Bienvenidos al Pleistoceno.
Es curioso que casi ninguno de nosotros queramos
vivir una dictadura, pero casi todos añoren vivir una revolución, cuando ambas
cosas son un perro de dos cabezas y un solo alma, o la lengua bífida de una
misma serpiente (por todas, Rebelión en la Granja).
Yo
entiendo que la gente postmoderna se aburra y quiera revoluciones, cuya
diferencia con las evoluciones estriba en que cada una está a un lado de la
ley, y en que las revoluciones tardan tres generaciones en llegar a donde
querían (la primera lo logra por la fuerza, la segunda retrocede espantada, y
la tercera incorpora lo salvable del abuelo) mientras la evolución llega en
sólo dos (la primera que crea una ley a cuentagotas, y la segunda que la asume).
Lo malo es cuando la gente cree que sus
gobiernos no sólo no evolucionan sino que retroceden. Entonces aparece el gen
revolucionario, que se caracteriza básicamente por creer que descubre cosas
nuevas, tales como la sopa de ajo, la violencia o el fanatismo. En nuestros
tiempos, y con el asunto de las hipotecas, la revolución ha llegado y tenemos
ya la violencia (ocupaciones, insultos indiscriminados, acosos a niños y domicilios,
asaltos a comercios, coacciones a cajeras, lenguaje hiperdecibelíaco, etc.) y el
fanatismo (con Pedros Ermitaños, Juanas de Arco y brujas de Salem gritando por
las calles cada vez que ven una corbata). La sopa de ajo bien, gracias.
Vayan por
descontadas dos cosas: la primera es que es absurdo arrogarse el monopolio del
“dolor por lo que ocurre”, casi todo ser humano piensa lo mismo aunque no se
rasgue la camisa por las calles. La segunda es que si me permito parodiar
ciertas cosas es como técnica de denuncia, y la denuncia consiste en que toda
la “revolución” que se está montando sobre los desahucios es por un lado más
perjudicial que lo que pretende arreglar y por otro lado se podría arreglar si
dejaran gobernar a un profesional del Derecho durante una semana (o sea, no a
un fanático ni a un político, ya he puesto en otras ocasiones propuestas legales
mucho más sensatas para arreglarlo, lo que pasa es que no cargan contra los
bancos ni contra los niños que es lo fácil sino contra el sector público que es
quien debería resolver el tema y asumir su culpa de no haber gobernado bien).
Una semana, repito.
Pues
bien, mientras se piensan las tonterías que se están diciendo, quisiera
recordar alguna cosa sobre lo que últimamente se ha puesto de moda, el odioso
escrache o como se llame. Lo primero que hay que decir es que usar un término
edulcorado, aunque provenga de la creativa Argentina, me parece además de
hortera una hipocresía, pues oculta el verdadero nombre que es “ACOSO”, el cual
tiene asignadas diversas penas en el Código Penal porque no es un producto de
IKEA sino un DELITO. Pero es guay el acoso, ¿verdad?. Lo siguiente será llamar
“Furufú” al asesinato, o “Titirití” al robo, y así sucesivamente, vamos, como
llamar “hombre de paz” al terrorista, “cese temporal de convivencia” al ahí te
quedas, o “crecimiento negativo” a la bancarrota. Si los amorosos “escraches” los
estuvieran haciendo partidos de ultraderecha o simplemente el PP para ir a “informar”
a la casa de Ada Colau con su único mensaje del “sé dónde vives tú y tu familia”,
seguramente la cosa se vería de otra forma, pero tenemos lo que tenemos.
Los defensores del acoso sólo argumentan dos
cosas cuando les entrevistan, y son: “peor es lo que le ocurre a la gente
desahuciada” y “hace falta una actuación ejemplarizante”. Ni el más mínimo
asomo de empatía (of course) hacia el sufrimiento de personas que no han tenido
nada que ver en la creación de esta situación. Pues bien, quisiera decirles que
eso que dicen es bastante anticuado, lo hacían los hombres primitivos hasta la Revolución Francesa,
y hasta anteayer hemos considerado un signo de evolución y de secularización
escapar a tales monstruosidades. Pero lo bueno no dura, ya se sabe. Estamos
volviendo a la prehistoria judicial, y se lo cuento:
La JUSTICIA ha pasado por
diversas etapas en la Historia. En
origen se hizo la
JUSTICIA PRIVADA COLECTIVA: ello significa que cuando se
cometía un delito, se castigaba a la colectividad entera o familia o religión a
que pertenecía el infractor, y se hacía de manera privada en el sentido de que
se permitía ejercitarla sin control público. Si uno de un clan mataba a otro,
se expulsaba entero al clan del infractor, se le proscribía o caía sobre él el
entredicho.
