lunes, 24 de noviembre de 2014

EL COMETA PHILAE, 67P Y MEMNON







Antes un rayo de luz era Marisol. Ahora el rayo de luz es lo que puede salvar a un cacharro perdido en un cometa. También antes los cometas venían a la Tierra y nos traían desgracias; ahora es la Tierra la que va a los cometas. Oh, tempo, oh, mores.



   El artilugio Philae se ha caído en el cometa 67P, que es como el nombre de una entrada secreta de Mortadelo y Filemón, maldita ciencia. Digo se ha caído porque no ha aterrizado como debía y se ha quedado en un ángulo que no recibe luz solar alguna para renovar sus pilas. Philae ha consumido poco a poco su batería de 4.5 voltios como las de la pretecnología del cole, y su corazoncito se ha helado como se moría sin pilas en la angustia y el amor la chica del Paciente Inglés, en la Cueva del Nadador. Allí en un cometa frío la máquina se ha muerto, abandonada como Ariadna abandonada por Teseo en Naxos, Dido abandonada por Eneas en Cartago o Katie Escarlata por Rhett Buttler en Tara con su tara, solas y oscuras a despecho de los machos alfa.



   Ya ven, en España tenemos un toro enamorado de la Luna y ahora en el Cometa tenemos un aparato enamorado del Sol. Por su ausencia ha muerto de amor, seco y frío. Philae no ha sido Phileas (Fogg), protagonista de La Vuelta al Mundo en 80 días, capaz de vencer mil obstáculos en su viaje; el cometa no tenía que dar la vuelta a La Tierra sino volver a la Tierra, que no es lo mismo, y con él tenía que llevar a Philae para que nos mandara datos y fotos y enigmas para la Nasa. Pero el cacharro o satélite ha caído mal, cojea como Vulcano cuando lo arrojaron al vacío y se rompió renqueando desde entonces (miren el cuadro de Velázquez, cómo Vulcano está desnivelado no por praxiteliano sino por su afección).



   Philae está mal apoyado y por eso no recibe luz y no emite, apagado como Juana la Loca sin la luz de su Hermoso. Pero los de la bata no pierden la Esperanza y dicen, como decía Juana la Loca o Aurora Bautista, que el satélite no está muerto sino que está dormido, que despertará. Dicen que un rayo de Sol de la próxima primavera podrá hacer revivir la chatarra, no me digan que no es romántico, vamos que ni el Príncipe de Blancanieves resucitando a la ínclita, ni siquiera le piden al Sol que luzca con amor para el cometa, basta el rayo, de luz suave y no el de Thor.



  Cuando algunos éramos estudiantes de Podemos en el Madrid de Tierno, era muy fashion ir al Alphaville a ver cine que no entendías y de paso el Laberinto de Pasiones; una de aquellas películas era El Rayo Verde, de Eric Rohmer, la cual contaba que el último rayo de sol sobre el horizonte es verde, el rayo no el horizonte, o son lo mismo. Verde quizá se viera desde el 67P, desde la plancha estúpidamente fría de plasma, verde morado de Philae y ¡zas!, ya no hay rayo y casi no hay pilas…………   Vaya historia, les confieso que desde que vi 2001 de Kubrik y creo en los sentimientos de las máquinas siento piedad por todo cacharro que se extingue, incluidos los humanos, los cuales -a pesar de que el Ateneo votó que Dios no existía-, deben tener alma ya que la tienen las máquinas. Ese Satélite Comansi llorando en el cometa, con frío, sin su familia, mientras ve los últimos rayos verdes o ultravioletas… no me digan que no es de Bradbury.



   Y aun así… no crean, que yo envidio al cacharro por enamorado de la luz, como Plotino y Visconti. Ese artefacto tiene las esperanzas puestas en el rayo de luz que vendrá quién sabe cuándo, y hasta entonces en el purgatorio como Adonis… Y ahora les hablo de Memnón, que es lo que me apetecía desde el principio. Memnón no busca el último rayo de luz sino el primero.



   Los colosos de Memnón son dos gigantes de piedra que hay en Egipto, busquen en la Wikipedia que me aburro. También se habló de dos columnas en la antigüedad. Una de ellas, Memnón, espera ansioso el primer rayo de luz del día y entonces emite un breve gemido, cuando el rayo roza su punta.



   Las tradiciones dicen que es el llanto alegre de Memnón por su madre la Aurora cuando la ve surgir con sus rosáceos dedos (esto último es de Homero). Memnón era un joven hermoso, el más hermoso, y había muerto luchando contra Aquiles. Fue recordado con el monumento. Hölderlin dio otra versión, cuando advirtió que Memnón gemía porque estaba alejado de Diótima y suspiraba cada día por ella, por la lejanía de ella, por la muerte de ella, ayudado por el rayo del sol.



   Yo creo que al pobre satélite, al Philae, deberían darle un tercer nombre (el segundo, que ya tiene, es el de sus cradores Churyamov-Garasimenko). Deberían rebautizarlo como Memnón. Quizá así, los dioses se apiadaran de él y le mandaran al Sol, y éste lo calentara y le hiciera revivir, y vuelto a la vida se dejara llevar por Venus y nos fuera traido a la Arcadia donde estamos, bañados en el rio Alfeo y rodeados de cuadros de Poussin, todo por el rayo, el rayo que no cesa.

jueves, 2 de octubre de 2014

JOHAN MAROR (O MARTÍ), 1373. POSIBLE PRIMER CORSARIO DE BENIDORM







  

(((((Advertencia previa sobre la denominación: En el título figura la indicación del apellido Maror o Martí. Debo decir que recientemente he publicado el presente artículo refiriéndome a Johan Maror únicamente, pues ése es el nombre que conocía desde hacía 20 años, cuando lo leí en el libro “Los orígenes de la piratería Islámica” (páginas 141-142), de Andrés Díaz Borrás, y editado en 1993 por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (C.S.I.C.), cuya autoridad nunca se me hubiera ocurrido cuestionar. Sin embargo, mi amigo y buscador incansable Francisco Bou Llambrich me advirtió de que otro investigador serio y conocido nuestro, Francesc Xavier Llorca Ibi –por el que profeso el mayor de los respetos- había publicado algo sobre este mismo personaje pero denominándolo Martí, basándose en otra fuente diferente a la mía. Busqué entonces la imagen del original que había aportado Llorca Ibi y comprobé que, curiosamente, la grafía no es clara y se presta a las dos lecturas; incluso –para mi pesar- se acercaría un poquito más a Martí que a Maror, lo que además sería más compatible con la lengua y época de que tratamos. Aun así, ante la inconveniencia de citar los dos apellidos continuamente, y ante la necesidad de optar entre uno u otro me mantendré en este artículo, por pura inercia y amparándome en la autoridad del C.S.I.C., en el Maror que he venido cultivando desde hace 20 años y admitiendo que el lector lo sustituya mentalmente por Martí, si mejor le pareciera.

Debo añadir a posteriori, como segunda advertencia: que tras comentar el asunto con Llorca Ibi, me ha informado de otras gestiones que realizó por su cuenta para confirmar el apellido Martí de este corsario, por lo cual debo reconocer que su versión debe gozar de más predicamento y que será la que yo use en el futuro, guardando mi Maror en el baúl de los cariños de aficionado.



Fin de la advertencia.)))))







Benidorm ha sido cuna de corsarios legendarios. Ahora bien, ¿desde cuándo podemos hablar de corsarios de Benidorm?



  En el Archivo del Reino de Valencia (ARV, Mestre Racional, 9585, f. 40 v.) hay un documento de 1373 en el que se lee cómo un corsario de Benidorm llamado Johan Maror había capturado cinco sarracenos en Berbería y los había vendido en pública subasta, también en Benidorm.



  Dice literalmente el documento:



  “Item, rebí d´En Johan Ferràndez, alcayt de Benidorm, qui en loch nostre los avia rebuts d´En Johan Maror, corsari del dit loch, per dret de delme de V sarrahïns, que pres ab la sua barqua en Berberia, dels quals féu encant en Benidorm axí que abanides mesions de la panática e dret de pilotage e altres segons que-s mostre per scriptura d´En Goçalbo Ferràndez, notari qui-n fa testimonis, prevench-ne al dit delme: CLXXX sous.”



  No conozco referencias anteriores a otro corsario benidormense con nombre y apellidos, aunque evidentemente pueda haber existido. En cualquier caso es un dato interesante pues nos permite afirmar que en esta localidad existe una tradición de siglos en el ejercicio del corso.



  Del documento extraemos algunos datos importantes. Uno de ellos es la identificación del alcayde de Benidorm en 1373: Johan Ferràndez.



  Otro dato es la mención de que Johan Maror acudió a Berbería “con su barca”, lo que indica que él era el patrono de la misma y que no se trataba de una campaña terrestre ni de una acción bélica de mayor dimensión. Es decir, que se trató de un empeño personal realizado por decisión propia de Maror y con sus propios medios.



  Se indica también que los cinco prisioneros fueron vendidos en el mismo Benidorm. Ello sugiere que en la misma localidad o en su entorno debía haber una población suficiente y con medios económicos como para que el corsario prefiriera subastarlos allí en lugar de llevarlos a otros puntos de mayor riqueza.



  En cuanto al modo de venta, se dice “féu encant”, que en la documentación de la época alude a pública subasta, o “en almoneda” (probablemente sea un precedente de lo que en siglos posteriores se llamaba “encanterar” para referirse a introducir “en un cántaro” las papeletas de los sorteables para el ejército, a los que se les aludía como “encanterados”).



  Otro elemento interesante es la identidad del notario, Goçalbo Ferràndez, del que no se nos dice que fuera residente ni ejerciente en Benidorm, pero del que presumimos que al menos sí sería competente para ejercer en dicho lugar pues todo apunta a que la escritura de adjudicación de los cinco cautivos se autorizó en Benidorm, ya que la subasta también se efectuó ahí. El apellido del notario es el mismo que el del alcayde, lo que parece evidenciar una relación de parentesco entre ambos. Cabe decir que los notarios valencianos, en esa época, estaban ya adscritos a un colegio notarial que les permitía el ejercicio en todo el territorio del reino como miembros de un colegio común de dicho ámbito. Aunque muchos han discutido la antigüedad del colegio valenciano, retrotrayéndolo sólo al año 1342, esta posición es discutida por otros estudiosos como Vicente Simó Santonja, para el cual es indiscutible que el propio rey Jaime I estableció en 1238-39 la institución del Notariado Valenciano en el propio tiempo de la conquista de Valencia, otorgando por tanto a dicho Colegio el privilegio de ser el mas antiguo de España, con habilitación en todo el territorio del reino.



  Por lo que respecta al contenido del documento, éste nos informa de que el Mestre Racional de Valencia (institución de carácter económico) había recibido del alcayde de Benidorm los impuestos (delme, o diezmo) que el corsario benidormense le había pagado tras la venta de los cautivos. Concretamente habla de 180 sueldos. Sobre este punto debemos hacer una breve alusión a los pagos que habitualmente debían efectuarse en casos semejantes, y que normalmente eran de dos tipos. El primero era una especie de pago para obtener la declaración “de buena guerra”, es decir, una cantidad alzada que se pagaba cuando el Batlle o representante del rey declaraba que la captura del sarraceno era correcta (no se alude tanto a que fuera conforme con reglas del mar, o de derecho de gentes, que en aquellos momentos eran apenas un embrión, sino a que eran adecuadas a los acuerdos y política internacional del monarca, de forma que no comprometía la política del reino, o bien a que se trataba de presas no robadas en territorios propios). El segundo era un porcentaje sobre el valor de venta, que oscilaba según el alcance de la misma. Las cuantías y conceptos fueron diversos según las épocas; a pesar de la escasez de documentación en este aspecto, conocemos asientos de unos años posteriores (por ejemplo, entre 1412 y 1449) en los que aparte del pago por declaración de buena guerra se cifraba en un quinto (dret del quint) el impuesto sobre el valor de venta del cautivo, que se reducía a una veinteava parte (dret del vint) si se trataba sólo de mercancía. Posiblemente lo que el documento llama pilotage sea la cuantía fija, que se verá integrada en la total de 180 sueldos recibida finalmente por el alcalde. El hecho de que Benidorm fuera un lugar de señorío no afectaría a estos pagos pues como hemos visto el pago se ha hecho al alcayde del castillo para ser entregado a la hacienda del reino.



