Emilio Castelar viajó a Benidorm en el verano de 1859 cuando apenas era un joven de 26 años. De aquella visita nos dejó una descripción emocionada a la par que interesante, tanto por la referencia a ciertas personas como por las vivencias que refleja. En los mismos días de su visita, sin él saberlo, se estaba iniciando en Africa una guerra en la que el propio Castelar pondría poco más tarde el máximo interés. Seis años más tarde –Agosto de 1865-, en el océano Atlántico y por la Guerra del Pacífico, el benidormense Francisco Lanuza participaba en una acción naval de la guerra contra Chile y el Perú, a bordo de la fragata Gerona capturando un buque enemigo. Existe un hilo entre estos acontecimientos que vale la pena recorrer despacio.
Comencemos por el día en que Castelar descubrió Benidorm. Su descripción de la estancia en esta villa fue recogida en un extenso artículo publicado en el periódico La Discusión el 1 de Septiembre de 1859. El tono del artículo es grandilocuente y romántico, cosa comprensible pues ése era el estilo habitual de la época en la que, por cierto, Castelar destacó por su oratoria. Hoy nos puede parecer algo barroca, pero lo más valioso de ella no es el estilo sino el cúmulo de emociones que el joven escritor y político nos dejó inmortalizadas con precisión pictórica.
La emotividad de Castelar al escribir su artículo viene también determinada por cierto dolor y cierto luto que, según él, afectaba a casi todos los que con él viajaban, incluyendo a su hermana Conchita (unos 16 años mayor que él, y a la que siempre estuvo muy unido). Lo dice con las palabras ”…y nosotros, esta colonia venida de Madrid, que todos hemos traido grandes penas y todos llevamos pérdidas irreparables, y casi todos arrastramos luto…”. En el caso de los hermanos Castelar, el dolor debía provenir de la muerte reciente de su madre Antonia Ripoll (el 4 de Febrero de 1859), cuyo fallecimiento encontramos en el diario El Clamor Público de 5 de Febrero: “…falleció…ayer la madre del señor Don Emilio Castelar, conocido escritor, y catedrático de la Universidad Central”). Tres días después leemos en uno de los periódicos en que Castelar colaboraba, La América, de 8 de Febrero de 1859: “Ha fallecido la madre del Sr. D. Emilio Castelar; acompañamos en su profundísima pena a nuestro distinguido colaborador y amigo”. El 18 de Febrero, el joven poeta José Martínez Monroy escribirá una elegía a la madre de su amigo de la infancia, que será publicada en La Discusión de 27 de Febrero en primera plana, lo que denota el papel relevante que Castelar detenta en la publicación.
Al hilo de lo anterior, parece que la visita hubiera sido propiciada por motivo de amistad antes que cualquier otra cosa, y que el inspirador de la misma hubiera sido el entonces alcalde Francisco de Paula Orts, al que Castelar se refiere como amigo de la infancia. En ocasiones se cita a Don Juan Tous como el contacto benidormense de Emilio Castelar, por el hecho de que éste se alojara en un inmueble de propiedad de aquél. Al margen de esto, sí parece que en el presente artículo se habla de Thous como si Castelar le hubiera conocido precisamente en esa visita, y no antes, mientras que Orts se muestra como amigo de la niñez. Ello nos permite suponer que fuera Orts y no Thous quien sugiriera a Castelar el reponerse de las penas recientes pasando unos días en la apacible localidad alicantina.
El Castelar que acude a Benidorm es, además de un hijo apenado, un incipente activista y sobre todo un intelectual formado. Será ésta última faceta la que más influya en su artículo sobre Benidorm, en el que las anotaciones culturales, históricas y personales van a pesar mucho más que las de juicio crítico sin perjuicio de que, como podremos analizar, el joven Emilio no pueda evitar deslizar algún párrafo reivindicativo –por ejemplo sobre lo militar- entre tanto panegírico a la belleza y armonía benidormenses.
El peso humanista del artículo viene en gran parte inducido por la obra que Castelar había concluído el año anterior. En efecto, en 1858 publica la primera parte de su libro “La Civilización en los primeros siglos del Cristinanismo”. Por ello, en 1858 y comienzos de 1859, Castelar se encuentra todavía embriagado por sus años de estudio sobre los tiempos pasados. La antigüedad le seduce e impregna todo lo que observa, de modo que al viajar a Benidorm a sus 26 años (aún no había cumplido 27 pues su nacimiento fue un 7 de Septiembre y para esa fecha ya habrá terminado su visita), no puede eludir ver en todas partes sus amadas referencias grecolatinas.
Pero dejemos ya que el propio Castelar nos cuente su primera visita a Benidorm (hemos respetado en parte la ortografía original por razones de estilo):
Comencemos por el día en que Castelar descubrió Benidorm. Su descripción de la estancia en esta villa fue recogida en un extenso artículo publicado en el periódico La Discusión el 1 de Septiembre de 1859. El tono del artículo es grandilocuente y romántico, cosa comprensible pues ése era el estilo habitual de la época en la que, por cierto, Castelar destacó por su oratoria. Hoy nos puede parecer algo barroca, pero lo más valioso de ella no es el estilo sino el cúmulo de emociones que el joven escritor y político nos dejó inmortalizadas con precisión pictórica.
La emotividad de Castelar al escribir su artículo viene también determinada por cierto dolor y cierto luto que, según él, afectaba a casi todos los que con él viajaban, incluyendo a su hermana Conchita (unos 16 años mayor que él, y a la que siempre estuvo muy unido). Lo dice con las palabras ”…y nosotros, esta colonia venida de Madrid, que todos hemos traido grandes penas y todos llevamos pérdidas irreparables, y casi todos arrastramos luto…”. En el caso de los hermanos Castelar, el dolor debía provenir de la muerte reciente de su madre Antonia Ripoll (el 4 de Febrero de 1859), cuyo fallecimiento encontramos en el diario El Clamor Público de 5 de Febrero: “…falleció…ayer la madre del señor Don Emilio Castelar, conocido escritor, y catedrático de la Universidad Central”). Tres días después leemos en uno de los periódicos en que Castelar colaboraba, La América, de 8 de Febrero de 1859: “Ha fallecido la madre del Sr. D. Emilio Castelar; acompañamos en su profundísima pena a nuestro distinguido colaborador y amigo”. El 18 de Febrero, el joven poeta José Martínez Monroy escribirá una elegía a la madre de su amigo de la infancia, que será publicada en La Discusión de 27 de Febrero en primera plana, lo que denota el papel relevante que Castelar detenta en la publicación.
Al hilo de lo anterior, parece que la visita hubiera sido propiciada por motivo de amistad antes que cualquier otra cosa, y que el inspirador de la misma hubiera sido el entonces alcalde Francisco de Paula Orts, al que Castelar se refiere como amigo de la infancia. En ocasiones se cita a Don Juan Tous como el contacto benidormense de Emilio Castelar, por el hecho de que éste se alojara en un inmueble de propiedad de aquél. Al margen de esto, sí parece que en el presente artículo se habla de Thous como si Castelar le hubiera conocido precisamente en esa visita, y no antes, mientras que Orts se muestra como amigo de la niñez. Ello nos permite suponer que fuera Orts y no Thous quien sugiriera a Castelar el reponerse de las penas recientes pasando unos días en la apacible localidad alicantina.
El Castelar que acude a Benidorm es, además de un hijo apenado, un incipente activista y sobre todo un intelectual formado. Será ésta última faceta la que más influya en su artículo sobre Benidorm, en el que las anotaciones culturales, históricas y personales van a pesar mucho más que las de juicio crítico sin perjuicio de que, como podremos analizar, el joven Emilio no pueda evitar deslizar algún párrafo reivindicativo –por ejemplo sobre lo militar- entre tanto panegírico a la belleza y armonía benidormenses.
