Capítulo I
El niño del torno
Non habebis deos
alienos coram me (Exodo 20, 3)
En
Abril del año 1760 de Nuestro Señor, dos diputados comisionados por la ciudad
de Valencia hicieron viaje a Madrid. Se trataba de Felipe Musoles y Francisco
Castillo. Su cometido era asistir como representantes del Reino de Valencia a
las Cortes de la Monarquía, convocadas para jurar como nuevo rey a Don Carlos
el Tercero, venido de Nápoles tras la muerte de su hermano Don Fernando VI. Dos
comisionados más iban de Barcelona, otros dos de Zaragoza y aún dos más de
Mallorca. Todos juntos portaban un llamado Memorial de Agravios con sus
peticiones para hacer más dulce su igualdad a las leyes de Castilla, aún
supurantes tras la herida dejada por la lucha fratricida de la Sucesión entre
Austrias y Borbones, cincuenta años atrás.
Musoles y Castillo llevaban otro empeño en
su ida a Palacio: defender la posición de los padres jesuitas frente a los
escolapios en la ciudad de Valencia. La Concordia de 1728 entre el Cabildo
valentino y la Compañía de Jesús, otorgando a ésta la enseñanza de latinidad en
las aulas de gramática, se tambaleaba por los impulsos cada vez más certeros de
los escolapios, quienes ya no se conformaban con atender a los niños más pobres
como rezaba su licencia sino que se asomaban a horizontes más ambiciosos, a las
élites, al latín, disputando un terreno hasta poco antes reservado a los
ignacianos por gracia del primer Borbón. Las Escuelas Pías habían llegado a
Valencia con el apoyo del Arzobispo Don Andrés Mayoral y de la Universidad, y
ahora parecían contar con el auxilio del rey nuevo y hasta de parte del
Consistorio. Los ignacianos veían mermar poco a poco sus pilares y pusieron gran
esperanza en los dos enviados a la capital de las Españas. El rey Don Carlos,
sin embargo, no se dejó impresionar por los argumentos en pro de los jesuitas y
apenas hizo el gesto de pedir a la Santa Sede que declarara a la Inmaculada
Concepción, tan querida de la Compañía, como Patrona de España y de las Indias.
Así lo hizo el Papa Clemente XIII en el mismo año, mediante la Bula Quantum
Ornamentum. La frialdad de Carlos III hacia los jesuitas, puesta también de
manifiesto al sustituir a éstos por los franciscanos en el puesto de confesor
del rey, no hacía presagiar nada bueno respecto a la Orden de San Ignacio.
El mismo día en que Musoles y Castillo
habían partido para Madrid, pero ya a la noche cerrada, unas manos débiles y
ajadas depositaban en el torno del Hospital de Valencia a un recién nacido
envuelto en un paño pardo. Salida de entre las sombras del Hospital, de la
Ermita de Santa Lucía y el Capitulet, una silueta tambaleante gambeteó en la
oscuridad hacia el torno y, sin detenerse ni para llamar con los nudillos,
introdujo a un niño de días en la tabla giratoria, la hizo dar una vuelta y
dejó al pequeño a la piedad del otro lado de la pared, que se lo tragó.
Al amanecer siguiente, el portero que se hizo
cargo del niño pensó que ya eran demasiados los recién nacidos que, en los
últimos años, habían quedado al cuidado del Padre de Huérfanos de la ciudad, o
del mismo hospital, así que decidió dar el niño a alguna de la Órdenes con casa
en Valencia. Dudó entre llevarlo a la Iglesia de las Escuelas Pías o a la Casa
Profesa de los Jesuitas de la Plaza de las Pasas. Estaban ambas a una distancia
semejante, algo más cercana y en línea más recta la primera; más tortuosa la
llegada a la segunda pues exigía atravesar el mercado. Sin embargo, el portero,
cuya vivienda estaba en la trasera de Santa Catalina y por tanto más cerca de
los jesuitas, se decidió por éstos al estar de camino hacia su casa; de paso
podría también pedir de limosna algunos calcetines para el niño a alguno de los
tenderos de la calle de la Sabatería dels Chiquets, lindante con Santa
Catalina. Así pues el recién nacido, a quién de inmediato pusieron por nombre
Bonifacio para que hiciera siempre el bien, vino a parar a los jesuitas y no a
los escolapios por la pereza y la piedad de un portero de Hospital.