  Es de destacar que el cobro en sí de estas cantidades por la venta de los prisioneros está denotando que dicha venta fue calificada como “de buena guerra”, y que por tanto ajustada a las previsiones tanto exteriores como interiores del monarca Pedro IV el Ceremonioso. El concepto de “de buena guerra” o captura lícita y sus consecuencias en cuanto a la posibilidad de venta del cautivo tienen ya precedentes en Aragón y Cataluña con los Fueros de Teruel y las Costums de Tortosa, aunque para el Reino de Valencia no cobró trascendencia sino hasta las revueltas de 1276-77, cuando los musulmanes acogidos al rey Jaime I se rebelaron planteando el problema de su posible esclavización o venta tras ser reducidos. La apreciación de buena guerra y pago de impuestos conllevaba la entrega de un albarán al captor, lo que cabe presumir que existió en el episodio de Johan Maror, al que se firma un recibí por dichos pagos.



  El concepto de buena guerra o captura lícita acorde con las previsiones del rey nos lleva a su vez a preguntarnos sobre cuáles fueran dichas previsiones reales, y sobre cuáles fueran los motivos que llevaron a Johan Maror a lanzarse a esta empresa lícita.



  El Reino de Aragón en 1373 atravesaba por unos momentos ciertamente difíciles, tanto a nivel interno como externo. Ello facilitaría el que, por un lado, el rey no pudiera atender a la defensa de todos sus súbditos en la manera que hubiera deseado y que, por otro lado, estuviera conforme con que sus súbditos menos protegidos (como pudieran ser los del litoral valenciano, incluyendo Benidorm) ejercitaran su autodefensa sin sufrir excesivas trabas.



  En el ámbito exterior, cabe distinguir enemigos tanto musulmanes como cristianos. Dentro de los primeros habría que diferenciar los más próximos de Granada, los de media distancia en Berbería o Norte Occidental de Africa, y los más alejados de Egipto y Turquía. Por el lado cristiano, existían enemigos también en la península (Castilla, Navarra y Mallorca), y más alejados en Génova y Francia como rivales directos. En el ámbito interno, el reino tampoco estaba exento de tensiones civiles.



  Por lo que respecta a los conflictos con los demás reinos cristianos, en el flanco oriental Pedro IV se hallaba empeñado desde 1371 en la defensa de Cerdeña, donde los lugares de Alguer y Cáller estaban especialmente amenazados por la rebelión del juez de Arborea con el auxilio de Génova.



  El flanco occidental de Aragón también estaba amenazado por las tensiones con Castilla, cuyo rey Enrique II había concertado acuerdos con el de Portugal, Francia y con el infante de Mallorca para atacar a Aragón por Molina y por el Rosellón aprovechando la distracción de Aragón en la campaña de Cerdeña. Los Anales de Zurita lo describen diciendo que “Estaban todos los reyes que comarcaban con el rey de Aragón puestos en armas; y tenían sus gentes a punto, y todo ardía en guerra…”, lo que nos da buena muestra de cuáles debían ser las prioridades de Pedro IV en 1373.



  En el ámbito interno y siguiendo también a Zurita, desde 1371 se había puesto de manifiesto la disensión de ciertos nobles catalanes en la denominada Conveniencia de los caballeros de Cataluña, articulados alrededor del conde de Urgel, la cual seguía sin solución definitiva. Existía también un brote de peste desde ese mismo año que había golpeado en lugares como Caspe, lo que unido al dato de que en Valencia hubiera peste en 1374-75, hace posible que en el intermedio -1373- hubiera igualmente episodios de peste aunque no afectaran directamente a la capital valenciana, pues no fueron recogidos en las crónicas de ésta.



  En cuanto a los conflictos con los reinos musulmanes, y al igual que ocurre al hablar de los enemigos cristianos, corremos el peligro de equivocarnos si abordamos de manera unitaria a todos los reinos islámicos pues existían claras diferencias entre unos y otros. Debemos distinguir entre los peninsulares (en los que se encuentra el rey nazarí de Granada y los amagos de los benimerines), el norte próximo de Africa (en el que se encuentra la llamada Berbería, pero con lugares de evolución propia en tal momento como Bugía o Túnez), Egipto y finalmente los turcos que cercaban Constantinopla.



  Comenzando por los musulmanes de Granada y Berbería, la situación de 1373 debe explicarse recordando algunos hitos de las décadas anteriores. Remontándonos a los años de las conquistas de Jaime I (1208-1276) en el centro del siglo XIII, hay que decir que el empuje de éste hacia el Sur y hacia el Mediterráneo supuso un retroceso de los reinos musulmanes. Éstos aceptaron el nuevo statu quo, incluso mediante tratados políticos y comerciales que posibilitaron embajadas mercantiles y asentamientos aragoneses en el Norte de Africa. Los reyes posteriores Pedro III (1276 a 1285), Alfonso III (1285 a 1291) y Jaime II (1291 a 1327), distrajeron sus esfuerzos en otras campañas diferentes de las guerras de religión que consumieron muchas energías, como lo fueron las de Sicilia tras las Vísperas hasta los tratados de Anagni (1295) y Caltabellota (1302), las guerras con Castilla por el reino de Murcia hasta los laudos de Torrellas-Elche (1304-5), la reducción de los Templarios (1307-8), la derivación de fuerzas almogávares hacia Atenas y Neopatria (conquistada ésta en 1319) y las campañas de Córcega y Cerdeña (1323-25). Ello significó que iniciada la primera década del siglo XIV, los enemigos musulmanes habrían gozado de varios lustros para recuperarse sin ser especialmente atacados por Aragón, y poder contraatacar en plena península. Así lo van hacer: ya en 1304 se realiza un ataque esporádico por una armada nazarí a Villajoyosa. Entre 1310 y 1330 empiezan a organizarse los ataques de forma más organizada por escuadras granadinas y berberiscas, ocasionando el que la ciudad de Valencia se vea obligada a aprobar en 1323 la creación de una institución para redención de cautivos. Los ataques piráticos musulmanes en las costas cristianas alentados por el reino granadino van a propiciar el que los reinos de Castilla y Aragón acuerden en 1329 unirse para dar un nuevo golpe al reino de Granada y especialmente a su capacidad de ofensiva marítima. La primera respuesta nazarí contra el nuevo ánimo cristiano será un ataque devastador contra Guardamar en 1331, el cual va a hacer que el rey de castilla, Alfonso XI, se piense dos veces el agredir a Granada y se aparte de la unión con Aragón. Este, por su parte, va a quedar en solitario contra Granada lo que motivará que Valencia empiece a pensar en su propia seguridad y acuerde el aparejo de una flotilla de diez galeras dejándolas al mando de En Carròs de Rebollet. De igual manera va a intentar aunar en el esfuerzo a Mallorca, sin demasiado éxito. Por el contrario, en el bando musulmán los acontecimientos se han acelerado y los benimerines se han hecho dueños del reino de Granada, impulsando aún más los ataques contra las costas valencianas (es el caso del saqueo de Benissa en noviembre de 1337).



  Todo ello determina, ahora sí, que Aragón y Castilla superen sus diferencias y que en 1339 suscriban un acuerdo más firme cuyo fin principal va a ser la toma de Gibraltar, para impedir que el reino de Granada se vea reforzado continuamente desde Africa y obtener el control del Mediterráneo. La campaña cristiana, pese a algunos reveses en el campo marítimo, va a tener éxitos en tierra como la toma de Algeciras en 1344 o la campaña de Gibraltar en 1350. Este último episodio, pese a que en el mismo se produce la muerte del rey castellano a causa de la peste, va a ser determinante en la suerte del reino de Granada. A partir de ese momento, el reino nazarí o sus aliados norteafricanos dejarán de tener capacidad de inquietar por mar a los reinos cristianos peninsulares (lo que, por cierto, no significará la paz en los mares pues poco más tarde estallará la Guerra de los Dos Pedros entre Castilla y Aragón, importante en los escenarios marítimos, si bien no podemos incluirla en la historia de las luchas entre cristianos y musulmanes).



  La cesura que marca la campaña de Gibraltar para las grandes operaciones navales entre cristianos y musulmanes va a suponer la señal de inicio de otro tipo de lucha, la particular, la del pequeño pirata o corsario tanto de las costas españolas como africanas que, aprovechando la inexistencia de grandes enfrentamientos en el mar, intentará actuar por su cuenta en una guerra menor, casi privada, que muchos califican como “de subsistencia” (lo que significa que dichos piratas o corsarios no actúan para hacer grandes presas, sino que sus éxitos apenas les sirven para garantizar su subsistencia durante un cierto tiempo, como lo prueba el que las capturas sean habitualmente de apenas un puñado de cautivos). Este tipo de actuaciones particulares es el que predominará entre mediados del siglo XIV y los primeros años del siglo XV, momento en el que los poderes turco y norteafricanos empiecen a recuperar su capacidad de enseñorearse del mar con grandes armadas.



  En esas décadas encontramos diversos avisos de avistamientos o ataques de piratas musulmanes a las costas aragonesas. Así, en Mallorca e Ibiza hay avistamientos en 1370, 1371, 1374 o 1378. En ese mismo 1378 aparecen los piratas por Sagunto (Murviedro), y en Calpe y Moraira. También en Salou e Ibiza, y en ésta última también al año siguiente 1379. En 9 de Noviembre de 1379 se divisa una galera de moros en la costa de Villajoyosa y Benidorm, repitiéndose un avistamiento en la isla de Benidorm al año siguiente el 27 de Agosto. En los años siguientes sigue habiendo una importante actividad pirática musulmana especialmente dirigida hacia las Baleares. En 1391, sin embargo, volvemos a encontrar a estos piratas en nuestras costas, con una galera de moros en El Albir el 27 de Octubre y otra en Villajoyosa el 20 de Diciembre. En los dos años siguientes se sucederán otras apariciones en las costas valencianas (Guardamar, Cullera, Alcosséber, Santa Pola), e incuso en Alicante en 1399.

 

  Lo dicho no debe dar la impresión de que sólo nuestras costas estuvieran bajo riesgo de ataques enemigos, pues también desde la zona cristiana se ejerce el mismo tipo de ataques, a la recíproca, siendo muy difícil determinar quién lleva la iniciativa ni la peor parte en esta “acción-reacción”. Se trata de una conflictividad de bajo perfil, puramente particular aunque no por ello menos incómoda para sus víctimas, en cuyo entorno debemos incluir la peripecia del corsario benidormense Johan Maror en 1373 o, por citar otro ejemplo, cabe recordar que al año siguiente -1374- el rey de Granada ordenó prender a todos los barcos aragoneses en respuesta a que un capitán del rey cristiano, Pedro Bernal, le había tomado una nao en el litoral de Túnez. Así pues, en los años de corso de Johan Maror, son recíprocos entre “moros y cristianos” los ataques corsarios o piráticos de poca envergadura en lo que respecta a Berbería.



  Las relaciones con los estados musulmanes no se agotan con el reino de Granada ni con los bereberes, pues hay otras potencias musulmanas cuya vida política también podía influir en la paz del Mediterráneo, como es el caso de Egipto. Con este reino existían en esos años unas relaciones relativamente encauzadas. Es más, si existían algunos conflictos éstos eran provocados más por ataques cristianos que musulmanes. En Egipto se ubicaban por entonces diversos mercaderes (principalmente en Alejandría) a los que Pedro IV quería dar protección y cuya posición se veía comprometida por ataques ocasionales que los cristianos realizaban contra las costas egipcias. Ocho años antes, en 1365, el rey Pedro I de Chipre había atacado Alejandría causando perjuicios a dichos mercaderes catalanes, y el rey aragonés envió diversas embajadas al Soldán Melik el Aschraf Zein ed Din para tranquilizar la situación. Por cierto, que en aquellos años la reina de Chipre era la conflictiva Doña Leonor de Aragón y de Foix, hermana del señor de Benidorm, es decir hermana del infante Don Alfonso de Aragón, la cual actuaba como Reina madre, ya muerto su esposo Pedro de Lusignan, en beneficio de su hijo Pedro II (de Chipre). Llegado 1373, y pareciendo ya más tranquilo el ambiente en aquél sector del Mediterráneo, pudo partir una expedición mercantil desde Valencia hacia Chipre y Siria a cargo de Francisco Casasaya, o a la misma Alejandría como en el caso del barcelonés Bernardo de Gualbes. Ello no significa que, al igual que hemos visto en la zona del Estrecho, los ataques piráticos por parte de capitanes aragoneses no se siguieran produciendo, entorpeciendo las buenas relaciones, como lo prueba el que una embajada del mismo 1373 a Egipto a cargo de Pedro de Manresa para obtener la devolución de las reliquias de Santa Bárbara fuera rechazada por el mal humor del Soldán ante dichos ataques. La paz firmada no llegaría hasta unos años más tarde, 29 de Marzo de 1379.