El peso humanista del artículo viene en gran parte inducido por la obra que Castelar había concluído el año anterior. En efecto, en 1858 publica la primera parte de su libro “La Civilización en los primeros siglos del Cristinanismo”. Por ello, en 1858 y comienzos de 1859, Castelar se encuentra todavía embriagado por sus años de estudio sobre los tiempos pasados. La antigüedad le seduce e impregna todo lo que observa, de modo que al viajar a Benidorm a sus 26 años (aún no había cumplido 27 pues su nacimiento fue un 7 de Septiembre y para esa fecha ya habrá terminado su visita), no puede eludir ver en todas partes sus amadas referencias grecolatinas.
Pero dejemos ya que el propio Castelar nos cuente su primera visita a Benidorm (hemos respetado en parte la ortografía original por razones de estilo):
LA DISCUSION
Benidorm 1º de setiembre de 1859.
Mi apreciado amigo: La vida en el mar es la vida de la
zozobra y de la incertidumbre; pero también, por lo que he sentido, se me
alcanza que es la vida más cercana a la naturaleza. El arte del hombre ha hecho
muchas cosas grandes; ha leido los secretos más recónditos de Dios en el cielo,
auxiliado por el telescopio; ha bajado a las profundidades de la tierra a
sorprender en su cuna los metales; ha ojeado como un gran libro nuestro globo
para conocer su historia; ha encadenado la impalpable electricidad, y oprimido
en sus manos el tenue vapor; pero todas estas maravillas, fruto de una larga
experiencia, son poco sorprendentes cuando se considera el esfuerzo que
hicieron los primeros navegantes para fiar su vida a débil leño; estender la
ligera lona, recien sacada de los hilos de las planas; aprisionar en ella el
viento que encrespa las olas, y perderse, sin brújula, sin norte, como el ave
marina guiados por un instinto divino, en el ignorado mar, en sus inmensos
espacios, hermosos como el cielo, pero solitarios como el abismo. Y sin
embargo, el mar atrae, el mar llama al hombre como un amigo querido. Cuando se
tiende el hombre en la barca, y oye el ruido del viento en la lona, y recibe
las gotas de la fresca agua en la frente, y respira la húmeda brisa que
ensancha el pecho, y se abisma en el inmenso horizonte, y ve rizarse la ola que
besa la barca, y perderse a lo lejos el surco de blanca espuma producido por la
quilla, y centellear a sus costados el agua reverberando la luz de los celos; y
siente que vuela suspendido entre dos abismos insondables e infinitos, y que
desafia a todos los elementos y a todos los tiene bajo el dominiio de su
inteligencia, en esos sublimes instantes, tan solmenes, tan grandes, su vida se
dilata, crece su alma como el horizonte, sus ideas toman la magestad de aquel
gran espectáculo, y se exalta su dignidad de hombre, porque conoce que su
pensamiento, sí, su pensamiento, encerrado en el estrecho cerebro, es más
grande y más poderoso que aquel mar que parece desbordarse y no caber en el
globo.
Yo, desde que me encuentro aquí, he sentido todas
estas emociones, porque mi vida ha sido una continua comunicación con el mar.
Voy a hablarle a V. de los espectáculos que más me han conmovido, y le hablaré
sencillamente, de la manera que más se acerca a la naturaleza. Uno de los médicos
de esta población, D. José Perez, antiguo correligionario nuestro, me invitó a
dar un paseo por el mar. Era una de esas noches de estío, en que la luna
resplandece como si fuera el alba de un nuevo día. El mar estaba tan sereno y
tan tranquilo como un lago dormido. Ni una onda rizaba su celeste superficie,
sus mansas aguas. La orilla estaba desierta, y se mezclaba al chirrido del grillo
de los vecinos campos el eco lejano y perdido de algun cantar de pescadores. En
la misma arena subí, acompañado por mis queridos D. José Orts y Llorca y D.
Vicente Zaragoza y Fuster, a la barca, que estaba varada. Los marineros que nos
esperaban impulsaron desde la arena la barca al mar como si fuera una leve
pluma. En un instante nos apartamos de la orilla, y atravesamos la punta de
Canfali, dirigiéndonos a la sierra del Arabí. El cielo estaba claro, sereno;
algunas estrellas se aparecían indecisas entre el resplandor de la luna; los
remos se movían acompasadamente sobre el mar, produciendo una cadencia
indescriptible, y las gotas, que al levantarse y caer desprendían, iban
descomponiendo en tenues matices la luz; el agua estaba tan límpida y tan
clara, que se veía hasta el fondo, y en el interior del mar la luz de la luna
ondulaba en las arenas, o formaba una mezcla de varios reflejos y dudosas
sombras entre las halgas, como si recamara de plata sus leves cintas el aire
perfumado, que nos mandaban las costas, era tan suave, que sin rizar el agua
refrescaba nuestros rostros; alguna que otra vez los peces pasaban a nuestra
vista dejando una claridad parecida al poético brillar de una luciérnaga, y
aquella vida que se desprendía de todo cuanto nos rodeaba, y que envolvía y
animaba a tantos seres, y revestía tantas y tan múltiples formas, llegaba,
hasta confundirse en nuestra alma, como una nueva y más pura y rica savia. Yo
llevaba el alma llena de pensamientos tristes. La estela fugitiva que dejaba
nuestra barca, la fosfórica luz de los peces que se perdía instantáneamente, el
viento que pasaba, los objetos que se desvanecían a mi vista, entre los rayos
de luna, todo me recordaba las muchas almas amadas que he perdido en mi corto
camino, hojas caídas del árbol de la vida a la insondable eternidad, de la cual
me ofrecía una imagen viva la inmensidad del mar.
Por fin
llegamos a la sierra del Arabí, donde íbamos. El silencio de la noche era
sublime; los altos picos, que salían como colosales columnas del fondo del mar;
los escollos que la espuma coronaba; el sonido de las olas en las grutas; la
luz de la luna que rielaba en las aguas; los remos, que parecían hacer palpitar
de amor la celeste tranquila supericie; el cántico de los marineros,
melancólico y dulce como todo cuanto nos rodeaba; las luces del pueblo, que se
perdían en el indeciso límite del horizonte; el cielo transparente y
deslumbrador sobre nuestras cabezas; el mar claro y sereno, y matizado bajo
nuestras plantas; la húmeda brisa acariciándonos el rostro; la vecina ribera
repitiendo el zumbido de mil insectos; las peñas lamidas por el mar, ocultando
bajo su verde musgo tantos diversos mariscos; el agudo grito del ave nocturna,
que me hería como un gemido; todo cuanto veían mis ojos, todo cuanto escuchaban
mis oídos, me recordaba los torrentes de vida que corren desde el seno del
Creador por los espacios, y me infundía el deseo de acercarme a la fuente de
todo ser, y refrescar en ella mis secos labios, sedientos de lo infinito.