El pequeño Bonifacio se crió entre los
escalones de la Iglesia de la Casa Profesa que daba a la Plaza de las Pasas.
Allí correteaba entre los puestos de los artesanos, arrieros y almacenistas que
por la trasera de la Lonja de la Seda proveían los puestos del mercado situados
frente a ésta, en un bullir incesante de animales, gritos de los vendedores y
chiquillos que se colaban entre los hierros de los Santos Juanes o buscaban
trozos de cordel del último ahorcado. Bonifacio apenas percibía en su corta
edad lo que ocurría a su alrededor, pero en sus pupilas entraban cada día miles
de imágenes de la vida y color de una Valencia repleta de telas y flores,
barro, sol y estiércol, campanas y campanarios con miles de toques diferentes,
risas y canciones y caballos gigantes apostados junto a un carro.
Un
coadjutor jesuita muy entrado en años y de seso perdido llamado Juan Mogica,
ubicado más que ocupado en el Colegio de San Pablo y Seminario de Nobles junto
a la puerta de San Vicente, había cogido cariño al crío y gustaba de llevarlo
en los encargos que, siempre dentro de las murallas, se inventaba el rector del
Colegio –el padre Navarro- para ocupar a aquél ángel anciano. El prepósito y
rector de la Casa Profesa, -padre Doménech-, veía con complacencia resignada a
aquella pareja de ausente y lazarillo, pensando que nadie estaba más cerca que
ambos del Reino de los Cielos.
El coadjutor Mogica tenía, no obstante,
algunos itinerarios amoldados a su rutina. Cuando se salía de ella acababa
perdiéndose por alguna calle o, peor aún, entre las tres paredes de algún
azucach donde moría su orientación. Así le había ocurrido, por ejemplo, al ir a
visitar las obras que la Orden estaba promoviendo para las monjas de San
Gregorio y la Casa de Arrepentidas. Y otro tanto parecido le ocurrió al visitar
los trabajos de construcción de la nueva iglesia y conjunto del Temple, donde
los Freyles de Montesa se habían acogido tras el desastroso terremoto que había
arruinado su castillo de la Vall d´Albaida casi veinte años antes. Mogica llevó
al crío para que el Prior Don José Ramírez le mostrara la cabeza de San Jorge y
el Lignum Crucis milagroso que custodiaban los Freyles. Tras visitar el
Convento y palacio ya ampliados, y estando pendiente sólo de conclusión la iglesia,
cuyos muros apenas levantaban 8 palmos, Bonifacio se separó bruscamente de la
mano de Mogica cuando un albañil le llamó diciéndole:
-¡Ven niño, ponte aquí, que voy a marcar tu
altura en esta pared, a ver quién crece antes!-.
El pobre coadjutor, creyendo haber extraviado
al niño y desorientado entre andamios y vigas que semejaban setos de un
laberinto de piedra, se angustió de tal manera que acabó en el río, sollozando
ante la idea de que Bonifacio se hubiese ahogado.
Mucho
más fácil para Mogica era deambular, con Bonifacio siempre de la mano –no
sabemos quién llevaba a quién- por la calle Corregería hasta la Seo, donde una
vez dentro se divertían siguiendo a las mujeres encinta que daban nueve vueltas
al recinto pidiendo buen parto, o donde el deán les enseñaba la pluma de Angel
del relicario. Cuando chispeaba se acercaban a la inmediata Iglesia de los
Santos Juanes, donde el jesuita se complacía haciendo al niño mirar, desde sus
dos palmos sobre el suelo, las trece colosales figuras de estuco de Jacob y sus
doce hijos, elevadas sobre pilastras en la nave central y que al niño le
parecían gigantes invencibles.
