Pablo Iglesias nació en Belén.
Como todo el mundo sabe, se hizo maestro y predicó
en la Sexta. Tras
azotar a los mercaderes, multiplicó milagrosamente cinco panes y dos peces y le
salieron 1.200.000 votos.
Entonces entró victorioso en Jerusalén a lomos de
un burrito. “¡Hosanna en los medios!”, decía la multitud con palmas en las
manos, le aclamaban y él les miraba calmado y se escabullía sufriendo.
Pero claro, a todo Domingo de Ramos le sigue una cena
y una Pasión. La cena ya deben haberla hecho, en cuanto a lo otro…
Veamos. Los discípulos. Iñigo que es un acelerado
y acabará tan impaciente como Judas el Zelota y la acabará liando por 30
acciones de Endesa. Jiménez Villarejo es Lázaro, resucitado pero que una vez
prestada su ayuda se retira porque no le va el martirio. Otra es María
Magdalena siempre a su lado con el Grial de Dan Brown. Sus doce apóstoles son
doce cientos.
Su problema es que ya ha dicho que quiere ser Rey
de los Judíos, y eso molesta tanto a Pilatos como a Caifás.
Ahora mismo su comunidad es como la de los
primeros cristianos, topatós y el fin del mundo al caer, maravilloso hasta que
alguien pregunte quién paga la cena.
Pero, como toda religión, necesita un San Pablo y
un Constantino. San Pablo para abrir la tribu a la tribu global. Constantino
para hacer de la tribu un Gobierno. Y ahí te quiero ver, nazareno. De momento
ya están apareciendo los Simón el Mago, aquél que intentó comprar a San Pedro
para que le enseñara a hacer milagros.
Nihil novum sub solem.
Para más INRI.
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