Quisiera poder describir a V. con fidelidad la sierra
del Arabí, en el lado que el mar lame, que el mar acaricia. A la luz de la
luna, entre la indecisión de las sombras, sus peñascos desgajados, medio
cubiertos por el agua, parecían columnas rotas, estatuas mutiladas, ruinas de templos,
aras hechas mil pedazos, altares antiguos heridos y destrozados, dioses que el
mar estaba devorando; en una palabra, el naufragio de un pueblo, de una
civilización. Yo algunas veces temblaba delante de aquellos escollos inmensos,
que se perdían en el cielo, y que parecía que al menor beso de la tranquila ola
se embreaban, amenazando desplomarse sobre nosotros. Nuestra barca corría entre
los escollos, tropezaba en las montañas, parecía un anfibio, que así se movía
entre las aguas como se deslizaba sobre las piedras. Pero lo que más me
sorprendió fue entrar en la barca, en una barca de diez remeros, por una
estrecha abertura, dentro de una gruta, que no parecía sino que nos
encontrábamos en uno de aquellos palacios que los paganos (¿tiagían?) para sus
dioses marinos en el fondo de las verdes aguas. El rayo de la luna penetraba por
la entrada de la gruta, y tenía sus profundidades en ese reflejo, que solo
puede compararse a la dulce melancolía de una alma enamorada; el agua se dormía
blandamente sobre un bosque de plantas marinas, que de sus hojas despedían de
vez en cuando una tenue luz azulada más breve que un relámpago; la brisa hacía
resonar las concavidades de la gruta con un eco que semejaba la voz de aquellos
peñascos, nota dulcísima del eterno cántico de la naturaleza; el espacio donde
el mar no alcanzaba lucía arenas doradas, conchas, caracoles, varias matizadas
piedras, y las paredes cubiertas de musgo fresquísimo, y el techo que destilaba
algunas gotas de agua dulce y regalada, que caía sobre nuestras cabezas y el
murmullo de las ligeras olas que besaban las piedras; todo, todo era un
encanto, y casi me obligaba a suspenderme sobre aquellas aguas trasparentes,
para pedirles un secreto de su vida, una inspiración, el eco de uno de sus
dulces rumores, con que poder cantar la indefinible tristeza que aquella gruta
misteriosa derramaba en mi alma. Nuestro amigo el doctor saltó a tierra, sacó
un largo puñal, hizo que un niño encendiera un hacha, y empezó a perseguir a
los mariscos, de que está poblada la cueva. Esto aumentaba lo estraño del
espectáculo. El hacha desvanecía las tinieblas de las profundidades adonde no
alcanzaba el rayo de la luna, y parecía entre aquellas grandes piedras como el
fuego de un holocausto en un altar de
los antiguos celtas. Efecto de mi amor entrañable a los recuerdos clásicos, de
ese amor que cada día es en mí más profundo, nuestro amigo, moreno como buen
meridional, ágil y ligero como los hombres de las montañas, nadador habilísimo
como los hombres de la costas, que ora se deslizaba sobre las piedras a gatas,
ora se sumergía en el fondo de las aguas, ora se enredaba entre sus halgas, ora
se escondía y tornaba a aparecer con su presa entre las manos envuelta en
plantas marinas, semejaba a mis ojos la aparición del dios Glauco, del dios
querido de los pescadores, que venía a traernos los tesoros del mar. Por fin, a
las altas horas de la noche volvimos al pueblo con un mar ligreramente rizado
por la brisa, acompañados por la luna, sin encontrar más que alguna lancha de
pescadores o alguna barca cuya vela parecía a lo lejos el ala de una gaviota
rozando la superficie del mar. El recuerdo de esta noche será imperecedero en
mí. La contaré como uno de esos instantes en que el alma está más cerca de la
naturaleza, y por consiguiente más cerca de Dios.
Era necesario
ver los horizontes de día, y a la luz del sol, y contemplar lo mismo que
habíamos visto de noche a la luz de la luna. A esta espedición me invitó el alcalde
de este pueblo, D. Francisco de P. Orts y Llorca, amigo mío de la infancia,
cuyos finos amables obsequios nunca agradeceré bastante, tanto más gratos para
mí, cuanto que se ligan a dulces recuerdos de la edad pasada, de esa edad en
que sentimos sin dolor deslizarse el tiempo, y cada vez que el sol se levanta
nos trae una nueva esperanza, una nueva ilusión. Emprendimos nuestro corto
viaje en una hermosa barca; doce marineros bogaban, y nuestra pequeña
embarcación volaba, cortando las olas con la ligereza del aire. No puede darse
una alegría más franca, ni una conversación más sincera que las de aquellos
doce jóvenes, atléticos, tostados por el
aire y el sol, moviendo los remos a compás y cantando al compás de los remos
con esa confianza en el mar, que fue ayer su cuna, que tal vez sea mañana su
sepulcro, y que los alimenta, y los festeja, y los alegra como que son sus
hijos. Algunos días despues, hallándome en el castillo al anochecer, oi unos
grandes lamentos que venían de la playa. Eran voces de mujeres, que herían los
aires; voces impregnadas de ese dolor infinito, que solo puede espresar el
llanto de la mujer. Como mis penas están aun tan recientes, y mi corazón tan
afligido, aquel amargo llorar me inspiró un doble interés, y corrí a enterarme
de lo que sucedía. Sucedía que los jovenes de la matrícula, de esa quinta
terrible del mar, se iban a servir, como aquí se dice, al rey, tal vez a morir
en el clima ardiente de América. Entre ellos se iban nuestros doce remeros.
¡Infelices! Dejaban su pueblo, su casa, sus playas tranquilas, su hermoso y
celeste mar, su cielo purísimo, sus encantadores campos, su barca, sus redes,
para ir forzados al clima ardiente de los trópicos a sacrificar su libertad,
necesaria y grata a todo hombre, pero más necesaria, más grata aún a ellos, que
han crecido en la inmensidad de los mares, luchando con los vientos y viviendo
la vida sencilla e ingenua de la naturaleza. Y todos aquellos jóvenes tenían
seres queridos, y se dejaban tal vez para siempre las dulces prendas de su
amor, y se iban oyendo resonar en el aire el amarguísimo lamento de sus madres.
¡Oh! El dolor me partía el corazón, y mi único consuelo era pensar que con mi
palabra y con mi pluma había protestado siempre contra tamañas injusticias.
Pero volvamos
a mi espedición. Me acompañaban, además del joven alcalde de este pueblo y del
distinguido catedrático de la universidad central, D. Ramón Torres Muñoz y
Luna, el inteligente abogado D. José Orts y Jorro, con sus dos amables hijos.
El Sr. Orts me iba esplicando todas las particularidades de la costa con gran
minuciosidad. De vez en cuando se descubren algunos restos de antiguas atalayas
que recuerdan la huella de la dominación arabe, inestinguible en nuestro país.
Andaba distraído, oyendo su relación, cuando de pronto lancé un grito
involuntario de entusiasta sorpresa. Habíamos pasado la punta del Caballo, y
parecía como si una mano mágica hubiera descorrido una inmensa cortina. Cerca
de nuestra barca, una pequeña isla, escollo eminente, cuyo color violeta
contrastaba con el velo de espuma de que le cubrían las olas; a la izquierda,
los altos picos del Arabí encendidos por un color de púrpura fuerte, que les
daba el aspecto de un lejano volcán; a la derecha, el horizonte infinito,
variado solo por algunas blancas gaviotas que se mecían en los aires; al
frente, la gran montaña de Ifac, a cuyo pie duerme Calpe; aquella montaña
querida de los fenicios, y que por su corte y por la armonía dentro del mar, y
teñido de un reflejo celeste por los arreboles del aire; y para que nada
faltara de este cuadro, mientras el sol temblaba sobre su ocaso, cubriendo con
un matiz sonrosado las olas ligeras y espumosas, la blanca luna, cerca ya de su
plenitud, se alzaba por el Oriente, y el cielo parecía trasparentarse más, como
si quisiera mostrarnos el gran artista que, inclinándose sobre los abismos,
obró con su palabra creadora las maravillas de la naturaleza.