  Por lo que respecta al estado del Mediterráneo en su parte más alejada, es decir hacia el mar Egeo y zona bizantina, las cosas no invitaban a la navegación pues desde 1359 Constantinopla estaba un poco más amenazada tras la derrota en Adrianópolis a cargo de Murad I, y en 1363 tras la batalla de Maritza en los Balcanes donde los turcos derrotaron a una coalición de Hungría, Serbia, Bosnia y Valaquia. Aun así, eran los años en que aún brillaban las expediciones almogávares a Atenas y Neopatria, y por ello no era del todo imposible encontrar barcos amigos de Aragón surcando aquellos rincones del Mare Nostrum.



  Al margen de todo lo ya indicado sobre el estado de las relaciones entre cristianos y musulmanes en esos años, y su repercusión en las actuaciones marítimas, no podemos tampoco dejar de analizar las causas puramente locales que pudieran determinar a un benidormense a lanzarse con su propia barca hacia las costas africanas en busca de botín.



  Son varias las circunstancias que debemos tener en cuenta. Sin poder hacer un estudio muy pormenorizado de cada una de ellas, cabe decir que todas apuntan a la constatación de un explicable estado de pobreza tanto en Benidorm como en su entorno. La necesidad acuciante inducirá, lógicamente, a sus vecinos más aguerridos a buscar fortuna en la lucha del corso.



  Por seguir un cierto orden cronológico, comencemos recordando que Benidorm, al igual que toda la zona valenciana y la península en general, se vio azotada por la plaga europea de la Peste Negra de 1348. La mortandad fue muy alta, citándose unas pérdidas de hasta un tercio de la población de Europa. En el reino de Valencia la repercusión fue terrible, como lo prueba el hecho de que se nos diga que en la misma capital, de unos 26.000 habitantes morían en el mes de Junio unos trescientos diarios y que algún día hubo en que se llegó a los mil. La epidemia alcanzó a todos los estamentos y lugares. La propia reina murió de la peste, así como importantes miembros de la Corte y del servicio real, lo que denota que no existía medio claro de enfrentarse a ella, mucho menos para el pueblo llano. En el entorno de La Marina, sabemos por ejemplo que causó la muerte de los párrocos de numerosas poblaciones (Guadalest, Polop, Penáguila, Cullera…), lo que dejó a numerosas iglesias de la zona sin asistencia religiosa, y de cuya terrible proporción podremos extraer conclusiones para la generalidad de la población.



  A ello le siguió pocos años después la Guerra con Castilla, llamada de los Dos Pedros, que iniciada en 1356 con la toma de Alicante y a pesar de varios períodos de tregua o inactividad, duró hasta varios años después. Fue también una guerra devastadora, incluyendo nuestra zona. A las destrucciones y saqueos de poblaciones y cultivos se añadió el despoblamiento de diversas localidades. En 1359 se asoló el poblado de Ifach desde el mar. En 1363-64 buena parte de los lugares del condado de Denia (al que pertenecía la zona de La Marina) habían sido atacados o permanecían aún en poder de los castellanos. La morería de Albalat fue saqueada; Bellaguarda sufrió un grave retroceso demográfico que hizo que en 1369 aún se le considerara “trencat e derocat”; de Finestrat se dijo que fue “derocat e fort destroyt”; el castillo de Polop fue destruido, y las alquerías de Alarc y Sanxet directamente quedaron despobladas al menos hasta 1376. En Callosa d´En Sarriá, aparte del daño físico, hubo un deterioro civil de gran trascendencia por las rivalidades entre diversas facciones de la comunidad musulmana (como reflejaron las denuncias de Mahomat Xadit contra Mahomat Caba –alamín de la localidad- y su partido). Tárbena vio reducida la recaudación de censos en un tercio aproximadamente, de una forma prácticamente irrecuperable. El mismo Benidorm se dice que fue atacado y su castillo tomado por los castellanos, constando que en 1364 hubo un intento frustrado de recuperarlo por parte de Aragón. Así pues, Benidorm y todo su entorno vieron arruinados en aquellos años sus medios de vida, molinos, defensas, así como se vio mermada gravemente su población, y se cita a los moriscos Caye Hagela y Abraham Caba cuyos pagos por diezmos se redujeron en tales años como muestra de la dificultad de satisfacerlos por la caída de la producción. El mal era general pues hacia el sur también se vivía una situación dramática, como lo prueba el que aún en 1376 y ante el declive demográfico de la huerta de Alicante, concediera el rey Pedro IV exención de impuestos a los repobladores durante 5 años siempre que permanecieran al menos otros diez, o que se le pidiera al rey permiso para construir un nuevo azud y acequia con que revitalizar los cultivos ante la insuficiencia por deterioro de las redes antiguas.



  Las desventuras no acabaron ahí, pues casi sin solución de continuidad Aragón se vio involucrado en la nueva guerra civil castellana suscitada entre el Rey Pedro I El Cruel y su hermano bastardo Enrique Trastamara. El entonces señor de Benidorm, infante Don Alfonso de Aragón y de Foix, acudió a la guerra en apoyo del pretendiente Enrique, siendo hecho prisionero en 1367 en la batalla de Nájera. Don Alfonso fue rescatado pero para ello fue preciso pagar una altísima suma de dinero, concretamente 75.000 doblas pactadas tras arduas negociaciones. El rescate conllevó además el acuerdo de que los dos hijos de Don Alfonso quedaran como rehenes; el hijo menor fue retenido por poco tiempo, pero el mayor y heredero del condado de Denia (y por tanto del señorío de Benidorm) permaneció en Borgoña hasta 1392. Doña Violante de Arenós, esposa del infante Don Alfonso (el viejo) recaudó en 1369 un préstamo de sus aljamas por 2.000 sueldos, y en 1376 otros 1.700 pero no ya como préstamo sino como contribución, lo que denota lo laborioso que fue reunir el importe del rescate. Aún en 1381 hubo de aprobarse otra contribución de 60.000 florines pagadera en 6 años por todos los vasallos del conde con este motivo.



  Así pues, a la peste y a las invasiones castellanas se sumó la obligación de pagar un altísimo rescate por el señor conde tras caer prisionero. Y no sólo esto, sino que el hambre también se cebó en esta zona durante los años centrales del siglo. Un indicio interesante para seguir los momentos de hambre son los brotes de peste posterior, pues ésta se cebaba más en aquellas regiones donde el hambre había mellado previamente la salud de los habitantes. La peste negra de 1348 fue precedida de una gran hambruna, hasta el punto de que 1347 fue llamado en Valencia “l´any de la gran fam”. La situación, no obstante, se arrastraba ya desde antes, y así el año 1333 fue llamado el “mal any primer” por su gran carestía si bien, como ha sido debidamente estudiado para los años treinta del siglo, las escaseces podían deberse a causas diversas como las situaciones climáticas o simplemente a dificultades de abastecimientos. Se ha apuntado también la posibilidad de que al orientarse la producción valenciana del siglo XIV a la exportación de productos especulativos como el arroz, el anís y el azúcar, ello fuera en detrimento de una producción propia de trigo y una dependencia grande de los suministros externos. El llamado “mal any primer” inició un período que llega hasta la peste de 1348 en el que Aragón se vio envuelta en la guerra con Génova por Cerdeña (precisamente en competencia con Génova por el granero sardo) y con Granada, así como años de malos climas que ocasionaron al reino de Aragón un verdadero problema de abastecimiento por mar. La escasez no fue sólo de trigo sino de otros muchos productos básicos como arroz, pasas o azebib, higos y algarrobas, y obligó a considerar éstos como “coses vedades” para la exportación, junto a otras como los caballos debido a la situación de guerra.



  En cualquier caso, parece factible afirmar que a una epidemia de peste es bastante probable que le haya precedido una época de cierta debilidad alimenticia que rebaje las defensas de los afectados. Pues bien, si nos atenemos a las epidemias del siglo XIV en el reino de Valencia, resulta que los brotes constatados ocurrieron en 1348, 1362, 1374-75, 1380, 1383-84 y 1395. Sobre la peste de 1374, en la crónica de Pere Maça sobre el reinado de Pedro IV, se nos dice que “fon gran fam en la terra, e aprés en l´any següent, fón mortaldat en aquest regne”. Vemos pues que la peste de 1374 se asocia con un tiempo de gran hambre, ocasionando además una mortandad especialmente grave entre la infancia lo que le valió el nombre de “la mortandad de los infantes”. Si esto ocurrió en 1374 en la ciudad de valencia, capital del reino, ¿cómo no deducir que en las poblaciones más pobres del reino no haya existido ya una gran hambre desde uno o dos años antes?



  Eso nos sitúa otra vez en el año 1373, el de la expedición del corsario benidormense Johan Maror, cuyos motivos para arriesgar la vida en un viaje a Berbería radiquen seguramente en un momento de especial hambre y pobreza derivado de todas las circunstancias antes apuntadas, y en el que nuestro corsario posiblemente haya viajado más en búsqueda de alimentos que de cautivos, sin perjuicio de que en su aventura obtuviera también unas presas que le reportaron su beneficio.



  



Bibliografía y Fuentes



Alcanyís, Lluís. Regiment preservatiu i curatiu de la pestilencia. Clàssics Valencians. L´Oronella. Valencia, 2008.



Amillo Alegre, Francisco. Historia de Benidorm. Associació d´estudis de la Marina Baixa. Sella, 2012



Departamento Historia Medieval Universidad de Alicante. Anales, nº 1. (Artículo: Preliminares de la Guerra de los Dos Pedros). Universidad de Alicante. 1982, Alicante.



Departamento Historia Medieval Universidad de Alicante. Anales, nº 2. (Artículo: Extrema escasez de pan en Alicante en 1333). Universidad de Alicante. 1983, Alicante.



Departamento Historia Medieval Universidad de Alicante. Anales, nº 8. (Artículos: Consecuencias de la Guerra de los Dos Pedros en el Condado de Denia/ La huerta de Alicante tras la Guerra de los Dos Pedros/ La Alimentación en el Medievalismo valenciano). Universidad de Alicante. 1984, Alicante.



Díaz Borrás, Andrés. Los orígenes de la piratería islámica en Valencia. C.S.I.C. 1993, Barcelona.



Fierro, Maribel & García Fitz, Francisco (eds.). El cuerpo derrotado: cómo trataban musulmanes y cristianos a los enemigos vencidos. C.S.I.C. 2008, Madrid.



Hinojosa Montalvo, José. Tácticas de apresamiento de cautivos y su distribución en el mercado valenciano (en Qüestions Valencianes). Del Cénia al Segura. 1979, Valencia.



López de Meneses, A. Los consulados catalanes de Alejandría y Damasco en el reinado de Pedro el Ceremonioso. Estudios de Edad Media de la Corona de Aragón. C.S.I.C. 1956, Zaragoza.



Martínez Laínez, Fernando. La Guerra del Turco. EDAF. 2010, Madrid.



Simó Santonja, Vicente Luis. Pequeña historia de la pila bautismal de San Vicente Ferrer. Ajuntament de Valencia. 2002, Valencia.



Universidad de Valencia. Estudios de Historia de Valencia. El reino de Valencia y la peste de 1348. Datos para su estudio. Universidad de Valencia. 1978, Valencia.



Yáñez, Antonio. Historia y descripción de Benidorm. 2000, San Vicente, Alicante.



Zurita, Jerónimo. Anales de Aragón, Vol. 4. C.S.I.C. 1978, Zaragoza.