Después
vino la JUSTICIA PRIVADA
INDIVIDUAL. Se pasó a entender que la familia o clan no tenían la culpa de
tener un miembro malísimo. El infractor individual quedaba a merced del
perjudicado, que podía matarlo, esclavizarlo, castigarlo como fuera… y la
sociedad toleraba eso, pensando que las víctimas sabrían encontrar la forma de
resarcirse.
La última
fase, más depurada todavía (así lo hemos entendido hasta antes de Ada Colau y
los Supersónicos –así llamados porque hacen tanto ruido que no dejan hablar a
los demás, fíjense cuando la entrevistan-), es la JUSTICIA PUBLICA
INDIVIDUAL. El Estado, creado por y para la Ley, es el garante de una justicia que se limita
a restaurar el equilibrio descompuesto por la infracción. Se ejercita contra el
culpable, no contra sus familiares ni iguales, y se corrige el hecho de la
forma más aséptica posible, menos escandalosa. Al pensamiento moderno le
repugna “cosificar” al ciudadano utilizándolo como mero instrumento para hacer
“pedagogía social”. Eso de las penas ejemplarizantes es un arcaísmo pues
significa que una sociedad que no ha sabido educar a sus niños quiere usar a
sus adultos para dar lecciones a los demás. Antaño las condenas se ejecutaban
en público para que el pueblo ”aprendiera” y “se asustara”, pero eso era
injusto; la pena debía servir sólo para castigar, y no además para educar; para
educar debían estar las escuelas y no los patíbulos ni los platós de telebasura.
Por eso se empezó a ejecutar la pena en lugares reservados, y se eliminaron
todos aquellos añadidos a la pena que tendían a impresionar al público
(actuaciones sobre el reo o ejecutado una vez fallecido para difamarle).
Césare Beccaria fue uno de los introductores del Derecho
Penal moderno. Planteó todos los dilemas y soluciones de los que hoy somos
herederos, la seguridad jurídica, la proporcionalidad, la reinserción, la
legalidad, etc. Publicó en 1764 el libro “De los delitos y las penas” que deberían
leer todos los políticos modernos, lo mismo que el libro de otro muerto o
matado llamado Montesquieu, y tantos otros previos a la Revolución Francesa,
incluyo a Sieyes y su “¿Qué es el Tercer Estado?” y a tantos hombres
inteligentes que, en mi modesta opinión, apenas han sido superados sino sólo rondados
en los doscientos años siguientes, y hoy echados por tierra gracias a las
nuevas revoluciones y a frasecillas tan orwellianas como la de “la legitimidad
democrática frente a la legitimidad legal” (s.i.c.).
Beccaria tuvo una hija llamada Giulia, y ésta un
hijo llamado Alessandro, más conocido como Alessandro Manzoni, pensador, lingüista,
poeta y activista italiano. Manzoni escribió en 1845 el libro “La columna
infame”, que narra la historia de una columna que fue erigida en Milán, para
recordar perennemente os crímenes de los condenados por propagar la peste de
1640. La columna ya no existe, parece que en 1700 aún estaba. Su libro es
estremecedor sobre cómo la locura colectiva puede llegar a provocar procesos
injustos, condenas absurdas, y ejecución de penas donde lo ejemplarizante
parece lo primordial incluso aunque no se sepa si el condenado era realmente
culpable. Lo que hoy me quedo de dicho libro es la columna infame, el monolito
difamatorio para escarnio público, que es lo que hoy llamaríamos el piquete
informativo de coacción pública para recordar a todos que “sé dónde vives”, el “plus”
de sobreactuación punitiva que señala con el dedo como si fuera la estrella
amarilla del Guetto de Varsovia, la marca azul de los moriscos españoles o la
letra escarlata de los puritanos de EEUU.