Después de contemplar tan maravilloso espectáuclo,
llegamos a una de las cuevas abiertas en la roca, y allí desembarcamos por
algunos brevísimos instantes. La cueva parecía presentarnos una de esas grandes
catástrofes de la naturaleza; peñascos desgajados, montones de arena que tenían
la forma de antiguas tumbas, piedras esponjosas arrojadas por el mar, terreno
cortado y escabrosísimo, aquí una pirámide verdosa que las ondas cincundaban
con sus espumas, allá una escondida gruta, madriguera de un lobo marino; en los
altos pico nidos de halcones y de águilas; bajo nuestras plantas un puente
natural abierto en la roca al borde de los abismos, y sobre nuestras cabezas
las piedras suspendidas, amenazadoras, como un arco ruinoso, destilando agua
dulce, que los marineros recogen cuidadosamente en pequeñas pilas, agua fresca
y grata como la lluvia en el desierto, que venía a animar aquela soledad, pues
sus cristalinas pequeñas gotas parecían lágrimas, como el resonar del viento en
las insondables profundidades (¿flagia?) un largo y amarguísimo gemido. Nuestro
amigo nos hizo beber agua de aquella peña. Hincamos la rodilla en tierra, y
pusimos los labios en el agua, y mientras tanto las gotas mojaban nuestras
espaldas y nuestras cabezas. Por fin, cuando ya la noche venía a más andar
sobre nosotros, emprendimos la vuelta a Benidorm. En la proa de nuesta barca
ardía una gran porción de tea, cuyo humo se perdía en los aires al par que la
estela se perdía en las aguas. Un antiguo marino, de pie sobre la proa, con la
fitora, una especie de estoque, en la mano, pescaba agujas, un pescado parecido
a la anguila, que salta del mar y se sostiene algún tiempo en el aire y es
traspasado allí por la habilidad de los marineros. Volvimos al pueblo sin
novedad alguna, con el alma llena de esas grandes impresiones que siente el
corazón y que difíclmene puede espresar mi tosca pluma. Reciban mis amigos el
testimonio de mi gratitud. La vida, en comunicación con la naturaleza, es más
dulce, y las penas pierden su acritud, conservando solo esa solemne tristeza
que, si atormenta, eleva el alma.
Preciso es
confesar que si he ido buscando la naturaleza, la he encontado en este pueblo;
la naturaleza, cuyo esplendor no puede conocerse en ese árido y empolvado
Madrid. Una tarde estábamos varios amigos bañándonos, y pasaron en una lancha
algunos pescadores. Los detuvimos, y les rogamos que nos consintieran
auxiliarles en su pesca. Subimos a la lancha, dimos fuerza a los remos,
bogamos, tendimos las redes con cuidado, tornamos a tierra, cogimos la cuerda
como todos hacían, tiramos con esfuerzo pero con alegría, porque el gran peso
de la red nos aseguraba gran pesca, y después de algún esfuerzo vimos con un
placer sin igual a nuestras plantas saliendo vivos, como si estuvieran aún en
su propia atmósfera, peces de todos tamaños, de mil varios matices, que eran
recibidos por los pescadores con grandes gritos de entusiasmo: sencillo, pero
tierno cuadro; la barca en el mar, las redes en la arena, los pescados saltando,
la alegría pintada en todos los semblantes, la Providencia manifestándose
visible en esas fuentes inagotables de vida que ha abierto en toda la creación.
Ya estaba
aquí algunos días, y aún no me había entregado a un barco de vela, aún no
había, pues, volado sobre el mar. Mi franco y cariñoso amigo don Joaquín Thous
me preparó un falucho, dirigido por un hábil piloto, y fuimos a la isla
Plumbea, aun no visitada por mí. Confieso que muchas de mis emociones parecerán
pueriles al que no sienta ese amor que siempre me ha inspirado la naturaleza.
Aun no habíamos estendido nuestra vela, cuando ya vino el viento a henchirla y
a rizarla. El ruido del viento en la lona, como el ruido de las olas en los
costados del buque, es la música del marino. Yo, que suelo apropiarme a todas
las circunstancias, abría el pecho para recibir aquel aire lleno de oxígeno,
que así purificaba mi sangre, como traía en sus alas a mi corazón esa poesía
del mar, vaga e indescriptible. La vela temblando, el buque partiendo las
aguas, la espuma levantándose hasta salpicar nuestra frente, la estela
apareciendo y borrándose, la hinchada ola viniendo amenazadora y bajándose como
para besar la quilla, la luz de la luna inundándonos con sus suaves
resplandores, los marineros con sus trajes blancos y azules como el color del
mar, de pie unos recostándose en el palo mayor, tendidos otros en los costados
del barco, la isla creciendo como una gran sombra a medida que a ella nos íbamos
acercando, la luz de las hogueras que los percadores encendían en lo alto, las
costas perdiéndose ente las brumas de la noche, me inspiraban ese deseo de
volar sobre el mar, deseo instintivo del alma, que, como la golondrina, siente
un impulso ciego a mudar de nido, de aposento, de horizontes, sobre todo cuando
se halla poseída de esa gran tristeza, que es la nostalgia del cielo.
Depués de un
largo arrobamiento comencé a conversar con estos intrépidos marineros. No puede
V. imaginarse cuán grata y cuán sabrosa fue para mí su conversación, animada y
pintoresca. El marinero, siempre entre dos abismos, avezado al peligro,
luchando con los vientos, midiendo en las estrellas su ruta, creciendo en valor
a medida que crecen las tempestades, acostumbrado a ver venir la muerte en cada
alta ola que levanta el viento, viajero incansable como las corrientes, como
las brisas, encerrado en un estrecho barco, pero dilatando su espíritu por
horizones inmensos, connaturalizado con todos los climas, tan dispuesto a
atravesar por los mares eternamente helados, como bajo el sol candente de los
trópicos; tan feliz en el golfo celeste de Nápoles, como entre las anteradas
olas del mar Cantábrico; retratando en su imaginación con igual fidelidad un
país de la helada Terra-Nova, que un país del Africa; tiene en su conversación,
en su trato, la poesía primitiva, ingenua, que ha de brotar necesariamente de
esos espectáculos tan varios y tan grandiosos, de esa conciencia de su fuerza,
de esa variedad infinita vida que tiene por hogar los mares, por techo patrio
los cielos, por guia los astros, por patria todas las riberas del globo, por descanso
la continua lucha, por único testigo a Dios. Y ya puede V. comprender cuán
varia sería la concersación con hombres que han tocado en las riberas del
Africa, del Asia y de América, que han
tenido la vida del mar con todos sus peligros. En estas sabrosas pláticas
llegamos a la isla. Un olor fuerte de plantas marinas nos anunció la proximidad
de este gran peñasco. La isla es la punta saliente de una cordillera, que el
mar ha dividido y ha roto. Al Oriente se eleva muchísimo, y al ocaso desciende
hasta quedarse a flor de agua- Su terreno es pedregoso y árido. Algunos
acebuches se ven por allí esparcidos, y los nopales crecen con gran abundancia,
y le dan el aspecto de un paisaje asiático. A la parte oriental hay grandes
cavernas, a cuya entada las olas se entrechocan y besan los altos peñascos,
volviendo a caer convertidas en una gran catarata de espumas. Por todas partes
se ven precipicios amenazadores, que tienen cierta atracción, porque en el
fondo se oye la música de las aguas y de los vientos. Desde la cúspide hermosa
de esta gigantesca columna alzada sobre el mar se descubre un gran cuadro.
Nosotros no pudimos vislumbrarlo porque era de noche. Bajamos a tierra, subimos
corriendo a la cima de la montaña, preguntamos a los pescadores que allí
estaban si habían tenido buena suerte, encendemos en lo más alto una gran
hoguera para anunciar al pueblo nuestro arribo, vimos un peñasco inaccesible
donde anidan los halcones, contemplamos el mar, que estaba hermosísimo, contamos
los faros que se descubren en las costas, y concluímos por alabar a Dios en
aquel templo, que tenía por ara un peñasco, por bóveda el cielo, por órgano las
brisas y las olas, por lámpara la luna suspendida del zénit y por incienso el
aroma de las plantas y los blanquecinos vapores de la noche.