El paseo favorito de Mogica y en el que jamás
se perdía era, sin duda, el de la Iglesia del Patriarca Ribera. Allí estaba, a
la entrada, el monstruo. Un caimán gigantesco y negruzco, de unos diez pies de
largo y con la boca abierta hacia el visitante, colgaba suspendido de la pared
izquierda del portalón de entrada. La primera vez que Bonifacio lo vio, a sus
cinco años, rompió a llorar del susto, pero pasada esa experiencia se fascinó
con el monstruo y rogaba siempre al jesuita que le llevara a verlo tirándole de
la sotana y almibarando la voz. El caimán vivo había sido un regalo que el
virrey del Perú envió al Arzobispo Ribera casi doscientos años atrás. Ribera
puso al animal el nombre de Lepanto, quizá en recuerdo de la fuerza indomable
de la fe, y lo instaló en los jardines de su finca de extramuros en la calle
Alboraya, vial en el que décadas antes había muerto arcabuceado por mujeriego
el segundo marqués de Guadalest. Allí el Patriarca gustaba de alimentar al
reptil y observar cuán portentosas eran las creaciones del Señor. Cuando el
monstruo murió, en 1604, Ribera lo hizo disecar y elevarlo en la puerta de su
Iglesia concluida apenas un año antes, en señal del silencio que debía
imponerse a todo el que a Sagrado llegara. El animal suspendido parecía volar
boca abajo, como en un cuadro de Zurbarán.
En aquella iglesia del Patriarca había otras
dos paradas que el coadjutor Mogica hacía siempre junto al pequeño Bonifacio.
Una era la de la capilla de San Mauro, el niño mártir de Africa, cuyas
reliquias había mandado al Patriarca el papa Clemente VIII en 1599. San Mauro Mártir
sufrió pasión en el siglo III de la fe, y yacía enterrado en las catacumbas de
San Calixto, en Roma, hasta que el Papa la envió a España a cargo del cardenal
e Inquisidor Don Fernando Niño de Guevara a petición del Patriarca Ribera. Su cabecita
dormía en un cofre de plata forrado de damasco rojo, y sus restantes reliquias
la esperaban en otro recipiente santo; por las afueras de la iglesia, en la
parte trasera cercana a la capillita, había una replaceta que la gente llamaba
“de San Mauro”, por la devoción que le tenían. San Mauro había sido elevado por
Ribera a tercer patrón de su basílica, tras San Vicente Mártir y San Vicente
Ferrer, y también Valencia lo había acogido como protector y lo veneraba como a
los otros dos Vicentes, al Angel Custodio, a la Purísima y a San Gregorio,
entre otros cientos más de Santos y las once mil vírgenes.
Junto
a la capillita de San Mauro, con todo el mimo del mundo, el Patriarca Ribera
había hecho enterrar los místicos restos de Sor Margarita Agulló, la monja
setabense que rezaba y enseñaba, para éxtasis de muchos y recelo de otros, en
su apartado beaterio valenciano de la calle Renglons, tan pegada al Colegio
jesuita de San Pablo que no se sabía quién vigilaba a quién, y donde tantas
mujeres retiradas se entregaban a su oración y a su quietud como los quietistas
mágicos del siglo anterior, a despecho de la Inquisición.
