de sus compañeros, les hizo rezar larguísimos rosarios, uno tras otro, con sus gozos, sus letanías. Esperaba que en algún momento entrara algún responsable a darles explicaciones.

Pero no ocurrió así. Al cabo de unas horas les hicieron salir y los montaron a todos en varios carruajes escoltados por más hombres armados. Tomaron el inmediato camino de ronda para salir por la puerta de San Juan, junto al convento carmelita de Santa Teresa y San Juan, y cruzaron el río Turia con dirección hacia Segorbe, punto donde deberían reunirse con todos los demás jesuitas apresados del Reino de Valencia.

  Llegados todos a Segorbe, se inició un periplo angustioso y lento para aquellos religiosos, a los que finalmente les esperaba una caja de agrupamiento en Salou. En el puerto –puertecico- de Salou debían reunirse con todos los demás jesuitas de Aragón que habían sido concentrados en Teruel y con los de Cataluña que lo habían sido en Tarragona, como los mallorquines en Palma. El dibujo siniestro de la prisión de los jesuitas para su embarque se completaba con Cartagena para la provincia jesuita de Toledo, Puerto de Santa María para Andalucía y Santiago para Castilla. En Salou se enteraron los jesuitas valencianos de que les deparaba un destierro a los Estados Pontificios, destino que aun siendo desagradable no dejaba de ser una segunda casa.

   Bonifacio permaneció en Salou todos aquellos días con los jesuitas. Al principio intentaron convencer a los guardias para que lo bajaran del carruaje en la salida de Valencia, pero Mogica entró en cólera al intento de arrebatárselo, y los soldados lo dejaron para mejor ocasión. Ya en el camino, a cada legua que se alejaban entendían que el designio establecido para los religiosos era más sombrío, y empezaron a pergeñar que quizá el niño estaría con ellos mejor que entre la soldada al no haber nadie más con quien fiasen en dejarlo, y sintiendo pavor ante la posibilidad de que los soldados pudieran apropiarse del niño bajo nota de abandonado y alistarlo como tambor en el ejército de Su Magestad. Así que decidieron mantenerlo con ellos, a la espera de acontecimientos.

  El embarque en Salou fue uno de los días más dramáticos en la vida de Bonifacio. Mientras subía a la embarcación con todos los jesuitas, notó que el coadjutor Mogica no estaba entre ellos.

  -¿Y el padre Juan? ¿Y el padre Juan? –preguntaba a todos, con mirada temblorosa.

- Vendrá más tarde, está con el médico porque tenía tos. Luego vendrá, no te preocupes.

Le mentían. Don Juan Mogica no había podido ocultar por mucho tiempo su vejez y su senilidad, y los agentes del gobierno decidieron que no podía embarcarse, pues quizá no resistiera la travesía y no querían que su fallecimiento se achacara a la perfidia real, así que lo retuvieron en tierra, acordando que fuera llevado al interior donde acabó siendo conducido al Convento de la Merced en Zaragoza. Desde la cubierta del barco, aún pudo Bonifacio ver por un momento la cabeza endeble y de cuatro mechones canosos de Don Juan, su querido coadjutor, atrapado en el puerto de Salou, y al que aún pudo gritar para despedirse:

-¡Padre! ¡Padre!

- ¡Bonifacio, Angel mío! –le contestó el coadjutor cuando oyó la voz del niño -¡Ama a Dios sobre todas las cosas! ¡Ama a Dios sobre todas las cosas! ¡Y perdónales! ¡Perdónales!

   En aquellas palabras sonaba la voz lejana del religioso como un canto de cisne, un adiós que no se atrevió a pronunciar, quizá en su última lucidez, mientras alzaba su manita de viejo y la movía para que su pequeño amigo la siguiera divisando al alejarse rodeado de casacas y sombreros de tres picos de los soldados.

-Pronto vendrá, no te preocupes-, dijo a Bonifacio uno de los padres –Anda, toma un poco de bizcocho, y abrígate.

   Así se separaron Bonifacio y el coadjutor Mogica, para siempre. El niño, arropado por sus jesuitas de la Casa profesa y colegio de San Pablo de Valencia, más los de Onteniente, Alicante, Gandía, Segorbe, Torrente y Orihuela, marchó en aquel barco en la que iba a ser llamada la Expulsión de los Jesuitas y que para ellos significó el fin de su mundo. Al alejarse de la costa, muchos miraban por la borda sin saber si estaban despidiéndose para siempre de España, o si les esperaba un final aún más dramático como prisioneros que eran.

   No habían terminado sus cuitas con el embarque pues llegados a las costas italianas no quiso el Papa hacerse cargo de ellos, porque no vieran los otros reinos que en Roma facilitaban las expulsiones, así que los reenviaron a Córcega donde continuaron sus penalidades.