Voy a
concluir esta carta describiendo a V. una noche de un paseo y de una pesca en
el mar; una noche verdaderamente veneciana. Este espectáculo fue concebido con
gran inteligencia y dispuesto con suma precisión y habilidad por D. Juan Thous,
hombre de una grande y rica fantasía, al cual debo un plácido retiro en este
pueblo, pues me ha abierto las puertas de su casa y me ha ofrecido en ella una
hospitalidad tan franca, tan dulce, tan fina, que difícilmente podría encarecer
cual se merece. Nuestro amigo nada nos dijo de lo que había concebido, y
nosotros, esta colonia venida de Madrid, que todos hemos traido grandes penas y
todos llevamos pérdidas irreparables, y casi todos arrastramos luto, nada
sabíamos de lo que se preparaba. Creíamos que se trataba de un sencillo paseo
por el mar, pues ningún preparativo había llamado nuestra atención. Empezaré
por decir las personas que asistimos a este paseo, cuyo recuerdo será en todos
imperecedero. Ibamos el señor general Salcedo con su fina y graciosa hija
Mariana; el señor D. Jose Linares, uno de mis mejores y queridos amigos,
acompañado de su amable esposa y de su bella prima doña Cristina Baldebo; el
joven catedrático de la universidad central D. Ramon Torres Muñoz y Luuna, con
su hermosa hija Carmen, la distinguida y simpática señora del agente de bolsa
Sr. Rodríguez; D. Francisco Thous y sus sobrinos D. Juan y D. Joaquin Thous,
con su linda y amabilísima hermana Catalina; el señor ayudante de marina D.
Francisco Roig; D. Francisco P. Fuster los médicos de esta población, D. José
Orts y D. José Perez; el inteligente y simpático abogado D. Vicente Llorca; el
señor D. Pedro Ortuño, uno de los jóvenes que por su talento más han de honrar
a Benidorm, su patria, y por su decisión más servicios han de rendir a la
democracia; su partido; el piloto D. Jose Llorca y Ors, y su padre, anciano que
cuenta más de setecientos viajes; el hábil marino que ha arrastrado sus setenta
años por el mar, D. Antonio Morales; otras muchas personas cuyos nombres siento
no recordar, y mi hermana y yo.
Era una de
esas noches encantadas del estío, en que el aire de las orillas del mar,
cargado de humedad, forma un ambiente
delicioso y suave. Las brisas dormían, y sin embargo la noche era fresca. El
cielo estaba sereno, sin una nube, y a pesar de no haber luna, las estrellas
iluminaban con sus dudosos pero poéticos resplandores todo el horizonte. Pocas
veces he visto un cielo tan claro, ni estrellas tan lucientes en el rigor del estío.
El mar no se movía, no se rizaba ni en una ola; era un lago, retratando en sus
tersos cristales los astros; y parecía haberse recostado blandamente en la
arena, al pie de la roca, haberse dormido para sentir el placer de que el
hombre jugase con sus aguas, como un fiero león que dejara acariciar sus
guedejas por las débiles manos de un niño. En el momento en que debíamos
partir, en lo alto del Puig-Campana, la sierra que domina el mar y todas las
cordilleras del contorno, se vio ader una inmensa hoguera, que parecía tocar
con su fuego el cielo. Confieso que aquel fuego elevado en una altura
eminentísima, encendida por una mano desconcoida para nosotros, luciendo de tal
suerte, que unas veces, por el viento que corría en aquellas alturas, semejaba
un volcán, y otras una estrella que desde la tierra subía al cielo; aquel fuego
me parecía como la llama solitaria del (¿genio?), que elevada en las alturas de
la sociedad para iluminar a los siglos, está siempre combatido por las
tempestades. Aún no se había dado la señal de Puig-Campana, cuando un fuego
igual apareció en la cima de la alta y solitaria isla Plumbea. Este fuego, que
se reflejaba en las celestes y dormidas aguas del mar, de este mar
Mediterráneo, tan lleno de recuerdos clásicos, parecía a mis ojos como un
holocausto en los mares y en los templos de Grecia. Así que Puig-Campana y la
isla coronaron de fuego sus cimas, aparecieron en las montañas del Arabí, en la
punta del Pinet, que cierra la playa oriental de Benidorm, una luminarias tan
bien dispuestas y concertadas a la orilla misma del mar, que formaban como una
galería mágica, como un palacio iluminado, surgiendo del seno mismo de las
ondas. Yo, desde lo alto del castillo, miraba todo esto, y crea V. que aun me
parece una ilusión, aun creo que he soñado y que la realidad es una página
caída de un poema marino, por su incomparable poesía.
Aún no se
habían iluminado estos puntos, cuando ya se deslizaban bajo las peñas del
castillo varias preciosas barcas, todas iluminadas, en proa y en popa. En el
silencio de la oscuridad de la noche, sobre aquel amor dormido y tranquilo, y
de aguas tan cristalinas, las luces se retrataban con tan gran fidelidad, que
todas las que había en el aire se veían dentro del mar. Las barcas formaron un
luminoso cuadro delante del mismo castillo, y en su centro se descubría un gran
falucho, sin luz alguna, envuelto en las sombras. Mecíanse dulcemente las
barcas sobre el mar, que retrataba sus poéticas luminarias, cuando del fondo
del falucho se elevó una música armoniosísima, música que sonaba aires marítimos,
y vertía con sus dulces cadencias, repetidas por los ecos del mar, tristeza
consoladora en el alma. Despues las barcas comenzaron a desfilar, dirigiéndose
de dos en dos a la orilla, para que pudiéramos embarcarnos más fácilmente. El
espectáculo era grande. Mientras nuestras barcas, precedidas por una pequeña
lancha, en cuya proa ardía un gran montón de tea, se adelantaban por las playas
orientales, las luces fantásticas y azuladas de la punta del Pinet se estendían
y se aumentaban, acercándose, y formando como una guirnalda de estrellas caída
sobre las aguas claras y trasparentes del mar. Las barcas iluminadas, el fuego
de la tea que elevaba una columna de oloroso humo, las luces que corrían por la
orilla, la música de que estaban impregnados los aires, en este mar que
hollaron por vez primera las quillas de las barcas griegas, que ha llevado
sobre sus ondas la verbena de los sacrificios antiguos, que lame aún en sus
aguas trasparentes las ruinas del templo de Diana, que duerme en brazos del
Calpe fenicio, que todavía parece mecer entre sus olas esmaltadas de varios
colores la sirena de los grandes poetas, y todavía conserva los perfumes del
artístico paganismo, semejaba una de aquellas teorías o procesiones religiosas
que los antiguos celebraban después de puesto el sol, para tener propicias a
las divinidades marinas, y esperar ver aparecer por el horizonte bogando la
barca de la popa de oro y las velas de seda, saludada por los himnos
pindóricos, ceñida con las rosas y los mirtos de la Jonia, trayendo el dios,
objeto de aquel culto, porque donde quiera que hay arte, allí siento yo siempre
el recuerdo de la nación, que es la eterna musa de la historia.