No obstante San Mauro y Sor Margarita Agulló
(la Agullona, como decían las crónicas de su época), el preferido de Bonifacio
era indudablemente el monstruo, Lepanto. Nada hay más peligroso que la
conjunción de un niño y un perdido, y así el coadjutor Mogica dio en su gusto
el llevar al niño a ver otros monstruos que las fachadas valencianas ofrecían,
tan hechas ellas a los dracs y a las sargantanas petrificadas de esquinas,
gárgolas y capiteles. Del Patriarca iban ambos al palacio del Marqués de Dos
Aguas, donde otros dos caimanes de alabastro se retorcían en la portada rococó
del suntuoso edificio.
-“¡Mótruo!- Decía el niño, señalando a las
bestias color ámbar, a lo que el anciano Mogica contestaba:
-Sí, monstruo, el monstruo y su hermanito.
- ¡No los mires tanto, niño! –Le dijo una
vez el lacayo de la puerta del marqués- ¡o te volverás loco como Don
Hipólito!-.
Se refería el sirviente al artista Rovira,
creador de aquella portada retorcida, cuyos huesos sin entendimiento acabarían
en el mismo Hospital del que en su día había salido Bonifacio. El lacayo,
que conocía al chico y compartía su
afición por las excentricidades, le dejaba pasar alguna vez al portalón del
señor marqués para enseñarle los leones rabiosos del armazón de su carroza
principal, a los que el niño podía acariciar y hasta enfrentar fauces contra
fauces.
Algo había de fascinante para un niño de
pocos años en aquellas figuras horribles tan típicas del barroco de la España
de las velas gruesas. Lo mismo le había ocurrido en la procesión del Corpus,
cuando el Padre Guarinós de la Casa Profesa llevó a Bonifacio a ver las
llamadas Rocas, fastuosas carrozas y catafalcos de arte efímero cuya imaginería
excesiva se tragaba a su paso la atención del pueblo, entre danzantes, momos,
nanos y gegants, timbaleros y pétalos. Entre las Rocas había un águila dorada
gigantesca que para el niño era la misma imagen del Angel Exterminador. Cuando
contaba seis años pudo ver la procesión desde la esquina de la calle de la
Carda con Bolsería, y al ver el águila inmensa con todo el sol crepuscular que
le rebotaba a la espalda desde poniente, creyó el niño estar viendo al
mismísimo Espíritu Santo en ignición. Bonifacio lo aplaudía todo a su paso,
repitiendo como si fuera la única palabra que conociera: -“¡Mótruo, mótruo!”
Aunque la Valencia de entonces había entrado
de lleno en el mundo de las academias, las enciclopedias y las higienes, seguía
siendo un laberinto de callejuelas donde lo etéreo acechaba en cualquier
ornacina con santo, un escudo de un portalón de madera tachonada o una
procesión de rogativas. Para un niño como Bonifacio, quien para mayor
intensidad pasaba medio día entre transustantaciones y milagros, todo el
entorno era en sí mismo celeste sin que hubiera diferencia entre los olores de
cebolla del mercado y los inciensos de los Santos Juanes. Todo con ruidos, con
aromas y sorpresas, mezclado con los silencios, la humedad solitaria de las celdas
y la hierbabuena del huerto.
Por eso se alegró como –lo que era- un niño
de casi siete años cuando le ofrecieron desfilar junto a otro monstruo. Esta
vez era el del paso del gremio de chocolateros, diseñado para la procesión de
conmemoración del Centenario del traslado de la Virgen de los Desamparados a su
nueva capilla. Corría el año de 1767, y la ciudad de Valencia quiso celebrar
con toda festividad aquella efeméride, prevista para el mes de Mayo. Los
chocolateros iban a participar como los restantes 37 gremios, y habían decidido
hacerlo con un carro en el que habría un gran dragón emergente de unos peñascos
y en cuyo lomo se alzaría un trono con la Virgen; el carro iría tirado por dos
delfines dirigidos por un genio, y por delante caminando irían tres oficiales
del gremio repartiendo chocolate y dos niños arrojando poesías, mientras que
por detrás seguiría una comitiva de mogigangas disfrazadas de turcos y
africanos, además de 48 chocolateros de verdad. A Bonifacio, es decir a los
jesuitas que lo guardaban, le propusieron ser uno de los dos niños que arrojara
poesías junto al terrible dragón; la idea fue de las monjas de la Puridad, que
conocían bien al niño pues solían verle y regalarle virutas de chocolate cuando
desde la Casa Profesa le mandaban a por dulces que las monjas preparaban. A ellas
les iba a colocar el gremio de vihuelistas un hermoso altar delante de la
entrada, con flores y espejos, pues no en vano también ellas tenían en su
fachada una imagen de la Virgen de los Desamparados muy preciosa.