Archivo del Reino de Valencia, Mestre Racional, 9585, f. 40 v.

martes, 2 de septiembre de 2014

ENCANTADO DE QUE CATALUÑA AÑORE 1714







A veces el bosque no nos deja ver los árboles. El bosque catalanista está compuesto de muchos árboles que, vistos de cerca, no dejan de ser un huerto de estacas. Algunas de éstas tienen ciertamente su enjundia pues bajo tierra sujetan a vampiros sedientos de sangre o de amor que para el hipotálamo es lo mismo. No piense nadie que abogo por un huerto así; antes prefiero el huerto de cruces del Gabriel Miró del Polop valenciano, o el ortus conclusus medieval, todo antes que estacar a nadie. Pero vayamos a lo de hoy, que es lo de anteayer.


  Seré lo breve que me deje la retórica. Cataluña reivindica su estado idílico anterior a 1714, año en el que según ella se produjo la debacle que la sumió en la ignominia, la esclavitud y la alienación cultural y emocional. O sea, el año en que Felipe V concluyó la toma de Barcelona e inició una legislación uniformadora tendente a lograr un país próspero (no me refiero a España, que también, sino a la propia Cataluña –concedo Cataluña como país de compañía- pues nunca ha tenido más prosperidad Cataluña que bajo los Borbones, arrieritos somos).


  Si “reivindica” su estado idílico al comienzo de ese año 1714, quiere decir que lo considera cosa propia ((Reivindicación viene del derecho romano con su acción rei-vinidicatoria, es decir la acción que reclama –vindicatio- a la cosa –rei- propia, dando por hecho que la “cosa” o engendro es su estado previo a la derrota ante Felipe V, rey que por cierto había jurado los fueros catalanes no recuerdo si en 1702)).


  ¿Y cuál era la cosa propia anterior a 1714 (o sea 1713) que tanto añoran los catalanes? Pues son varias, por las que también vienen llorando durante decenios. Veamos algunas:


  Añorar la Cataluña de 1713 es dar por buena la previa dinastía española de los Austrias. Eso significa de un plumazo eliminar la monserga sobre la España de Carlos V a Carlos II, dar por buena la Cataluña integrada en las Españas que pasó por la rebelión de 1648, dar por buenos los planes del Conde Duque de Olivares, aceptar el ridículo de haberse entregado a Luis XIV, asumir la España o Españas del Imperio legal o efectivo… caramba, cuántas cosas se eliminan de golpe si Cataluña añora su estado de 1713.


  Si dan por maravillosa la España de los Austrias, es que dan por buena también la previa unión de los Reyes Católicos, pues no otro proyecto tenían ambos reyes. Así que, de un plumazo, nos quitamos la monserga de la España facha de Isabel y Fernando y empezamos a aceptar TODOS que aquel proyecto fue también un proyecto catalán pues Cataluña (unidad o no administrativa, que ahí no me meto porque sé que alguno me dirá que Cataluña no existía como tal, y yo diré que vale pero que no nos paremos ahí), o su territorio pertenecía al rey de Aragón, un soberano que se dejó la piel para unirse con la castellana Isabel y componer un conjunto impresionante.


  Si dan por buena la unión de Isabel y Fernando están dando previamente por buena la propia legitimidad de Fernando el Católico, un rey Trastamara cuya dinastía reina en Aragón desde 1412, tras la elección del Compromiso de Caspe que hizo recaer la corona aragonesa en Fernando de Antequera, bisabuelo de Fernando el Católico. Cataluña –o mejor, el catalanismo- ha llenado páginas de culebrón llorando a otro de los pretendientes, el Conde de Urgell, como si éste fuera el frasco de las esencias catalanas que hubiera sido pisoteado por el bote de colonia a granel de los castellanos y su bota (la única bota famosa, realmente, ha sido la catalana, que era un instrumento de tortura en forma de bota llena de clavos por dentro, a los museos de torturas me remito). Dicho de otra forma, añorar 1713 es dar por buena la llegada de los Trastamara a la corona de Aragón.


  Y si dan por buenos a los Trastamaras, estarán dando por buenas las previas gestiones y matrimonios que durante varios siglos antes vinieron acoplando los reyes de Aragón y de Castilla buscando la unión –o cuando menos la cooperación en un proyecto común- de sus reinos.


  O sea, que si Artur Mas se planta el 11 de Septiembre a poner flores a Rafael Casanova (el que no murió sino que sólo fue herido ejerciendo una defensa en la que no creía pero que no tuvo más remedio que asumir para que no lo mataran los "suyos" a él, y que se recuperó tranquilísimamente en las afueras de la Barcelona borbónica y pudo ejercer su abogacía durante muchos años bajo la “dictadura borbónica”), quiere decir que indirectamente está poniendo flores a Jaime el Conquistador de Aragón y a su yerno Alfonso X de Castilla, a Fernando de Antequera, a Fernando el Católico, a Carlos I, a Felipe II, a Carlos II, y al Felipe V de 1702. Fíjense cuántas monsergas nos quitamos de un plumazo.


  Con esto que digo puede parecer que renuncio a discutir sobre lo que pasó a partir de 1714, pero no es así. Para otro día dejamos el hablar sobre el patriotismo español de los catalanes en los siglos siguientes, o sea en la Guerra del Francés, en la Guerra de Africa, en la Guerra de Cuba… vamos, que el independentismo como tal es la etiqueta de un bosque de estacas, de estaquitas, y algún que otro árbol que más que árbol es arbusto que ha llegado alto sólo porque nadie se ha cuidado de hacer de jardinero y cuyas ramas amenazan ahora con caer por sobrepeso encima de quienes a su sombra han crecido.

  Lástima de energías mal empleadas.

jueves, 28 de agosto de 2014

CASTELAR EN BENIDORM, LA GUERRA DE ÁFRICA Y EL HÉROE FRANCISCO LANUZA (PARTE I.- CUANDO CASTELAR DESCUBRIÓ BENIDORM)



Emilio Castelar viajó a Benidorm en el verano de 1859 cuando apenas era un joven de 26 años. De aquella visita nos dejó una descripción emocionada a la par que interesante, tanto por la referencia a ciertas personas como por las vivencias que refleja. En los mismos días de su visita, sin él saberlo, se estaba iniciando en Africa una guerra en la que el propio Castelar pondría poco más tarde el máximo interés. Seis años más tarde –Agosto de 1865-, en el océano Atlántico y por la Guerra del Pacífico, el benidormense Francisco Lanuza participaba en una acción naval de la guerra contra Chile y el Perú, a bordo de la fragata Gerona capturando un buque enemigo. Existe un hilo entre estos acontecimientos que vale la pena recorrer despacio. 

  Comencemos por el día en que Castelar descubrió Benidorm. Su descripción de la estancia en esta villa fue recogida en un extenso artículo publicado en el periódico La Discusión el 1 de Septiembre de 1859. El tono del artículo es grandilocuente y romántico, cosa comprensible pues ése era el estilo habitual de la época en la que, por cierto, Castelar destacó por su oratoria. Hoy nos puede parecer algo barroca, pero lo más valioso de ella no es el estilo sino el cúmulo de emociones que el joven escritor y político nos dejó inmortalizadas con precisión pictórica. 

  La emotividad de Castelar al escribir su artículo viene también determinada por cierto dolor y cierto luto que, según él, afectaba a casi todos los que con él viajaban, incluyendo a su hermana Conchita (unos 16 años mayor que él, y a la que siempre estuvo muy unido). Lo dice con las palabras ”…y nosotros, esta colonia venida de Madrid, que todos hemos traido grandes penas y todos llevamos pérdidas irreparables, y casi todos arrastramos luto…”. En el caso de los hermanos Castelar, el dolor debía provenir de la muerte reciente de su madre Antonia Ripoll (el 4 de Febrero de 1859), cuyo fallecimiento encontramos en el diario El Clamor Público de 5 de Febrero: “…falleció…ayer la madre del señor Don Emilio Castelar, conocido escritor, y catedrático de la Universidad Central”). Tres días después leemos en uno de los periódicos en que Castelar colaboraba, La América, de 8 de Febrero de 1859: “Ha fallecido la madre del Sr. D. Emilio Castelar; acompañamos en su profundísima pena a nuestro distinguido colaborador y amigo”. El 18 de Febrero, el joven poeta José Martínez Monroy escribirá una elegía a la madre de su amigo de la infancia, que será publicada en La Discusión de 27 de Febrero en primera plana, lo que denota el papel relevante que Castelar detenta en la publicación. 

  Al hilo de lo anterior, parece que la visita hubiera sido propiciada por motivo de amistad antes que cualquier otra cosa, y que el inspirador de la misma hubiera sido el entonces alcalde Francisco de Paula Orts, al que Castelar se refiere como amigo de la infancia. En ocasiones se cita a Don Juan Tous como el contacto benidormense de Emilio Castelar, por el hecho de que éste se alojara en un inmueble de propiedad de aquél. Al margen de esto, sí parece que en el presente artículo se habla de Thous como si Castelar le hubiera conocido precisamente en esa visita, y no antes, mientras que Orts se muestra como amigo de la niñez. Ello nos permite suponer que fuera Orts y no Thous quien sugiriera a Castelar el reponerse de las penas recientes pasando unos días en la apacible localidad alicantina. 

  El Castelar que acude a Benidorm es, además de un hijo apenado, un incipente activista y sobre todo un intelectual formado. Será ésta última faceta la que más influya en su artículo sobre Benidorm, en el que las anotaciones culturales, históricas y personales van a pesar mucho más que las de juicio crítico sin perjuicio de que, como podremos analizar, el joven Emilio no pueda evitar deslizar algún párrafo reivindicativo –por ejemplo sobre lo militar- entre tanto panegírico a la belleza y armonía benidormenses. 

  El peso humanista del artículo viene en gran parte inducido por la obra que Castelar había concluído el año anterior. En efecto, en 1858 publica la primera parte de su libro “La Civilización en los primeros siglos del Cristinanismo”. Por ello, en 1858 y comienzos de 1859, Castelar se encuentra todavía embriagado por sus años de estudio sobre los tiempos pasados. La antigüedad le seduce e impregna todo lo que observa, de modo que al viajar a Benidorm a sus 26 años (aún no había cumplido 27 pues su nacimiento fue un 7 de Septiembre y para esa fecha ya habrá terminado su visita), no puede eludir ver en todas partes sus amadas referencias grecolatinas. 

  Pero dejemos ya que el propio Castelar nos cuente su primera visita a Benidorm (hemos respetado en parte la ortografía original por razones de estilo):
 

LA DISCUSION

Benidorm 1º de setiembre de 1859.

Mi apreciado amigo: La vida en el mar es la vida de la zozobra y de la incertidumbre; pero también, por lo que he sentido, se me alcanza que es la vida más cercana a la naturaleza. El arte del hombre ha hecho muchas cosas grandes; ha leido los secretos más recónditos de Dios en el cielo, auxiliado por el telescopio; ha bajado a las profundidades de la tierra a sorprender en su cuna los metales; ha ojeado como un gran libro nuestro globo para conocer su historia; ha encadenado la impalpable electricidad, y oprimido en sus manos el tenue vapor; pero todas estas maravillas, fruto de una larga experiencia, son poco sorprendentes cuando se considera el esfuerzo que hicieron los primeros navegantes para fiar su vida a débil leño; estender la ligera lona, recien sacada de los hilos de las planas; aprisionar en ella el viento que encrespa las olas, y perderse, sin brújula, sin norte, como el ave marina guiados por un instinto divino, en el ignorado mar, en sus inmensos espacios, hermosos como el cielo, pero solitarios como el abismo. Y sin embargo, el mar atrae, el mar llama al hombre como un amigo querido. Cuando se tiende el hombre en la barca, y oye el ruido del viento en la lona, y recibe las gotas de la fresca agua en la frente, y respira la húmeda brisa que ensancha el pecho, y se abisma en el inmenso horizonte, y ve rizarse la ola que besa la barca, y perderse a lo lejos el surco de blanca espuma producido por la quilla, y centellear a sus costados el agua reverberando la luz de los celos; y siente que vuela suspendido entre dos abismos insondables e infinitos, y que desafia a todos los elementos y a todos los tiene bajo el dominiio de su inteligencia, en esos sublimes instantes, tan solmenes, tan grandes, su vida se dilata, crece su alma como el horizonte, sus ideas toman la magestad de aquel gran espectáculo, y se exalta su dignidad de hombre, porque conoce que su pensamiento, sí, su pensamiento, encerrado en el estrecho cerebro, es más grande y más poderoso que aquel mar que parece desbordarse y no caber en el globo.