Nosotros nos
embarcamos en medio de los saludos de muchas gentes que se estendían por las
riberas. Puig-Campana, la isla, la punta del Pinet iluminando la costa y siendo
como el marco del cuadro; el agua serena y trasparente, el céfiro sin fuerza
para rizar las olas, derramando con su leve soplo en la mar los aromas de la
tierra; los vecinos campos, en que se descubrían las luces de alguna que otra
casa perdida en la oscuridad; la música que el eco repartía, los barcos
iluminados y esparcidos con ordenado desorden, los pescadores corriendo de un
lado a otro con hachas encendidas en la mano, las pequeñas lanchas donde iban
de pie algunos marineros pescando, cos sus largas fitoras, y cuyas hogueras de
tea teñían de un color sonrosado las aguas; los alegres gritos de la
muchedumbre de la orilla, el olor de las plantas aromáticas que en nuestra
falúa había, las esclamaciones de los pilotos que nos dirigían, la hermosura
del cielo, lo fresco y regalado del ambiente, formaban un conjunto tal, que no
puede describirse; porque es imposible que la pluma conserve aquellos aromas,
aquellos sonidos, aquellos reflejos, aquella animación, aquella vida.
Doce remeros
impulsaban nuestra falúa, que corría sobre las aguas como un pez, y más de
ochenta marineros formaban la tropulación de nuestra escuadrilla. Cuando
hubimos recorrido algún espacio, nos detuvieron para ver la pesca. En efecto,
desde el pueblo hasta la punta del Pinet había una porción de redes tendidas qe
puede decirse cubrían casi toda la playa. Aun no habían empezado su tarea los
pescadores, y ya nos traían las redes llenas de peces, que saltaban vivos a
nuestra falúa y que reflejaban en sus escamas plateadas la luz centelleando y
produciendo mil varios reflejos. Recorrimos uno por uno todos los puntos donde
estaban pescando, y era de ver el efecto que producían desde nuestra falúa los
pescadores que corrían de un lado a otro gritando y agitando en sus manos sus
hachas encendidas, cuyas pavesas iban cayendo y apagándose en el mar. Parecía
que estábamos en tierra, que nuestra falúa se deslizaba sobre arena, porque a
nuestro alrededor, unas veces nadando, otras corriendo, si era posible hacer
pie, se encontraba una gran multitud, que ora encendía nuevas luces, ora
cantaba las canciones marineras dentro del agua, ora impedían que varásemos,
ora nos seguían por gusto a todas partes, y nos tiraban los pescados que
nosotros recogíamos, y a todo convidaba la noche y este mar que es
verdaderamente amigo del hombre.
Cuando ya nos
habíamos alejado bastante del pueblo, comenzaron a hendir los aires los cohetes
arrojados desde el barco donde iba D. Joaquín Thous, y sus luces, al llover
sobre el mar, teñían de toda suerte de colores las sensibles aguas. Estábamos
descuidados y distraídos con lo maravilloso del espectáculo, y de pronto nos
sorprendió una voz de tenor dulce, sensible, armoniosa, que desde el falucho
oscuro donde estaba la música comenzó a cantar unas barcarolas. El silencio de
la noche, la tranquilidad del mar, que no producía ningún eco, ningún sonido;
la brisa que nos traía aquellos acentos perdidos en la inmensidad; lo triste
del canto que parecía un quejido, lo apropiada que era a la escena la nueva
sorpresa, nos encantaba a todos, pues parecía que aquella voz se exhalaba del
seno mismo de las aguas. El cantor era un joven abogado de Villajoyosa, llamado
D. Jaime Mayor, que ha recibido de la naturaleza el don de una preciosa voz
hábilmente cultivada por el arte. Después de estoo, como la falúa en que íbamos
corría más que todas las barcas, dijimos a nuestros remeros que la impulsaran,
y en un instante nos hallábamos separados de todos. No puede V. imaginarse qué
impresión tan profunda hizo en mi ánimo esta soledad. A lo lejos se oían las
músicas, se veían entre las aguas brillar las luces, y mientras tanto nosotros
en la oscuridad sentíamos un placer infinito viendo rielar las estrellas, y
respirando la brisa, y recogiendo, por ese amor que tiene el hombre a los
contrastes, los rumores de la naturaleza.
En este punto
decidimos desembarcar, para que las señoras pudiesen ver una pesca desde la
orilla. Era necesario impedir dos cosas: que se mojaran, y que hubiera necesidad
de desembarcarlas en brazos. Se pensó instantáneamente en llavar la falúa a la
arena. A una voz de “hombres al agua”, no quedó ni uno siquiera en su
embarcación.
Todos se
arrojaron vestidos al agua, y era de ver cómo saltaban, con qué entusiasmo, con
qué decisión, desde sus barcas, y era de oir el ruido de más de cien personas,
precipitándose en las aguas. Parecía un naufragio. Nuestra falúa salió a la
arena. ¡Qué solemne, qué grande me pareció en aquel momento el mar! Era media
noche. Las luces de las barcas se iban apagando poco a poco, y solo quedaba
alguna que otra encendida, y que se reflejaba mustiamente en el agua, pues
llevábamos ya cuatro horas de bogar, dulce y descuidadamente. Pero si las luces
se apagaban, en cambio las estrellas lucían con claridad más nueva. Algunas
hogueras y algunos hachones iluminaban en nuestro derredor. Entonces, en medio
de aquella muchedumbre, empezaron varios amigos a entonar la gran composición
de Rossini, la plegaria del Moisés. Nunca me ha parecido tan sublime esta gran
inspiración del más grande y más fecundo de los cantores de Italia. La
oscuridad de la noche, la arena que pisábamos, y que recordaba el desierto; la áridas
rocas que había a nuestra izquierda, cubiertas de higueras, de olivos y
nopales, todos árboles del Oriente; el Mar Mediterráneo, el mismo mar que
hollara con su planta el pueblo escogido; la luz indecisa de las hogueras, los
pescadores de rodillas con los ojos elevados al Cielo, atraídos por aquel
espectáculo, tal vez sin comprenderlo; una gran multitud entrando a pie dentro
del mar con la misma confianza con que entraban los israelitas; el coro de
bajos, como las esperanza de une al recuerdo, aquella cadencia del canto de Rossini,
tan magestuosa como los versos de la Biblia, tan profunda y tan sentida; la
emoción que a todos nos impuso en medio de aquel silencio, semejante al
silencio de un templo interrumpido solo por los largos ecos de la plegaria; los
coros, sin ningun acompañamento de orquesta, como los ecos religiosos de los
pueblos primitivos; la majestad de la naturaleza, me forzaron, casi
involuntariamente, a que me arrodillara, a que pensase en mi madre, buscándola
al través de los cielos, a que levantara a Dios una oración salida de lo más
íntimo de mi ser, y rociada con mis lágrimas. Crea V. que se necesitaba poca
fuerza de imaginación para creerse trasportado al Egipto, al ver tanta gente
que corría entre las olas, otros de rodillas en la arena, y al sentir aquella
plegaria dirigida y cantada con una profunda emoción religiosa.
¿No es verdad
que todo esto parece inverosímil en un pueblo? Pues ha sucedido. Mas para
presenciar estos espectáuclos se necesita una playa tan dulcemente traquila
como esta playa, unas montañas tan poéticas como estas montañas, un mar tan
sereno y plácido como este mar, un cielo tan claro y deslumbrador como este
cielo, unas costas tan bellas como estas costas, una gente tan sencilla, tan
buena, tan agradable y obsequiosa como la gente de este hermoso pueblo, una
poesía tan ingenua como esa poesía que inspiran los claros horizontes, las
risueñas islas, los deleitosos campos, la palmera, el mirto, el azahar; en una
palabra, el Mediodía, la región más feliz y más privilegiada de la tierra.
Adios, querido amigo; he importunado a V. mucho. Perdónemelo en cambio de la buena
voluntad que le profesa
EMILIO CASTELAR.