Bonifacio estaba encantado aprendiéndose su
papel, acudiendo con su buen Mogica –nadie más querría llevarle- a los ensayos.
Tenía muchas ganas de hacerlo bien y de que al ir por la calle recitando sus
poesías le vieran todos los padres de la Casa Profesa y del Colegio de San
Pablo. También quería que le viera su amiga Amparito, que por entonces era su
única amistad del mundo femenino.
Amparito era una niña dos años mayor que él,
a la que criaba una mujer de la calle del Carbón, en un lateral de los Santos
Juanes. La niña había sido abandonada siendo una recién nacida, como Bonifacio.
El motivo de su abandono pudo ser una mancha de unas dos pulgadas de diámetro que
tenía en el codo izquierdo y que sus padres debieron interpretar como mal
presagio, o quiza lo fuera simplemente el que la niña tuviera un estómago que
alimentar. Las monjas magdalenas le buscaron una casa, la de Armancia
Carbonell, que ya tenía otro niño acogido llamado Chimet, de muy malas pulgas.
Amparito acudía a aprender primeras letras junto con otras niñas pobres a la
Casa de Educandas construida poco antes por el Arzobispo junto al Convento de
Franciscanos. Allí, o mejor, buscando piedrecitas cristalinas en la tapia del
Convento, la encontró un día Bonifacio cuando regresaba a la Casa Profesa desde
el Colegio de San Pablo. Al niño le hizo gracia el interés de la niña por las
piedras y se paró junto a ella. Amparito solía jugar cerca de su casa en las
inmediaciones del mercado, donde todos la conocían y la trataban como a una
hija.
Una vez, la niña cogió de la mano a Bonifacio
y le hizo entrar en una de Les Covetes de los comerciantes que había en los
bajos de los Santos Juanes. Las tiendas, concedidas unos sesenta años antes por
el Arzobispo Folch de Cardona a un particular a cambio de reformar la fachada
de la iglesia, eran continuamente objeto de las travesuras de los chiquets del mercat, entre los que
estaba Chimet el medio hermano de Amparito. Ésta, sin embargo, no entró con
Bonifacio en una de las covetas para cometer una fechoría, sino para marcar un
corazón en una de sus vigas de madera.
-Mira, Bonifacio –le dijo tras grabar, con
una varilla rota de rueca, un corazón en una vigueta.
El niño, en su inocencia siempre mística, le
preguntó: -¿Es un Sagrado Corazón?
Amparito contestó: -Claro, es el mío. –Y continuó
grabando las letras A B
-Ave María- Dijo Bonifacio, creyendo ver un
ramo de rosas blancas en las manos de Amparito mientras ésta marcaba la viga.
-Sí, y también dice Amparito y Bonifacio. Ya
sé escribir diez letras.
Bonifacio la miraba embelesado. La niña hacía
música cada vez que hablaba, a pesar de que su aspecto fuera poco agraciado con
la cara y brazos habitualmente tiznados de carbón, imagen que solía mejorar
cuando acudía a la Escuela de Niñas de la que salía lavada y peinada. Bonifacio
jamás prestó atención a la mancha que la niña tenía en el codo, aunque sabía
que otros niños la remarcaban para herirla. Posiblemente la fascinación del
chico por las cosas sobrenaturales que sentía a diario con los religiosos le
hacía integrar en una sóla idea lo habitual y lo infrecuente, lo natural y lo
ficticio, siendo todo digno del mismo amor o, como él sentía a veces, del mismo
perdón. Una culpa compartida, un pecado que por alcanzar a todos redimía también
a todos, los hacía merecedores de ese amor por todas las cosas que el pobre coadjutor
Mogica, en su incipiente senilidad, le transmitía como si lo pidiera para sí.