Yo, desde que me encuentro aquí, he sentido todas estas emociones, porque mi vida ha sido una continua comunicación con el mar. Voy a hablarle a V. de los espectáculos que más me han conmovido, y le hablaré sencillamente, de la manera que más se acerca a la naturaleza. Uno de los médicos de esta población, D. José Perez, antiguo correligionario nuestro, me invitó a dar un paseo por el mar. Era una de esas noches de estío, en que la luna resplandece como si fuera el alba de un nuevo día. El mar estaba tan sereno y tan tranquilo como un lago dormido. Ni una onda rizaba su celeste superficie, sus mansas aguas. La orilla estaba desierta, y se mezclaba al chirrido del grillo de los vecinos campos el eco lejano y perdido de algun cantar de pescadores. En la misma arena subí, acompañado por mis queridos D. José Orts y Llorca y D. Vicente Zaragoza y Fuster, a la barca, que estaba varada. Los marineros que nos esperaban impulsaron desde la arena la barca al mar como si fuera una leve pluma. En un instante nos apartamos de la orilla, y atravesamos la punta de Canfali, dirigiéndonos a la sierra del Arabí. El cielo estaba claro, sereno; algunas estrellas se aparecían indecisas entre el resplandor de la luna; los remos se movían acompasadamente sobre el mar, produciendo una cadencia indescriptible, y las gotas, que al levantarse y caer desprendían, iban descomponiendo en tenues matices la luz; el agua estaba tan límpida y tan clara, que se veía hasta el fondo, y en el interior del mar la luz de la luna ondulaba en las arenas, o formaba una mezcla de varios reflejos y dudosas sombras entre las halgas, como si recamara de plata sus leves cintas el aire perfumado, que nos mandaban las costas, era tan suave, que sin rizar el agua refrescaba nuestros rostros; alguna que otra vez los peces pasaban a nuestra vista dejando una claridad parecida al poético brillar de una luciérnaga, y aquella vida que se desprendía de todo cuanto nos rodeaba, y que envolvía y animaba a tantos seres, y revestía tantas y tan múltiples formas, llegaba, hasta confundirse en nuestra alma, como una nueva y más pura y rica savia. Yo llevaba el alma llena de pensamientos tristes. La estela fugitiva que dejaba nuestra barca, la fosfórica luz de los peces que se perdía instantáneamente, el viento que pasaba, los objetos que se desvanecían a mi vista, entre los rayos de luna, todo me recordaba las muchas almas amadas que he perdido en mi corto camino, hojas caídas del árbol de la vida a la insondable eternidad, de la cual me ofrecía una imagen viva la inmensidad del mar.

   Por fin llegamos a la sierra del Arabí, donde íbamos. El silencio de la noche era sublime; los altos picos, que salían como colosales columnas del fondo del mar; los escollos que la espuma coronaba; el sonido de las olas en las grutas; la luz de la luna que rielaba en las aguas; los remos, que parecían hacer palpitar de amor la celeste tranquila supericie; el cántico de los marineros, melancólico y dulce como todo cuanto nos rodeaba; las luces del pueblo, que se perdían en el indeciso límite del horizonte; el cielo transparente y deslumbrador sobre nuestras cabezas; el mar claro y sereno, y matizado bajo nuestras plantas; la húmeda brisa acariciándonos el rostro; la vecina ribera repitiendo el zumbido de mil insectos; las peñas lamidas por el mar, ocultando bajo su verde musgo tantos diversos mariscos; el agudo grito del ave nocturna, que me hería como un gemido; todo cuanto veían mis ojos, todo cuanto escuchaban mis oídos, me recordaba los torrentes de vida que corren desde el seno del Creador por los espacios, y me infundía el deseo de acercarme a la fuente de todo ser, y refrescar en ella mis secos labios, sedientos de lo infinito.

Quisiera poder describir a V. con fidelidad la sierra del Arabí, en el lado que el mar lame, que el mar acaricia. A la luz de la luna, entre la indecisión de las sombras, sus peñascos desgajados, medio cubiertos por el agua, parecían columnas rotas, estatuas mutiladas, ruinas de templos, aras hechas mil pedazos, altares antiguos heridos y destrozados, dioses que el mar estaba devorando; en una palabra, el naufragio de un pueblo, de una civilización. Yo algunas veces temblaba delante de aquellos escollos inmensos, que se perdían en el cielo, y que parecía que al menor beso de la tranquila ola se embreaban, amenazando desplomarse sobre nosotros. Nuestra barca corría entre los escollos, tropezaba en las montañas, parecía un anfibio, que así se movía entre las aguas como se deslizaba sobre las piedras. Pero lo que más me sorprendió fue entrar en la barca, en una barca de diez remeros, por una estrecha abertura, dentro de una gruta, que no parecía sino que nos encontrábamos en uno de aquellos palacios que los paganos (¿tiagían?) para sus dioses marinos en el fondo de las verdes aguas. El rayo de la luna penetraba por la entrada de la gruta, y tenía sus profundidades en ese reflejo, que solo puede compararse a la dulce melancolía de una alma enamorada; el agua se dormía blandamente sobre un bosque de plantas marinas, que de sus hojas despedían de vez en cuando una tenue luz azulada más breve que un relámpago; la brisa hacía resonar las concavidades de la gruta con un eco que semejaba la voz de aquellos peñascos, nota dulcísima del eterno cántico de la naturaleza; el espacio donde el mar no alcanzaba lucía arenas doradas, conchas, caracoles, varias matizadas piedras, y las paredes cubiertas de musgo fresquísimo, y el techo que destilaba algunas gotas de agua dulce y regalada, que caía sobre nuestras cabezas y el murmullo de las ligeras olas que besaban las piedras; todo, todo era un encanto, y casi me obligaba a suspenderme sobre aquellas aguas trasparentes, para pedirles un secreto de su vida, una inspiración, el eco de uno de sus dulces rumores, con que poder cantar la indefinible tristeza que aquella gruta misteriosa derramaba en mi alma. Nuestro amigo el doctor saltó a tierra, sacó un largo puñal, hizo que un niño encendiera un hacha, y empezó a perseguir a los mariscos, de que está poblada la cueva. Esto aumentaba lo estraño del espectáculo. El hacha desvanecía las tinieblas de las profundidades adonde no alcanzaba el rayo de la luna, y parecía entre aquellas grandes piedras como el fuego de un holocausto en un altar  de los antiguos celtas. Efecto de mi amor entrañable a los recuerdos clásicos, de ese amor que cada día es en mí más profundo, nuestro amigo, moreno como buen meridional, ágil y ligero como los hombres de las montañas, nadador habilísimo como los hombres de la costas, que ora se deslizaba sobre las piedras a gatas, ora se sumergía en el fondo de las aguas, ora se enredaba entre sus halgas, ora se escondía y tornaba a aparecer con su presa entre las manos envuelta en plantas marinas, semejaba a mis ojos la aparición del dios Glauco, del dios querido de los pescadores, que venía a traernos los tesoros del mar. Por fin, a las altas horas de la noche volvimos al pueblo con un mar ligreramente rizado por la brisa, acompañados por la luna, sin encontrar más que alguna lancha de pescadores o alguna barca cuya vela parecía a lo lejos el ala de una gaviota rozando la superficie del mar. El recuerdo de esta noche será imperecedero en mí. La contaré como uno de esos instantes en que el alma está más cerca de la naturaleza, y por consiguiente más cerca de Dios.

  Era necesario ver los horizontes de día, y a la luz del sol, y contemplar lo mismo que habíamos visto de noche a la luz de la luna. A esta espedición me invitó el alcalde de este pueblo, D. Francisco de P. Orts y Llorca, amigo mío de la infancia, cuyos finos amables obsequios nunca agradeceré bastante, tanto más gratos para mí, cuanto que se ligan a dulces recuerdos de la edad pasada, de esa edad en que sentimos sin dolor deslizarse el tiempo, y cada vez que el sol se levanta nos trae una nueva esperanza, una nueva ilusión. Emprendimos nuestro corto viaje en una hermosa barca; doce marineros bogaban, y nuestra pequeña embarcación volaba, cortando las olas con la ligereza del aire. No puede darse una alegría más franca, ni una conversación más sincera que las de aquellos doce  jóvenes, atléticos, tostados por el aire y el sol, moviendo los remos a compás y cantando al compás de los remos con esa confianza en el mar, que fue ayer su cuna, que tal vez sea mañana su sepulcro, y que los alimenta, y los festeja, y los alegra como que son sus hijos. Algunos días despues, hallándome en el castillo al anochecer, oi unos grandes lamentos que venían de la playa. Eran voces de mujeres, que herían los aires; voces impregnadas de ese dolor infinito, que solo puede espresar el llanto de la mujer. Como mis penas están aun tan recientes, y mi corazón tan afligido, aquel amargo llorar me inspiró un doble interés, y corrí a enterarme de lo que sucedía. Sucedía que los jovenes de la matrícula, de esa quinta terrible del mar, se iban a servir, como aquí se dice, al rey, tal vez a morir en el clima ardiente de América. Entre ellos se iban nuestros doce remeros. ¡Infelices! Dejaban su pueblo, su casa, sus playas tranquilas, su hermoso y celeste mar, su cielo purísimo, sus encantadores campos, su barca, sus redes, para ir forzados al clima ardiente de los trópicos a sacrificar su libertad, necesaria y grata a todo hombre, pero más necesaria, más grata aún a ellos, que han crecido en la inmensidad de los mares, luchando con los vientos y viviendo la vida sencilla e ingenua de la naturaleza. Y todos aquellos jóvenes tenían seres queridos, y se dejaban tal vez para siempre las dulces prendas de su amor, y se iban oyendo resonar en el aire el amarguísimo lamento de sus madres. ¡Oh! El dolor me partía el corazón, y mi único consuelo era pensar que con mi palabra y con mi pluma había protestado siempre contra tamañas injusticias.

   Pero volvamos a mi espedición. Me acompañaban, además del joven alcalde de este pueblo y del distinguido catedrático de la universidad central, D. Ramón Torres Muñoz y Luna, el inteligente abogado D. José Orts y Jorro, con sus dos amables hijos. El Sr. Orts me iba esplicando todas las particularidades de la costa con gran minuciosidad. De vez en cuando se descubren algunos restos de antiguas atalayas que recuerdan la huella de la dominación arabe, inestinguible en nuestro país. Andaba distraído, oyendo su relación, cuando de pronto lancé un grito involuntario de entusiasta sorpresa. Habíamos pasado la punta del Caballo, y parecía como si una mano mágica hubiera descorrido una inmensa cortina. Cerca de nuestra barca, una pequeña isla, escollo eminente, cuyo color violeta contrastaba con el velo de espuma de que le cubrían las olas; a la izquierda, los altos picos del Arabí encendidos por un color de púrpura fuerte, que les daba el aspecto de un lejano volcán; a la derecha, el horizonte infinito, variado solo por algunas blancas gaviotas que se mecían en los aires; al frente, la gran montaña de Ifac, a cuyo pie duerme Calpe; aquella montaña querida de los fenicios, y que por su corte y por la armonía dentro del mar, y teñido de un reflejo celeste por los arreboles del aire; y para que nada faltara de este cuadro, mientras el sol temblaba sobre su ocaso, cubriendo con un matiz sonrosado las olas ligeras y espumosas, la blanca luna, cerca ya de su plenitud, se alzaba por el Oriente, y el cielo parecía trasparentarse más, como si quisiera mostrarnos el gran artista que, inclinándose sobre los abismos, obró con su palabra creadora las maravillas de la naturaleza.