La lectura de este artículo nos sumerge en un mar –nunca mejor dicho- de sensaciones y anécdotas. Todo parece apuntar a unas jornadas amables en compañía exquisita, que en su momento podremos analizar en toda la riqueza de matices, personajes, músicas, paisajes, artes de pesca…
Pero ahora debemos centrarnos en los acontecimientos generales. Nada en el artículo nos hace pesumir que el Castelar que acude a Benidorm en el verano de 1859 fuera consciente de la gravedad de lo que estaba ocurriendo al otro lado de la costa, en Ceuta. Es más, cuando hace una alusión a los problemas que el alistamiento provocaba en las poblaciones modestas, habla de los matriculados de mar que debían marchar a América, no a Africa.
La referencia a América nos indica que Castelar podía tener en mente las campañas de Santo Domingo y la de México, además de las actividades ordinarias en las posesiones españolas que aún restaban en el Nuevo Continente como Cuba y Puerto Rico, pero no así las de otros ámbitos, que también las hubieron. Así, en 1858 se habían dado otras dos expediciones, a saber, la de Fernando Poo y la de la Cochinchina, a las que no debía referirse Castelar, y se había intensificado la presencia en Filipinas (los vapores Reina de Castilla y Elcano, ocupando Balabac en dicho año) por los conflictos con los insurgentes locales.
El caso de Santo Domingo fue diferente: aunque no estalló el conflicto hasta 1861, lo cierto es que España ya había mandado en 1846 una fuerza naval al mando del capitán de fragata Llanos y que desde entonces observó la situación de cerca hasta que en 1855 España reconociera la independencia de dicho país, no dejando de tener contacto con la situación a la espera de acontecimientos. En cuanto a México sucedió algo parecido, pues aunque la intervención española se produce en 1861, ya se venían enviando desde años antes diversas unidades navales como la corbeta Ferrolana mandada a Veracruz junto a los vapores Ulloa e Isabel II en 1856, o en 1857 el contingente de 1450 hombres a bordo del Isabel II y otras cinco embarcaciones.
Posiblemente, cuando Castelar haya vuelto a fines de Agosto a su redacción madrileña de La Discusión, haya sido informado de que los problemas del momento no estaban en América sino en la frontera con Marruecos. Es muy probable que se haya sentido contrariado por haberse entregado a un éxtasis de emociones en el lirismo de Benidorm mientras sus compañeros de periódico estaban ya recopilando informes sobre los preparativos de guerra. En los días 10 a 12 de Agosto se había producido el casus belli que dará lugar a la confrontación. No será hasta el 22 de Octubre cuando se produzca la declaración formal de guerra, pero presumimos que un periodista como Emilio Castelar habrá venido recabando noticias con anterioridad en los mentideros de la capital. Por ello deducimos que su interés por la guerra de Africa habrá nacido entre su marcha de Benidorm a Madrid y el 22 de Octubre.
Eso sí, cuando tome conciencia de la situación en Africa, su interés por el tema va a quedar patente, y ello se va a apreciar de dos maneras diferentes. Por un lado, Castelar va a iniciar una Crónica de la Guerra de Africa por propia iniaciativa. Por otro lado, el periódico La Discusión va a hacerse eco de los problemas que Benidorm sufría por motivo del reclutamiento.
Veamos esas publicaciones de La Discusión sobre Benidorm, todas ellas estando viva la guerra pues ésta no cesó sino hasta el Armisticio de 25 de Marzo de 1860:
En la primera de ellas el diario madrileño defiende a Benidorm como uno de los más afectados de España en cuanto a la matrícula de mar (que consistía en la afección de los marinos a las necesidades del país en caso de conflicto), y relata las represalias que se habían adoptado contra el pueblo, prohibiendo a los pescadores hacerse a la mar, en castigo porque dos o tres quintos no habían acudido a filas. Demuestra además conocer bien Benidorm pues alude a los “antiguos marinos que han derramado gloriosamente su sangre…”. Leemos:
LA DISCUSION
13-12-1859.
Llamamos la atención del señor ministro de Marina
sobre un hecho incalificable, que tiene semejanza con el celebre hecho de
Herodes referido en los Evangelios. Se trata de un hecho que puede sumir en la
miseria a un pueblo entero, que puede traer gravísimas consecuencias, que
escandalizará a la opinión pública. Uno de los pueblos más afligidos por la
matrícula de mar es el pueblo de Benidorm. Pero al exigirse el último cupo han
faltado dos o tres individuos, que no han sido habidos. Nada más fácil en un
pueblo de navegantes entrenado siempre a los inciertos azares del mar. Mas he
aquí que la superioridad se indigna contra aquel pueblo porque dos o tres de
sus hijos no se han presentado al llamamiento, y toma una medida incalificable
para castigar a tres desertores: prohibe a todos los pescadores de Benidorm el
pescar, lo cual equivale a cortarles los víveres, a matarlos de hambre. Esta
manera de aplicar justicia colectivamente es muy propia de los tiempos más
atrasados y horribles de la historia. ¿Qué culpa tienen los pescadores de
Benidorm de que no se hayan presentado dos o tres jóvenes llamados a la quinta?
Esto es atroz. De aquel pueblo nos escriben diciendo que reina una gran alarma.
Antiguos marinos, que han derramado gloriosamente su sangre en defesa de la
patria, estan amenazados de morir por hambre. La pesca es el sustento de aquel
pueblo, es la única industria de sus honrados habitantes. Condenarles a no
pescar, es condenarles a muerte. Imagínese cuál será la desolación del pueblo.
El hecho es tan grave, que merece bien llamar la atención del señor Ministro de
Marina, y reclama una medida pronta, enérgica, que calme la ansiedad de aquel
vecindario, que devuelva el sustento a muchas familias inocentes, sin más
amparo que la Providencia, sin más esperanzas que los peces que todos los días,
al nacer el sol, saltan entre sus redes. Los gobiernos, ¿han de cortar hasta
las fuentes de vida que la mano de Dios ha derramado próvidamente en la
creación?
En la segunda reseña, se hace referencia al mismo
abuso que en la anterior, añadiendo como agravante el que no sólo no se dejaba a
los barcos benidormenses salir de puerto, sino que tampoco se dejaba a otros entrar
al mismo:
LA DISCUSION
24-12-1859.
¡Qué buena táctica la táctica de los periódicos
ministeriales! El ministerialismo de estos señores puede asegurarse que es muy
seráfico, muy seráfico. Se denuncian abusos de las autoridades, y callan y no
dicen una palabra. ¡Buena manera de cumplir su cometido! Así no sabemos si
nuestras censuras han llegado al ministerio; no sabemos si los entuertos
denunciados se han corregido. Todos los días estamos denunciando abusos, como
celosos defensores de los derechos populares, y nunca encontramos una
satisfacción Un día decíamos, dirigiéndonos al ministerio de Marina,
denunciando un abuso de la Capitanía general de Cartagena; decíamos que a los
pobres marineros de Benidorm, a hombres valerosos que han derramado su sangre
para defender la patria, se les ha prohibido pescar y navegar por la falta
problemática de uno o dos de sus individuos. El abuso se llevó tan lejos, que
no se dejó entrar ni salir ningún barco, ni aun lanchas, en aquel puerto. Se
presentó un barco, pidio entrada, y no se la dieron. Se levantó una tempestad,
y una tempestad deshecha, y cuando se apercibían los marineros a salir a
socorrer al barco, que iba a naufragar, se les impide, porque pesa un
entredicho sobre aquella matrícula. Se denuncian todos estos abusos, se ponen
de relieve, y los periódicos ministeriales callan con profundisimo silencio.
Hemos después denunciado otro abuso. El hogar doméstico ha sido allanado. Los
derechos individuales han sido heridos. Tres jóvenes, por haber escrito una loa
a la guerra de Africa, son perseguidos por una autoridad neo-católica, como la
autoridad de Toledo. Hemos denunciado estos gravísimos abusos, y los periódicos
ministeriales han callado, con profundísimo silencio. ¿Esto no clama al cielo?