Todo aquello era muy parecido a la felicidad y por ello Bonifacio se sentía uno
más entre aquellos jesuitas, como esos perros que se creen humanos por vivir
con éstos, ajeno por completo a las disputas diarias a que los religiosos
hacían frente y, mucho más aún, a las nubes cargadas de tormenta que acechaban
desde un horizonte cada vez más cercano a los ignacianos.
Al
acercarse el mes de Mayo, el niño seguía embebido en sus preparativos del
gremio de chocolateros para la fiesta de la Virgen. Soñaba en ocasiones con su
dragón en el carro, y se veía a sí mismo remontando hasta el trono donde la
Mare de Deu se hallaba sentada en plena Majestad. Soñaba con toda su felicidad
onírica, sintiendo que aquella Virgen era lo que tantas veces le habían dicho,
su madre, y que el Cielo era lo que había sobre ella y en él estaba el Señor al
que amaba sobre todas las cosas, como le enseñaban y él sentía como sentía al
sol y a las nubes. Dormía con una sonrisa, pensando en su monstruo oblongo
portador del trono sagrado, él con sus poesías y los demás niños mirándole
embobados, niños con sus padres y madres tan raros para él que era un niño del
torno y sin embargo tan amado y tan feliz.
Una madrugada, sin embargo, algo interrumpió
su sueño dulce. Fue el 1 de Abril, apenas un mes antes del desfile de la
Virgen. Era un miércoles. Cuando apuntaba el amanecer, Bonifacio se revolvió
sobre su jergón de borra incomodado por unos gritos que él pensó formaban parte
de un sueño. De pronto oyó un golpe sobre la puerta de su cuartito, y
comprendió que algo estaba pasando en los pasillos de la Casa. Abrió su puerta
y vio un montón de soldados del rey, armados con sus fusiles y la bayoneta
calada, persiguiendo a los padres Miralles y Salau; al fondo del pasillo otro
soldado sujetando contra la pared al padre López, el prepósito Don Ignacio
intentando separarles con gesto lastimero, el coadjutor Torres caído en el
suelo… Todos con miradas de desconcierto, espanto, algunos corrían hacia sus
cuartos con un libro en la mano, otros sacaban sus rosarios, mientras desde la
capilla se oían más voces familiares y sobre ellas otras más duras que
gritaban: -¡Al refectorio! ¡Vamos, vayan al refectorio!
Aquellos soldados vociferantes no hacían
sino cumplir las órdenes del rey Carlos III, y de su voluntad la engolada mano
del conde de Aranda, que había ordenado prender en aquella noche a todos los
jesuitas de sus dominios para expulsarlos de los reinos, tal como el marqués de
Pombal había hecho apenas ocho años ante en Portugal a raíz de las revueltas de
las reducciones de Indias.
Bonifacio apenas entendía nada, nunca hubiera
imaginado que los soldados pudieran entrar en la Casa Profesa, ni que pudieran
empujar ni gritar a los hombres tan santos de la Orden. Ya en medio del
pasillo, preguntó a uno de los religiosos:
-¿Qué
pasa, padre Cruañes?
-
¡Nada, Bonifacio!, ¡métete en la celda, métete en la celda!
Mientras
tanto se seguían oyendo golpes, carreras y órdenes de los armados: -¡Vamos,
vamos! ¡He dicho que rápido! ¡Al refectorio, o a la sala capitular, lo que
tengan aquí! ¡Suelten esos libros, he dicho que suelten esos libros, tráigalos
acá y no me obligue a…!
