Llego a la estación del bus.
Miro el reloj colgado sobre la dársena y marca las cinco menos veinte, o sea
las 4.40.
Al principio no reacciono
porque le presto la misma atención que al BOE, sé que llego con tiempo de sobra.
Pero a los pocos segundos mi hemisferio izquierdo me avisa de que hay algo
raro, y vuelvo a mirar el reloj: efectivamente pasa algo, marca las 4.40 y
deberían ser las 8.45 de la mañana. Tras el primer susto (¿estaré soñando?
¿llego tarde? ¿he sufrido una bilocación?) me viene la solución lógica: estará
estropeado, voy a mirar otro reloj.
En la estación de autobuses
hay varios relojes suspendidos en columnas y sé que tengo uno de ellos a mi
espalda. Me vuelvo y el otro reloj marca también las 4.40. Hay que buscar otra
explicación. Compruebo en mi móvil la “hora mía”, y en él son las 8.45. Deduzco
que algo ha pasado que afecta por igual a todos los relojes de las dársenas.
Entro en el recinto y veo que las pantallas de salidas y llegadas están
apagadas. Hay luz en las ventanillas de venta, y en el bar. O sea, no es un
apagón eléctrico total, sino selectivo. Alguien ha decidido ahorrar eliminado
la información horaria y la de viajeros. Vuelvo a la dársena 3. En los
periódicos figura la subida de un 11% en el recibo de la electricidad.
-¿Sale aquí el Autobús para
Valencia?- pregunta un joven chino
- Sí- le digo. Me muerdo la
lengua para no contestarle “salir sale, lo que no se sabe es si llega”. Y
continúo: -Normalmente te indican la dársena ahí dentro en el panel, pero hoy
lo tienen apagado, no sé por qué-.
El pobre no me entiende.
En el andén deambulan como
perdidos otros viajeros desinformados. Hay dos chicas con resaca Erasmus. Un
edredón nórdico andante que no sé si es hombre o mujer. Una chica con chaquetón
de conejo tirando de una maleta mientras su novio con pinta de proxeneta camina
diez metros por delante, sé que lo es porque se vuelve al poco encogiendo los
hombros y la achucha para que avive, vaqueros y chaqueta abrochada y bufandón,
manos en la boca y cigarro en los bolsillos o al revés. Un señor que busca un
enchufe para cargar su móvil. Un empleado que sale de una puerta y se esconde por
otra para que no le pregunte nadie. Decido esperar en la cafetería. En el
banquito hay una señora mayor que saca de una bolsa un poco de papel de
periódico, y de él unas migas que se lleva a la boca; al menos en el banco no
han puesto un reposabrazos a la mitad para que no se acuesten los mendigos.
-¿Qué quiere tomar?
Desayuno por hacerles la
gracia a las camareras, si nadie lo hace acabarán tirándolas a la calle. Antes
eran cuatro, ahora sólo hay dos y una de ellas es la misma que te informa en la
oficina de atrás y entra y sale como puede.
- Un desayuno con tostada,
café y zumo de naranja, por favor.
Digo zumo por decir. En una
máquina echan dos naranjas que sacan de una caja y supuestamente entra en unos
cojinetes que la trituran, pero yo sólo veo que la naranja entra y por otro
sitio sale un chorrillo con posos amarillos y que hace espumilla. Me pongo la
neurona de boy-scout urbano y decido tragar lo que sea, ácaros inclusos. Pido
dos azucarillos para el café y me miran mal. La tostada vendrá quemada como
otras veces, son las prisas (o no, si por ahorrar electricidad me la queman
poco).
Miro por si acaso a las
máquinas de venta de comida. Qué diferencia, todo cerrado, y oscuro, primero
fue el quiosco de la prensa, luego el cajero, luego el ascensor, las escaleras
mecánicas, ahora las máquinas de agua y ganchitos… Todo se ha ido apagando poco
a poco, como en la
Sinfonía Despedida de Haydn. Parece la estación de Gomorra
tras el castigo. Qué tiempos aquellos del vending y del schopping… aunque para
ser honestos no nos hemos librado del inglés porque ahora tenemos loosers y
mobbing, los Levis han dado paso a los leggins y dentro de poco haremos crowd-founding
para comprar un billete de bus. todo sea por el lobby.
-
Son tres euros diez.
Me
tienen que dar todo el cambio en monedas, ya no entran billetes en la caja.
Paso
a los aseos. De diez urinarios han tapado seis seguidos con plásticos negros
como si no funcionaran, pero debe ser por no tener limpiadoras para todos. Nada
de jabón, ni toallitas de papel.
Vuelvo
a salir a las dársenas esperando mi autobús. Se oye el sonido hueco de dos
personas bajando por unas quietísimas escaleras mecánicas. Qué curioso nuestro
tiempo, poniendo electricidad a unas escaleras por donde antes bajábamos
andando, a un cepillo de dientes que antes manejábamos a muñeca, o colocando
elevalunas eléctricos en los coches mientras engordamos y engordamos y luego
pagamos por ir a un gimnasio donde nos ponen otra manivela igual para
adelgazar. Y qué pasa cuando todo eso se queda sin electricidad.
Vuelvo a mirar el reloj parado que marca las
4.40. ¿En qué día se paró la energía, el sábado, el martes…? ¿Fue a las 4.40 de
la tarde, o de la madrugada? El mundo llevaba parado un tiempo indefinido en
aquella estación y yo sin enterarme hasta ese momento.
Aparece entonces el empleado de antes. Le
señalo el reloj parado y le sonrío con gesto de complicidad. Le digo: - Algo
falla, ¿no?
Entonces me contesta: -Qué va. Lo que tiene
Usted que hacer es esperar al autobús de las 4.40.
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