Así el ministerio de la prensa se quebranta. El ministerio y los ministeriales
completamente están en babia. Esto es un ministerio seráfico, que pasa el
tiempo recreándose en contemplarse a sí mismo. ¡Que (¿…?)! Y adiós, la unión
liberal tiene una atonía horrible. No muestra actividad sino para perseguir a
la prensa. ¡Linda actividad!
El tercero, por
último, da una noticia que enaltece a Benidorm informando de su campaña de
aportaciones para la guerra, pero aprovecha para hacer constar también la
reivindicación de dicho municipio para que los fondos se destinen realmente al
socorro de los propios soldados benidormenses, que se cuentan –solo los enrolados
en la Armada- en más de doscientos, lo
que solapadamente demuestra la desconfianza de la población hacia sus
gobernantes:
LA DISCUSION
12-1-1860.
El hermoso pueblo de Benidorm, que en todos tiempos ha
manifestado su decidido amor a su patria; el pueblo de Benidorm, que ha dado
tantos de sus valerosos hijos a la marina de guerra, en esa ocasión ha venido a
mostrar también su decisión y su entusiasmo. Reunido su ayuntamiento, salió a
pedir, acompañado del señor cura, por las calles el óbolo del pobre para esta
gran empresa en que se halla empeñada la honra de la patria. Sus vecinos en
aquel pueblo marinero, aunque no muy sobrados de recursos, se afanaron por
mostrar que todos los corazones vibran a impulsos de un mismo sentimiento, y
que en todas las inteligencias vive una msima idea. En poco tiempo se reunieron
6.000 reales. El gremio de mareantes, que es tan decidido y tan valeroso, ha
dado también voluntariamente todos sus fondos, hijos de penosos ahorros, para
la gran guerra nacional, con la condición de que se apliquen a los soldados de
marina, hijos del pueblo, que sean heridos en la presente lucha, pues cuenta
más de 200 marineros en nuestra armada peleando por la patria. Rasgos de esta
naturaleza honran por estremo al pueblo de Benidorm, y son acreedores a la
gratitud del país.
El hecho de que el periódico de Castelar recoja noticias –más bien lamentaciones- de un pueblecito costero debe explicarse por el vínculo que se había generado entre Castelar y Benidorm, suficiente como para que la localidad confiara en el apoyo de un intelectual de Madrid. Es muy sorprendente que en la capital de España un periódico se fijara en lo que estaba ocurriendo en una pequeña población recóndita si no fuera porque alguien en la redacción tenía muy buenas fuentes en dicho pueblo y un verdadero amor por el mismo.
Nos permitimos sospechar, pues, que la mano de Castelar está detrás de estas tres reseñas que La Discusión va a editar referentes a Benidorm, e incluso que haya sido él mismo quien las haya redactado pues el estilo es muy semejante. Se nos ocurren tres causas para que Castelar no firmara estas reseñas: la primera es la propia coerción impuesta por el gobierno, pues el 12 de Noviembre se remitió por el Ministro de la Gobernación una orden a los Gobernadores Civiles para que controlasen las publicacioens que pudiesen interferir en la guerra, lo cual no debía animar precisamente a firmar cualquier crítica. Quizá tampoco aparezca la firma de Castelar en dichas noticias por no destacarse públicamente toda vez que al mismo tiempo se hallaba indagando y recopilando informaciones de multitud de fuentes incluyendo las del propio ejército. En tercer lugar, Castelar debió ser prudente para no perjudicar su otra publicación –la Crónica de la Guerra de Africa- más importante y, sobre todo, más lucrativa como obra propia que su actividad periodística en La Discusión.
La Crónica fue una obra que demuestra el evidente interés de Castelar por los sucesos del norte de Africa. No la hizo solo. Castelar tenía unos amigos entrañables desde la época de sus estudios, con los que compartió además planteamientos políticos y activismo público: Francisco de Paula Canalejas Casas y Miguel Morayta (padre y tío, respectivamente, de la futura Leonor Canalejas Morayta, tan benefactora de Benidorm). Castelar, Canalejas y Morayta, junto al alicantino Gregorio Cruzada Villaamil, elaboraron en 1859 el libro Crónica de la Guerra de Africa. La inclusión de Cruzada Villaamil en el grupo quizá se debiera al estrecho contacto que éste tenía con el también periodista Pedro Antonio de Alarcón, el cual participó en la misma guerra africana como corresponsal y como soldado, lo cual permitía tener una informaión de primerísima mano sobre lo acontecido.
Todos ellos eran muy jóvenes, nacidos en
1832 (Castelar y Cruzada), 1833 (Alarcón) y 1834 (Canalejas y Morayta). Tenían
por tanto entre 25 y 27 años cuando estalló la Guerra de Africa. También tenían
esta edad cuando teóricamente se escribe el libro, pues éste aparece como
editado en ”Imprenta de V. Matute y B. Compagni, calle de Carretas 8, Madrid
1859”
Algo nos dice
que esa fecha no puede ser la de cierre del libro, pues la propia guerra
terminará al año siguiente 1860, concretamente el 25 de Marzo. La explicación
la tenemos en el propio libro de Castelar y sus compañeros: la crónica se
inicia en el mismo año 1859, recogiendo todos los materiales impresos que
habían podido ir recomponiendo, periódicos, informes, etc. El texto se fue
suministrando a suscriptores de forma paulatina o “por entregas”, a medida que
avanzaban los acontecimientos. Una vez terminada la contienda, los autores se
encontraron con dificultades para obtener más material en archivos y fuentes
alternativas a los boletines oficiales y prensa, y remitieron un escrito al
Ministro de la Guerra y al de Marina, indicando que no podían “escribir tal como lo han intentado y
ofrecido al crecido número de suscriptores con que se honran, la Crónica fiel y
detallada, la Crónica propiamente dicha de la terminada guerra, sin tener para
ello a la vista los datos oficiales de todas las operaciones…”. El Ministro
de Marina no contestó. El de la Guerra lo hizo el 31 de Mayo de 1860 denengando
el acceso a archivos y oficinas dependientes del ministerio. Ello motivó que
los autores de la iniciativa comunicaran a sus sucriptores que “…suspendemos por ahora nuestra area que, ya
comenzada, podríamos llevar a término con poco trabajo… Suplicamos, pues, a
nuestros suscritores nos dispensen esta falta, que en cierto modo podrán suplir
con la Crónica del Ejército y la Armada; y estamos ciertos nos dispensarán,
porque en esta determinación les damos una prueba de que los respetamos hasta
el punto de no darles una historia que como tal historia de nada les sirviera,
como con tantas otras sucede”.
Como conclusiones
e hipótesis de esta primera parte podemos aventurar las siguientes: Emilio
Castelar viajó a Benidorm hacia Julio-Agosto de 1859, por motivos más
personales que profesionales, en una especie de cura espiritual. Posiblemente
fue llamado a Benidorm por Don Francisco de Paula Orts, su amigo de la infancia,
conocedor éste de la reciente muerte de la madre de Emilio. Redactó una
interesantísima descripción de sus vivencias en Benidorm, y éstas le dejaron
una huella tan viva que quedó afectivamente ligado a esta localidad. Durante su
estancia en Benidorm se iniciaron en Ceuta los sucesos que desembocaron en la
Guerra de Africa de 1859-60 sin que Castelar tuviera noticia de ello, no
obstante el gran interés que dichos preliminares hubieran tenido para aquél, como lo
demuestra el que a su vuelta a Madrid iniciara una Crónica sobre la misma
guerra. La estancia en Benidorm le hizo ser especialmente sensible hacia la
carga que la guerra suponía para dicha población, lo que le llevó –más que
probablemente- a apoyar las reivindicaciones benidormenses de forma solapada en
el diario La Discusión.