Bonifacio
entró corriendo en su celda y se vistió rápido como una centella.
Desobedeciendo la orden del padre Cruañes, algo le hizo ver que debía escaparse
de inmediato. Consciente por primera vez de que en el edificio estaba
ocurriendo algo dramático, echó a correr por el pasillo entre las culatas de
los fusiles y las polainas de los soldados, los cuales por lo demás no tenían
ningún interés en aquél crío pues no tenían órdenes de detener a ningún niño,
ni tan siquiera a los novicios, únicamente a sacerdotes, coadjutores y
hermanos.
El niño salió a la calle y como por instinto
tomó la dirección del Colegio de San Pablo, donde podría acogerse a aquellos
otros jesuitas, único lugar donde se le ocurría poder estar a salvo. A toda
velocidad recorrió la bajada de convento de San Francisco y pasada la misma se
plantó jadeando en la puerta del Colegio jesuítico. Pero allí estaba ocurriendo
otro tanto que en la Casa Profesa. Es entonces cuando la mente del pequeño
sintió terror al ver también a aquellos otros padres que tan bien conocía, el
padre Escola, el padre Jornet, el rector padre Navarro… todos apelotonados en
la cancela del colegio sin poder salir, presionados hacia adentro del recinto
por varios soldados con los fusiles en horizontal como si estuvieran encerrando
caballos en un corral para marcarlos. Entonces Bonifacio vio al coadjutor
Mogica, su buen padre Juan, zarandeado por otros que pugnaban por romper un
pergamino y un soldado que quería arrebatárselo.
-¡Padre
Juan, padre Juan! –gritó el niño, y echó a correr en su dirección. Los jesuitas
que se dieron cuenta intentaron rechazar al crío, diciéndole por su nombre:
-¡Vete! ¡Fuera de aquí, Bonifacio!- Y otros: -¡Corre a la catedral!
Pero
Bonifacio ya se había agarrado a los faldones del anciano coadjutor Mogica, y
no había forma de separarlo de ahí, ni Mogica quería dejárselo retirar,
mientras gritaba:
–¡Dejádmelo!
¡Dejádmelo, por todos los santos! ¡Dejadme a este ángel! –Y los demás
desistieron de separarlos pues ni tan siquiera para ellos mismos encontraban
brazos, a tal punto los coercía el pelotón mandado para apresarles.
Una
vez reducidos a una sala todos los jesuitas del San Pablo, incluidos Mogica y
el pequeño Bonifacio en sus brazos, permanecieron allí unas horas mientras los
agentes reales formalizaban un inventario y registraban los archivos. Se oian
ruidos de libros cayendo al suelo, de taburetes volcados. El Rector Navarro,
viendo los rostros de congoja de sus compañeros, les hizo rezar larguísimos
rosarios, uno tras otro, con sus gozos, sus letanías. Esperaba que en algún
momento entrara algún responsable a darles explicaciones.
Pero
no ocurrió así. Al cabo de unas horas les hicieron salir y los montaron a todos
en varios carruajes escoltados por más hombres armados. Tomaron el inmediato
camino de ronda para salir por la puerta de San Juan, junto al convento
carmelita de Santa Teresa y San Juan, y cruzaron el río Turia con dirección
hacia Segorbe, punto donde deberían reunirse con todos los demás jesuitas
apresados del Reino de Valencia.
Llegados todos a Segorbe, se inició un
periplo angustioso y lento para aquellos religiosos, a los que finalmente les
esperaba una caja de agrupamiento en Salou. En el puerto –puertecico- de Salou
debían reunirse con todos los demás jesuitas de Aragón que habían sido
concentrados en Teruel y con los de Cataluña que lo habían sido en Tarragona,
como los mallorquines en Palma. El dibujo siniestro de la prisión de los
jesuitas para su embarque se completaba con Cartagena para la provincia jesuita
de Toledo, Puerto de Santa María para Andalucía y Santiago para Castilla. En
Salou se enteraron los jesuitas valencianos de que les deparaba un destierro a
los Estados Pontificios, destino que aun siendo desagradable no dejaba de ser
una segunda casa.