Todo lo
que suena a Cobrador del Frac que te sigue a todas partes es esencialmente
injusto y esencialmente ilegal, no encuentra justificación porque no resiste el
“¿Y si ahora yo te lo hago a ti?”, consiste en cambiar un delito por otro, y el
que una sociedad crea que debe llegar a eso para cambiar las cosas significa
que esa sociedad ha perdido toda referencia de la justicia y lleva camino de
perder su dignidad. El concepto de “socialización del dolor” fue un invento de la ETA, a la que a veces habría
que dar el Cervantes de las letras por su innovación lingüística; pensar que
causar dolor (= miedo, = alarma, etc.) porque sí puede tener algún sentido
reformista es tanto como preguntarles a sus causantes: ¿Y dónde estabas hace 2,
5, 10 años si tan gravísimo era el problema? ¿Es que te has caído ahora del guindo?
¿Vas a actuar igual con todos los problemas existentes? Aplicar el acoso a
miembros del partido, políticos, familiares, hijos, etc., es lo mismo (supongo)
que hacían los burros de la antigüedad (burros en el sentido de calificativo y
no de asno, que ésos son mejores). Especialmente entrañable es el
franciscanismo de los acosadores, que compitiendo en inocencia con el nuevo Papa
pretenden que la cosa nunca va más allá del mero “teatrillo”, pero eso es tanto
como desconocer que cada vez que un dirigente de un grupo llega hasta el escalón
7, hay cinco energúmenos de su grupo que saltan hasta el escalón 9 y un cretino
más que llega al 10 y provoca un desastre, y todo porque no todo el mundo sabe
calibrar bien sus inercias. Los dirigentes de grupos saben (o deberían saber)
que todos sus actos van a ser llevados 2 o 3 escalones más allá por los más radicales
de su grupo, y desconocer esto es ser más incapaz aún que los dirigentes del
Banco de España de hace unos años. La prueba es lo que ocurre con las
declaraciones de los líderes independentistas y sus juventudes, o lo que pasa
con los presidentes de Clubes de fútbol y los coletazos que provocan en sus
ultras. Nihil novum sub solem. Lo que hace la plataforma es volver a lo más arcaico, la JUSTICIA PRIVADA COLECTIVA, hacemos lo que nos da la gana y vamos contra el que nos da la gana siempre que creamos que "pertenece al Grupo" o a sus familias. Está claro que dicho modelo suscita aplausos emocionados, porque es lo más animal que nos queda y eso vende, lo difícil es aceptar que el sistema que tenemos es -a pesar de todo- mejor que el modelo chimpancé que nos propone la calle.
Nunca se
ha arreglado nada cambiando delito por delito, especialmente porque eso hace que
nadie se ponga a reflexionar sobre las medidas que SÍ RESOLVERÍAN RÁPIDAMENTE
el problema, aunque claro, ésas no interesan a nadie porque no dan portadas ni
hacen creer a sus autores que se están ganando la fama. Lo que pide la
plataforma (dación en pago retroactiva) mientras se raja las venas es algo que
arruinará a muchísimas más familias de las que pretende salvar; criticar la Ley Hipotecaria porque tiene
algunos años es una idiotez supina, porque tenemos cientos de leyes más
antiguas que nos siguen sirviendo y de hecho cuanto más antiguas son mucho
mejores y no la birria de las actuales; hay muchísimas cosas que se pueden
hacer y muchísima gente a la que acusar desde casa sin tener que ir a romperles
los cristales a los que no tienen nada que ver. No obstante, y como dijo Lope
de Vega, “Puesto que el Vulgo paga, es justo hablarle en necio para darle
gusto”. Si hay que darle gusto a las necedades de la Plataforma para que
dejen de cometer delitos, es que estamos para echarnos de comer aparte.
Lo siento
por los profesores de Derecho Político y de Derecho Penal, tendrán que cambiar
sus manuales sesudos por las páginas de sucesos, que al parecer es donde se
crea la Justicia
actual.
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