Después de contemplar tan maravilloso espectáuclo, llegamos a una de las cuevas abiertas en la roca, y allí desembarcamos por algunos brevísimos instantes. La cueva parecía presentarnos una de esas grandes catástrofes de la naturaleza; peñascos desgajados, montones de arena que tenían la forma de antiguas tumbas, piedras esponjosas arrojadas por el mar, terreno cortado y escabrosísimo, aquí una pirámide verdosa que las ondas cincundaban con sus espumas, allá una escondida gruta, madriguera de un lobo marino; en los altos pico nidos de halcones y de águilas; bajo nuestras plantas un puente natural abierto en la roca al borde de los abismos, y sobre nuestras cabezas las piedras suspendidas, amenazadoras, como un arco ruinoso, destilando agua dulce, que los marineros recogen cuidadosamente en pequeñas pilas, agua fresca y grata como la lluvia en el desierto, que venía a animar aquela soledad, pues sus cristalinas pequeñas gotas parecían lágrimas, como el resonar del viento en las insondables profundidades (¿flagia?) un largo y amarguísimo gemido. Nuestro amigo nos hizo beber agua de aquella peña. Hincamos la rodilla en tierra, y pusimos los labios en el agua, y mientras tanto las gotas mojaban nuestras espaldas y nuestras cabezas. Por fin, cuando ya la noche venía a más andar sobre nosotros, emprendimos la vuelta a Benidorm. En la proa de nuesta barca ardía una gran porción de tea, cuyo humo se perdía en los aires al par que la estela se perdía en las aguas. Un antiguo marino, de pie sobre la proa, con la fitora, una especie de estoque, en la mano, pescaba agujas, un pescado parecido a la anguila, que salta del mar y se sostiene algún tiempo en el aire y es traspasado allí por la habilidad de los marineros. Volvimos al pueblo sin novedad alguna, con el alma llena de esas grandes impresiones que siente el corazón y que difíclmene puede espresar mi tosca pluma. Reciban mis amigos el testimonio de mi gratitud. La vida, en comunicación con la naturaleza, es más dulce, y las penas pierden su acritud, conservando solo esa solemne tristeza que, si atormenta, eleva el alma.

   Preciso es confesar que si he ido buscando la naturaleza, la he encontado en este pueblo; la naturaleza, cuyo esplendor no puede conocerse en ese árido y empolvado Madrid. Una tarde estábamos varios amigos bañándonos, y pasaron en una lancha algunos pescadores. Los detuvimos, y les rogamos que nos consintieran auxiliarles en su pesca. Subimos a la lancha, dimos fuerza a los remos, bogamos, tendimos las redes con cuidado, tornamos a tierra, cogimos la cuerda como todos hacían, tiramos con esfuerzo pero con alegría, porque el gran peso de la red nos aseguraba gran pesca, y después de algún esfuerzo vimos con un placer sin igual a nuestras plantas saliendo vivos, como si estuvieran aún en su propia atmósfera, peces de todos tamaños, de mil varios matices, que eran recibidos por los pescadores con grandes gritos de entusiasmo: sencillo, pero tierno cuadro; la barca en el mar, las redes en la arena, los pescados saltando, la alegría pintada en todos los semblantes, la Providencia manifestándose visible en esas fuentes inagotables de vida que ha abierto en toda la creación.

   Ya estaba aquí algunos días, y aún no me había entregado a un barco de vela, aún no había, pues, volado sobre el mar. Mi franco y cariñoso amigo don Joaquín Thous me preparó un falucho, dirigido por un hábil piloto, y fuimos a la isla Plumbea, aun no visitada por mí. Confieso que muchas de mis emociones parecerán pueriles al que no sienta ese amor que siempre me ha inspirado la naturaleza. Aun no habíamos estendido nuestra vela, cuando ya vino el viento a henchirla y a rizarla. El ruido del viento en la lona, como el ruido de las olas en los costados del buque, es la música del marino. Yo, que suelo apropiarme a todas las circunstancias, abría el pecho para recibir aquel aire lleno de oxígeno, que así purificaba mi sangre, como traía en sus alas a mi corazón esa poesía del mar, vaga e indescriptible. La vela temblando, el buque partiendo las aguas, la espuma levantándose hasta salpicar nuestra frente, la estela apareciendo y borrándose, la hinchada ola viniendo amenazadora y bajándose como para besar la quilla, la luz de la luna inundándonos con sus suaves resplandores, los marineros con sus trajes blancos y azules como el color del mar, de pie unos recostándose en el palo mayor, tendidos otros en los costados del barco, la isla creciendo como una gran sombra a medida que a ella nos íbamos acercando, la luz de las hogueras que los percadores encendían en lo alto, las costas perdiéndose ente las brumas de la noche, me inspiraban ese deseo de volar sobre el mar, deseo instintivo del alma, que, como la golondrina, siente un impulso ciego a mudar de nido, de aposento, de horizontes, sobre todo cuando se halla poseída de esa gran tristeza, que es la nostalgia del cielo.

  Depués de un largo arrobamiento comencé a conversar con estos intrépidos marineros. No puede V. imaginarse cuán grata y cuán sabrosa fue para mí su conversación, animada y pintoresca. El marinero, siempre entre dos abismos, avezado al peligro, luchando con los vientos, midiendo en las estrellas su ruta, creciendo en valor a medida que crecen las tempestades, acostumbrado a ver venir la muerte en cada alta ola que levanta el viento, viajero incansable como las corrientes, como las brisas, encerrado en un estrecho barco, pero dilatando su espíritu por horizones inmensos, connaturalizado con todos los climas, tan dispuesto a atravesar por los mares eternamente helados, como bajo el sol candente de los trópicos; tan feliz en el golfo celeste de Nápoles, como entre las anteradas olas del mar Cantábrico; retratando en su imaginación con igual fidelidad un país de la helada Terra-Nova, que un país del Africa; tiene en su conversación, en su trato, la poesía primitiva, ingenua, que ha de brotar necesariamente de esos espectáculos tan varios y tan grandiosos, de esa conciencia de su fuerza, de esa variedad infinita vida que tiene por hogar los mares, por techo patrio los cielos, por guia los astros, por patria todas las riberas del globo, por descanso la continua lucha, por único testigo a Dios. Y ya puede V. comprender cuán varia sería la concersación con hombres que han tocado en las riberas del Africa, del Asia y de América,  que han tenido la vida del mar con todos sus peligros. En estas sabrosas pláticas llegamos a la isla. Un olor fuerte de plantas marinas nos anunció la proximidad de este gran peñasco. La isla es la punta saliente de una cordillera, que el mar ha dividido y ha roto. Al Oriente se eleva muchísimo, y al ocaso desciende hasta quedarse a flor de agua- Su terreno es pedregoso y árido. Algunos acebuches se ven por allí esparcidos, y los nopales crecen con gran abundancia, y le dan el aspecto de un paisaje asiático. A la parte oriental hay grandes cavernas, a cuya entada las olas se entrechocan y besan los altos peñascos, volviendo a caer convertidas en una gran catarata de espumas. Por todas partes se ven precipicios amenazadores, que tienen cierta atracción, porque en el fondo se oye la música de las aguas y de los vientos. Desde la cúspide hermosa de esta gigantesca columna alzada sobre el mar se descubre un gran cuadro. Nosotros no pudimos vislumbrarlo porque era de noche. Bajamos a tierra, subimos corriendo a la cima de la montaña, preguntamos a los pescadores que allí estaban si habían tenido buena suerte, encendemos en lo más alto una gran hoguera para anunciar al pueblo nuestro arribo, vimos un peñasco inaccesible donde anidan los halcones, contemplamos el mar, que estaba hermosísimo, contamos los faros que se descubren en las costas, y concluímos por alabar a Dios en aquel templo, que tenía por ara un peñasco, por bóveda el cielo, por órgano las brisas y las olas, por lámpara la luna suspendida del zénit y por incienso el aroma de las plantas y los blanquecinos vapores de la noche.

   Voy a concluir esta carta describiendo a V. una noche de un paseo y de una pesca en el mar; una noche verdaderamente veneciana. Este espectáculo fue concebido con gran inteligencia y dispuesto con suma precisión y habilidad por D. Juan Thous, hombre de una grande y rica fantasía, al cual debo un plácido retiro en este pueblo, pues me ha abierto las puertas de su casa y me ha ofrecido en ella una hospitalidad tan franca, tan dulce, tan fina, que difícilmente podría encarecer cual se merece. Nuestro amigo nada nos dijo de lo que había concebido, y nosotros, esta colonia venida de Madrid, que todos hemos traido grandes penas y todos llevamos pérdidas irreparables, y casi todos arrastramos luto, nada sabíamos de lo que se preparaba. Creíamos que se trataba de un sencillo paseo por el mar, pues ningún preparativo había llamado nuestra atención. Empezaré por decir las personas que asistimos a este paseo, cuyo recuerdo será en todos imperecedero. Ibamos el señor general Salcedo con su fina y graciosa hija Mariana; el señor D. Jose Linares, uno de mis mejores y queridos amigos, acompañado de su amable esposa y de su bella prima doña Cristina Baldebo; el joven catedrático de la universidad central D. Ramon Torres Muñoz y Luuna, con su hermosa hija Carmen, la distinguida y simpática señora del agente de bolsa Sr. Rodríguez; D. Francisco Thous y sus sobrinos D. Juan y D. Joaquin Thous, con su linda y amabilísima hermana Catalina; el señor ayudante de marina D. Francisco Roig; D. Francisco P. Fuster los médicos de esta población, D. José Orts y D. José Perez; el inteligente y simpático abogado D. Vicente Llorca; el señor D. Pedro Ortuño, uno de los jóvenes que por su talento más han de honrar a Benidorm, su patria, y por su decisión más servicios han de rendir a la democracia; su partido; el piloto D. Jose Llorca y Ors, y su padre, anciano que cuenta más de setecientos viajes; el hábil marino que ha arrastrado sus setenta años por el mar, D. Antonio Morales; otras muchas personas cuyos nombres siento no recordar, y mi hermana y yo.

  Era una de esas noches encantadas del estío, en que el aire de las orillas del mar, cargado de humedad,  forma un ambiente delicioso y suave. Las brisas dormían, y sin embargo la noche era fresca. El cielo estaba sereno, sin una nube, y a pesar de no haber luna, las estrellas iluminaban con sus dudosos pero poéticos resplandores todo el horizonte. Pocas veces he visto un cielo tan claro, ni estrellas tan lucientes en el rigor del estío. El mar no se movía, no se rizaba ni en una ola; era un lago, retratando en sus tersos cristales los astros; y parecía haberse recostado blandamente en la arena, al pie de la roca, haberse dormido para sentir el placer de que el hombre jugase con sus aguas, como un fiero león que dejara acariciar sus guedejas por las débiles manos de un niño. En el momento en que debíamos partir, en lo alto del Puig-Campana, la sierra que domina el mar y todas las cordilleras del contorno, se vio ader una inmensa hoguera, que parecía tocar con su fuego el cielo. Confieso que aquel fuego elevado en una altura eminentísima, encendida por una mano desconcoida para nosotros, luciendo de tal suerte, que unas veces, por el viento que corría en aquellas alturas, semejaba un volcán, y otras una estrella que desde la tierra subía al cielo; aquel fuego me parecía como la llama solitaria del (¿genio?), que elevada en las alturas de la sociedad para iluminar a los siglos, está siempre combatido por las tempestades. Aún no se había dado la señal de Puig-Campana, cuando un fuego igual apareció en la cima de la alta y solitaria isla Plumbea. Este fuego, que se reflejaba en las celestes y dormidas aguas del mar, de este mar Mediterráneo, tan lleno de recuerdos clásicos, parecía a mis ojos como un holocausto en los mares y en los templos de Grecia. Así que Puig-Campana y la isla coronaron de fuego sus cimas, aparecieron en las montañas del Arabí, en la punta del Pinet, que cierra la playa oriental de Benidorm, una luminarias tan bien dispuestas y concertadas a la orilla misma del mar, que formaban como una galería mágica, como un palacio iluminado, surgiendo del seno mismo de las ondas. Yo, desde lo alto del castillo, miraba todo esto, y crea V. que aun me parece una ilusión, aun creo que he soñado y que la realidad es una página caída de un poema marino, por su incomparable poesía.