Bonifacio permaneció en Salou todos aquellos
días con los jesuitas. Al principio intentaron convencer a los guardias para que
lo bajaran del carruaje en la salida de Valencia, pero Mogica entró en cólera
al intento de arrebatárselo, y los soldados lo dejaron para mejor ocasión. Ya
en el camino, a cada legua que se alejaban entendían que el designio
establecido para los religiosos era más sombrío, y empezaron a pergeñar que
quizá el niño estaría con ellos mejor que entre la soldada al no haber nadie
más con quien fiasen en dejarlo, y sintiendo pavor ante la posibilidad de que
los soldados pudieran apropiarse del niño bajo nota de abandonado y alistarlo
como tambor en el ejército de Su Magestad. Así que decidieron mantenerlo con
ellos, a la espera de acontecimientos.
El embarque en Salou fue uno de los días más
dramáticos en la vida de Bonifacio. Mientras subía a la embarcación con todos
los jesuitas, notó que el coadjutor Mogica no estaba entre ellos.
-¿Y el padre Juan? ¿Y el padre Juan? –preguntaba
a todos, con mirada temblorosa.
-
Vendrá más tarde, está con el médico porque tenía tos. Luego vendrá, no te
preocupes.
Le
mentían. Don Juan Mogica no había podido ocultar por mucho tiempo su vejez y su
senilidad, y los agentes del gobierno decidieron que no podía embarcarse, pues
quizá no resistiera la travesía y no querían que su fallecimiento se achacara a
la perfidia real, así que lo retuvieron en tierra, acordando que fuera llevado
al interior donde acabó siendo conducido al Convento de la Merced en Zaragoza.
Desde la cubierta del barco, aún pudo Bonifacio ver por un momento la cabeza
endeble y de cuatro mechones canosos de Don Juan, su querido coadjutor,
atrapado en el puerto de Salou, y al que aún pudo gritar para despedirse:
-¡Padre!
¡Padre!
-
¡Bonifacio, Angel mío! –le contestó el coadjutor cuando oyó la voz del niño
-¡Ama a Dios sobre todas las cosas! ¡Ama a Dios sobre todas las cosas! ¡Y
perdónales! ¡Perdónales!
En aquellas palabras sonaba la voz lejana
del religioso como un canto de cisne, un adiós que no se atrevió a pronunciar,
quizá en su última lucidez, mientras alzaba su manita de viejo y la movía para
que su pequeño amigo la siguiera divisando al alejarse rodeado de casacas y
sombreros de tres picos de los soldados.
-Pronto
vendrá, no te preocupes-, dijo a Bonifacio uno de los padres –Anda, toma un
poco de bizcocho, y abrígate.
Así se separaron Bonifacio y el coadjutor
Mogica, para siempre. El niño, arropado por sus jesuitas de la Casa profesa y
colegio de San Pablo de Valencia, más los de Onteniente, Alicante, Gandía,
Segorbe, Torrente y Orihuela, marchó en aquel barco en la que iba a ser llamada
la Expulsión de los Jesuitas y que para ellos significó el fin de su mundo. Al
alejarse de la costa, muchos miraban por la borda sin saber si estaban
despidiéndose para siempre de España, o si les esperaba un final aún más
dramático como prisioneros que eran.
No habían terminado sus cuitas con el
embarque pues llegados a las costas italianas no quiso el Papa hacerse cargo de
ellos, porque no vieran los otros reinos que en Roma facilitaban las
expulsiones, así que los reenviaron a Córcega donde continuaron sus penalidades.
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