   Aún no se habían iluminado estos puntos, cuando ya se deslizaban bajo las peñas del castillo varias preciosas barcas, todas iluminadas, en proa y en popa. En el silencio de la oscuridad de la noche, sobre aquel amor dormido y tranquilo, y de aguas tan cristalinas, las luces se retrataban con tan gran fidelidad, que todas las que había en el aire se veían dentro del mar. Las barcas formaron un luminoso cuadro delante del mismo castillo, y en su centro se descubría un gran falucho, sin luz alguna, envuelto en las sombras. Mecíanse dulcemente las barcas sobre el mar, que retrataba sus poéticas luminarias, cuando del fondo del falucho se elevó una música armoniosísima, música que sonaba aires marítimos, y vertía con sus dulces cadencias, repetidas por los ecos del mar, tristeza consoladora en el alma. Despues las barcas comenzaron a desfilar, dirigiéndose de dos en dos a la orilla, para que pudiéramos embarcarnos más fácilmente. El espectáculo era grande. Mientras nuestras barcas, precedidas por una pequeña lancha, en cuya proa ardía un gran montón de tea, se adelantaban por las playas orientales, las luces fantásticas y azuladas de la punta del Pinet se estendían y se aumentaban, acercándose, y formando como una guirnalda de estrellas caída sobre las aguas claras y trasparentes del mar. Las barcas iluminadas, el fuego de la tea que elevaba una columna de oloroso humo, las luces que corrían por la orilla, la música de que estaban impregnados los aires, en este mar que hollaron por vez primera las quillas de las barcas griegas, que ha llevado sobre sus ondas la verbena de los sacrificios antiguos, que lame aún en sus aguas trasparentes las ruinas del templo de Diana, que duerme en brazos del Calpe fenicio, que todavía parece mecer entre sus olas esmaltadas de varios colores la sirena de los grandes poetas, y todavía conserva los perfumes del artístico paganismo, semejaba una de aquellas teorías o procesiones religiosas que los antiguos celebraban después de puesto el sol, para tener propicias a las divinidades marinas, y esperar ver aparecer por el horizonte bogando la barca de la popa de oro y las velas de seda, saludada por los himnos pindóricos, ceñida con las rosas y los mirtos de la Jonia, trayendo el dios, objeto de aquel culto, porque donde quiera que hay arte, allí siento yo siempre el recuerdo de la nación, que es la eterna musa de la historia.

  Nosotros nos embarcamos en medio de los saludos de muchas gentes que se estendían por las riberas. Puig-Campana, la isla, la punta del Pinet iluminando la costa y siendo como el marco del cuadro; el agua serena y trasparente, el céfiro sin fuerza para rizar las olas, derramando con su leve soplo en la mar los aromas de la tierra; los vecinos campos, en que se descubrían las luces de alguna que otra casa perdida en la oscuridad; la música que el eco repartía, los barcos iluminados y esparcidos con ordenado desorden, los pescadores corriendo de un lado a otro con hachas encendidas en la mano, las pequeñas lanchas donde iban de pie algunos marineros pescando, cos sus largas fitoras, y cuyas hogueras de tea teñían de un color sonrosado las aguas; los alegres gritos de la muchedumbre de la orilla, el olor de las plantas aromáticas que en nuestra falúa había, las esclamaciones de los pilotos que nos dirigían, la hermosura del cielo, lo fresco y regalado del ambiente, formaban un conjunto tal, que no puede describirse; porque es imposible que la pluma conserve aquellos aromas, aquellos sonidos, aquellos reflejos, aquella animación, aquella vida.

  Doce remeros impulsaban nuestra falúa, que corría sobre las aguas como un pez, y más de ochenta marineros formaban la tropulación de nuestra escuadrilla. Cuando hubimos recorrido algún espacio, nos detuvieron para ver la pesca. En efecto, desde el pueblo hasta la punta del Pinet había una porción de redes tendidas qe puede decirse cubrían casi toda la playa. Aun no habían empezado su tarea los pescadores, y ya nos traían las redes llenas de peces, que saltaban vivos a nuestra falúa y que reflejaban en sus escamas plateadas la luz centelleando y produciendo mil varios reflejos. Recorrimos uno por uno todos los puntos donde estaban pescando, y era de ver el efecto que producían desde nuestra falúa los pescadores que corrían de un lado a otro gritando y agitando en sus manos sus hachas encendidas, cuyas pavesas iban cayendo y apagándose en el mar. Parecía que estábamos en tierra, que nuestra falúa se deslizaba sobre arena, porque a nuestro alrededor, unas veces nadando, otras corriendo, si era posible hacer pie, se encontraba una gran multitud, que ora encendía nuevas luces, ora cantaba las canciones marineras dentro del agua, ora impedían que varásemos, ora nos seguían por gusto a todas partes, y nos tiraban los pescados que nosotros recogíamos, y a todo convidaba la noche y este mar que es verdaderamente amigo del hombre.

  Cuando ya nos habíamos alejado bastante del pueblo, comenzaron a hendir los aires los cohetes arrojados desde el barco donde iba D. Joaquín Thous, y sus luces, al llover sobre el mar, teñían de toda suerte de colores las sensibles aguas. Estábamos descuidados y distraídos con lo maravilloso del espectáculo, y de pronto nos sorprendió una voz de tenor dulce, sensible, armoniosa, que desde el falucho oscuro donde estaba la música comenzó a cantar unas barcarolas. El silencio de la noche, la tranquilidad del mar, que no producía ningún eco, ningún sonido; la brisa que nos traía aquellos acentos perdidos en la inmensidad; lo triste del canto que parecía un quejido, lo apropiada que era a la escena la nueva sorpresa, nos encantaba a todos, pues parecía que aquella voz se exhalaba del seno mismo de las aguas. El cantor era un joven abogado de Villajoyosa, llamado D. Jaime Mayor, que ha recibido de la naturaleza el don de una preciosa voz hábilmente cultivada por el arte. Después de estoo, como la falúa en que íbamos corría más que todas las barcas, dijimos a nuestros remeros que la impulsaran, y en un instante nos hallábamos separados de todos. No puede V. imaginarse qué impresión tan profunda hizo en mi ánimo esta soledad. A lo lejos se oían las músicas, se veían entre las aguas brillar las luces, y mientras tanto nosotros en la oscuridad sentíamos un placer infinito viendo rielar las estrellas, y respirando la brisa, y recogiendo, por ese amor que tiene el hombre a los contrastes, los rumores de la naturaleza.

  En este punto decidimos desembarcar, para que las señoras pudiesen ver una pesca desde la orilla. Era necesario impedir dos cosas: que se mojaran, y que hubiera necesidad de desembarcarlas en brazos. Se pensó instantáneamente en llavar la falúa a la arena. A una voz de “hombres al agua”, no quedó ni uno siquiera en su embarcación.

   Todos se arrojaron vestidos al agua, y era de ver cómo saltaban, con qué entusiasmo, con qué decisión, desde sus barcas, y era de oir el ruido de más de cien personas, precipitándose en las aguas. Parecía un naufragio. Nuestra falúa salió a la arena. ¡Qué solemne, qué grande me pareció en aquel momento el mar! Era media noche. Las luces de las barcas se iban apagando poco a poco, y solo quedaba alguna que otra encendida, y que se reflejaba mustiamente en el agua, pues llevábamos ya cuatro horas de bogar, dulce y descuidadamente. Pero si las luces se apagaban, en cambio las estrellas lucían con claridad más nueva. Algunas hogueras y algunos hachones iluminaban en nuestro derredor. Entonces, en medio de aquella muchedumbre, empezaron varios amigos a entonar la gran composición de Rossini, la plegaria del Moisés. Nunca me ha parecido tan sublime esta gran inspiración del más grande y más fecundo de los cantores de Italia. La oscuridad de la noche, la arena que pisábamos, y que recordaba el desierto; la áridas rocas que había a nuestra izquierda, cubiertas de higueras, de olivos y nopales, todos árboles del Oriente; el Mar Mediterráneo, el mismo mar que hollara con su planta el pueblo escogido; la luz indecisa de las hogueras, los pescadores de rodillas con los ojos elevados al Cielo, atraídos por aquel espectáculo, tal vez sin comprenderlo; una gran multitud entrando a pie dentro del mar con la misma confianza con que entraban los israelitas; el coro de bajos, como las esperanza de une al recuerdo, aquella cadencia del canto de Rossini, tan magestuosa como los versos de la Biblia, tan profunda y tan sentida; la emoción que a todos nos impuso en medio de aquel silencio, semejante al silencio de un templo interrumpido solo por los largos ecos de la plegaria; los coros, sin ningun acompañamento de orquesta, como los ecos religiosos de los pueblos primitivos; la majestad de la naturaleza, me forzaron, casi involuntariamente, a que me arrodillara, a que pensase en mi madre, buscándola al través de los cielos, a que levantara a Dios una oración salida de lo más íntimo de mi ser, y rociada con mis lágrimas. Crea V. que se necesitaba poca fuerza de imaginación para creerse trasportado al Egipto, al ver tanta gente que corría entre las olas, otros de rodillas en la arena, y al sentir aquella plegaria dirigida y cantada con una profunda emoción religiosa.

   ¿No es verdad que todo esto parece inverosímil en un pueblo? Pues ha sucedido. Mas para presenciar estos espectáuclos se necesita una playa tan dulcemente traquila como esta playa, unas montañas tan poéticas como estas montañas, un mar tan sereno y plácido como este mar, un cielo tan claro y deslumbrador como este cielo, unas costas tan bellas como estas costas, una gente tan sencilla, tan buena, tan agradable y obsequiosa como la gente de este hermoso pueblo, una poesía tan ingenua como esa poesía que inspiran los claros horizontes, las risueñas islas, los deleitosos campos, la palmera, el mirto, el azahar; en una palabra, el Mediodía, la región más feliz y más privilegiada de la tierra. Adios, querido amigo; he importunado a V. mucho. Perdónemelo en cambio de la buena voluntad que le profesa

                                                       EMILIO CASTELAR.


 La lectura de este artículo nos sumerge en un mar –nunca mejor dicho- de sensaciones y anécdotas. Todo parece apuntar a unas jornadas amables en compañía exquisita, que en su momento podremos analizar en toda la riqueza de matices, personajes, músicas, paisajes, artes de pesca… 

  Pero ahora debemos centrarnos en los acontecimientos generales. Nada en el artículo nos hace pesumir que el Castelar que acude a Benidorm en el verano de 1859 fuera consciente de la gravedad de lo que estaba ocurriendo al otro lado de la costa, en Ceuta. Es más, cuando hace una alusión a los problemas que el alistamiento provocaba en las poblaciones modestas, habla de los matriculados de mar que debían marchar a América, no a Africa. 

La referencia a América nos indica que Castelar podía tener en mente las campañas de Santo Domingo y la de México, además de las actividades ordinarias en las posesiones españolas que aún restaban en el Nuevo Continente como Cuba y Puerto Rico, pero no así las de otros ámbitos, que también las hubieron. Así, en 1858 se habían dado otras dos expediciones, a saber, la de Fernando Poo y la de la Cochinchina, a las que no debía referirse Castelar, y se había intensificado la presencia en Filipinas (los vapores Reina de Castilla y Elcano, ocupando Balabac en dicho año) por los conflictos con los insurgentes locales.

El caso de Santo Domingo fue diferente: aunque no estalló el conflicto hasta 1861, lo cierto es que España ya había mandado en 1846 una fuerza naval al mando del capitán de fragata Llanos y que desde entonces observó la situación de cerca hasta que en 1855 España reconociera la independencia de dicho país, no dejando de tener contacto con la situación a la espera de acontecimientos. En cuanto a México sucedió algo parecido, pues aunque la intervención española se produce en 1861, ya se venían enviando desde años antes diversas unidades navales como la corbeta Ferrolana mandada a Veracruz junto a los vapores Ulloa e Isabel II en 1856, o en 1857 el contingente de 1450 hombres a bordo del Isabel II y otras cinco embarcaciones. 

Posiblemente, cuando Castelar haya vuelto a fines de Agosto a su redacción madrileña de La Discusión, haya sido informado de que los problemas del momento no estaban en América sino en la frontera con Marruecos. Es muy probable que se haya sentido contrariado por haberse entregado a un éxtasis de emociones en el lirismo de Benidorm mientras sus compañeros de periódico estaban ya recopilando informes sobre los preparativos de guerra. En los días 10 a 12 de Agosto se había producido el casus belli que dará lugar a la confrontación. No será hasta el 22 de Octubre cuando se produzca la declaración formal de guerra, pero presumimos que un periodista como Emilio Castelar habrá venido recabando noticias con anterioridad en los mentideros de la capital. Por ello deducimos que su interés por la guerra de Africa habrá nacido entre su marcha de Benidorm a Madrid y el 22 de Octubre.

Eso sí, cuando tome conciencia de la situación en Africa, su interés por el tema va a quedar patente, y ello se va a apreciar de dos maneras diferentes. Por un lado, Castelar va a iniciar una Crónica de la Guerra de Africa por propia iniaciativa. Por otro lado, el periódico La Discusión va a hacerse eco de los problemas que Benidorm sufría por motivo del reclutamiento.

Veamos esas publicaciones de La Discusión sobre Benidorm, todas ellas estando viva la guerra pues ésta no cesó sino hasta el Armisticio de 25 de Marzo de 1860:
En la primera de ellas el diario madrileño defiende a Benidorm como uno de los más afectados de España en cuanto a la matrícula de mar (que consistía en la afección de los marinos a las necesidades del país en caso de conflicto), y relata las represalias que se habían adoptado contra el pueblo, prohibiendo a los pescadores hacerse a la mar, en castigo porque dos o tres quintos no habían acudido a filas. Demuestra además conocer bien Benidorm pues alude a los “antiguos marinos que han derramado gloriosamente su sangre…”. Leemos:


 

LA DISCUSION

13-12-1859.


  Llamamos la atención del señor ministro de Marina sobre un hecho incalificable, que tiene semejanza con el celebre hecho de Herodes referido en los Evangelios. Se trata de un hecho que puede sumir en la miseria a un pueblo entero, que puede traer gravísimas consecuencias, que escandalizará a la opinión pública. Uno de los pueblos más afligidos por la matrícula de mar es el pueblo de Benidorm. Pero al exigirse el último cupo han faltado dos o tres individuos, que no han sido habidos. Nada más fácil en un pueblo de navegantes entrenado siempre a los inciertos azares del mar. Mas he aquí que la superioridad se indigna contra aquel pueblo porque dos o tres de sus hijos no se han presentado al llamamiento, y toma una medida incalificable para castigar a tres desertores: prohibe a todos los pescadores de Benidorm el pescar, lo cual equivale a cortarles los víveres, a matarlos de hambre. Esta manera de aplicar justicia colectivamente es muy propia de los tiempos más atrasados y horribles de la historia. ¿Qué culpa tienen los pescadores de Benidorm de que no se hayan presentado dos o tres jóvenes llamados a la quinta? Esto es atroz. De aquel pueblo nos escriben diciendo que reina una gran alarma. Antiguos marinos, que han derramado gloriosamente su sangre en defesa de la patria, estan amenazados de morir por hambre. La pesca es el sustento de aquel pueblo, es la única industria de sus honrados habitantes. Condenarles a no pescar, es condenarles a muerte. Imagínese cuál será la desolación del pueblo. El hecho es tan grave, que merece bien llamar la atención del señor Ministro de Marina, y reclama una medida pronta, enérgica, que calme la ansiedad de aquel vecindario, que devuelva el sustento a muchas familias inocentes, sin más amparo que la Providencia, sin más esperanzas que los peces que todos los días, al nacer el sol, saltan entre sus redes. Los gobiernos, ¿han de cortar hasta las fuentes de vida que la mano de Dios ha derramado próvidamente en la creación?


  En la segunda reseña, se hace referencia al mismo abuso que en la anterior, añadiendo como agravante el que no sólo no se dejaba a los barcos benidormenses salir de puerto, sino que tampoco se dejaba a otros entrar al mismo:


LA DISCUSION

24-12-1859.


  ¡Qué buena táctica la táctica de los periódicos ministeriales! El ministerialismo de estos señores puede asegurarse que es muy seráfico, muy seráfico. Se denuncian abusos de las autoridades, y callan y no dicen una palabra. ¡Buena manera de cumplir su cometido! Así no sabemos si nuestras censuras han llegado al ministerio; no sabemos si los entuertos denunciados se han corregido. Todos los días estamos denunciando abusos, como celosos defensores de los derechos populares, y nunca encontramos una satisfacción Un día decíamos, dirigiéndonos al ministerio de Marina, denunciando un abuso de la Capitanía general de Cartagena; decíamos que a los pobres marineros de Benidorm, a hombres valerosos que han derramado su sangre para defender la patria, se les ha prohibido pescar y navegar por la falta problemática de uno o dos de sus individuos. El abuso se llevó tan lejos, que no se dejó entrar ni salir ningún barco, ni aun lanchas, en aquel puerto. Se presentó un barco, pidio entrada, y no se la dieron. Se levantó una tempestad, y una tempestad deshecha, y cuando se apercibían los marineros a salir a socorrer al barco, que iba a naufragar, se les impide, porque pesa un entredicho sobre aquella matrícula. Se denuncian todos estos abusos, se ponen de relieve, y los periódicos ministeriales callan con profundisimo silencio. Hemos después denunciado otro abuso. El hogar doméstico ha sido allanado. Los derechos individuales han sido heridos. Tres jóvenes, por haber escrito una loa a la guerra de Africa, son perseguidos por una autoridad neo-católica, como la autoridad de Toledo. Hemos denunciado estos gravísimos abusos, y los periódicos ministeriales han callado, con profundísimo silencio. ¿Esto no clama al cielo? Así el ministerio de la prensa se quebranta. El ministerio y los ministeriales completamente están en babia. Esto es un ministerio seráfico, que pasa el tiempo recreándose en contemplarse a sí mismo. ¡Que (¿…?)! Y adiós, la unión liberal tiene una atonía horrible. No muestra actividad sino para perseguir a la prensa. ¡Linda actividad!


  El tercero, por último, da una noticia que enaltece a Benidorm informando de su campaña de aportaciones para la guerra, pero aprovecha para hacer constar también la reivindicación de dicho municipio para que los fondos se destinen realmente al socorro de los propios soldados benidormenses, que se cuentan –solo los enrolados en la Armada- en  más de doscientos, lo que solapadamente demuestra la desconfianza de la población hacia sus gobernantes:   


LA DISCUSION

12-1-1860.


  El hermoso pueblo de Benidorm, que en todos tiempos ha manifestado su decidido amor a su patria; el pueblo de Benidorm, que ha dado tantos de sus valerosos hijos a la marina de guerra, en esa ocasión ha venido a mostrar también su decisión y su entusiasmo. Reunido su ayuntamiento, salió a pedir, acompañado del señor cura, por las calles el óbolo del pobre para esta gran empresa en que se halla empeñada la honra de la patria. Sus vecinos en aquel pueblo marinero, aunque no muy sobrados de recursos, se afanaron por mostrar que todos los corazones vibran a impulsos de un mismo sentimiento, y que en todas las inteligencias vive una msima idea. En poco tiempo se reunieron 6.000 reales. El gremio de mareantes, que es tan decidido y tan valeroso, ha dado también voluntariamente todos sus fondos, hijos de penosos ahorros, para la gran guerra nacional, con la condición de que se apliquen a los soldados de marina, hijos del pueblo, que sean heridos en la presente lucha, pues cuenta más de 200 marineros en nuestra armada peleando por la patria. Rasgos de esta naturaleza honran por estremo al pueblo de Benidorm, y son acreedores a la gratitud del país. 

  El hecho de que el periódico de Castelar recoja noticias –más bien lamentaciones- de un pueblecito costero debe explicarse por el vínculo que se había generado entre Castelar y Benidorm, suficiente como para que la localidad confiara en el apoyo de un intelectual de Madrid. Es muy sorprendente que en la capital de España un periódico se fijara en lo que estaba ocurriendo en una pequeña población recóndita si no fuera porque alguien en la redacción tenía muy buenas fuentes en dicho pueblo y un verdadero amor por el mismo. 

  Nos permitimos sospechar, pues, que la mano de Castelar está detrás de estas tres reseñas que La Discusión va a editar referentes a Benidorm, e incluso que haya sido él mismo quien las haya redactado pues el estilo es muy semejante. Se nos ocurren tres causas para que Castelar no firmara estas reseñas: la primera es la propia coerción impuesta por el gobierno, pues el 12 de Noviembre se remitió por el Ministro de la Gobernación una orden a los Gobernadores Civiles para que controlasen las publicacioens que pudiesen interferir en la guerra, lo cual no debía animar precisamente a firmar cualquier crítica. Quizá tampoco aparezca la firma de Castelar en dichas noticias por no destacarse públicamente toda vez que al mismo tiempo se hallaba indagando y recopilando informaciones de multitud de fuentes incluyendo las del propio ejército. En tercer lugar, Castelar debió ser prudente para no perjudicar su otra publicación –la Crónica de la Guerra de Africa- más importante y, sobre todo, más lucrativa como obra propia que su actividad periodística en La Discusión. 

  La Crónica fue una obra que demuestra el evidente interés de Castelar por los sucesos del norte de Africa. No la hizo solo. Castelar tenía unos amigos entrañables desde la época de sus estudios, con los que compartió además planteamientos políticos y activismo público: Francisco de Paula Canalejas Casas y Miguel Morayta (padre y tío, respectivamente, de la futura Leonor Canalejas Morayta, tan benefactora de Benidorm). Castelar, Canalejas y Morayta, junto al alicantino Gregorio Cruzada Villaamil, elaboraron en 1859 el libro Crónica de la Guerra de Africa. La inclusión de Cruzada Villaamil en el grupo quizá se debiera al estrecho contacto que éste tenía con el también periodista Pedro Antonio de Alarcón, el cual participó en la misma guerra africana como corresponsal y como soldado, lo cual permitía tener una informaión de primerísima mano sobre lo acontecido.
 

   Todos ellos eran muy jóvenes, nacidos en 1832 (Castelar y Cruzada), 1833 (Alarcón) y 1834 (Canalejas y Morayta). Tenían por tanto entre 25 y 27 años cuando estalló la Guerra de Africa. También tenían esta edad cuando teóricamente se escribe el libro, pues éste aparece como editado en ”Imprenta de V. Matute y B. Compagni, calle de Carretas 8, Madrid 1859”



  Algo nos dice que esa fecha no puede ser la de cierre del libro, pues la propia guerra terminará al año siguiente 1860, concretamente el 25 de Marzo. La explicación la tenemos en el propio libro de Castelar y sus compañeros: la crónica se inicia en el mismo año 1859, recogiendo todos los materiales impresos que habían podido ir recomponiendo, periódicos, informes, etc. El texto se fue suministrando a suscriptores de forma paulatina o “por entregas”, a medida que avanzaban los acontecimientos. Una vez terminada la contienda, los autores se encontraron con dificultades para obtener más material en archivos y fuentes alternativas a los boletines oficiales y prensa, y remitieron un escrito al Ministro de la Guerra y al de Marina, indicando que no podían “escribir tal como lo han intentado y ofrecido al crecido número de suscriptores con que se honran, la Crónica fiel y detallada, la Crónica propiamente dicha de la terminada guerra, sin tener para ello a la vista los datos oficiales de todas las operaciones…”. El Ministro de Marina no contestó. El de la Guerra lo hizo el 31 de Mayo de 1860 denengando el acceso a archivos y oficinas dependientes del ministerio. Ello motivó que los autores de la iniciativa comunicaran a sus sucriptores que “…suspendemos por ahora nuestra area que, ya comenzada, podríamos llevar a término con poco trabajo… Suplicamos, pues, a nuestros suscritores nos dispensen esta falta, que en cierto modo podrán suplir con la Crónica del Ejército y la Armada; y estamos ciertos nos dispensarán, porque en esta determinación les damos una prueba de que los respetamos hasta el punto de no darles una historia que como tal historia de nada les sirviera, como con tantas otras sucede”.



  Como conclusiones e hipótesis de esta primera parte podemos aventurar las siguientes: Emilio Castelar viajó a Benidorm hacia Julio-Agosto de 1859, por motivos más personales que profesionales, en una especie de cura espiritual. Posiblemente fue llamado a Benidorm por Don Francisco de Paula Orts, su amigo de la infancia, conocedor éste de la reciente muerte de la madre de Emilio. Redactó una interesantísima descripción de sus vivencias en Benidorm, y éstas le dejaron una huella tan viva que quedó afectivamente ligado a esta localidad. Durante su estancia en Benidorm se iniciaron en Ceuta los sucesos que desembocaron en la Guerra de Africa de 1859-60 sin que Castelar tuviera noticia de ello, no obstante el gran interés que dichos preliminares hubieran tenido para aquél, como lo demuestra el que a su vuelta a Madrid iniciara una Crónica sobre la misma guerra. La estancia en Benidorm le hizo ser especialmente sensible hacia la carga que la guerra suponía para dicha población, lo que le llevó –más que probablemente- a apoyar las reivindicaciones benidormenses de forma solapada en el diario La Discusión.