Un jesuita hecho Papa se ha puesto por nombre
Francisco. Y ello por Francisco de Asis, il poverello d´Assisi. No voy a entrar
en si es más simpático, en desmentir las críticas que ya se le han hecho y que
se han contestado, en la lista de rupturas de protocolo que lleva en tres días
ni en Messi.
A mí me interesa el laberinto de la Historia, porque eso es algo que también, aunque no interese a la mayoría, sí interesa a quienes lo han elegido.
A mí me interesa el laberinto de la Historia, porque eso es algo que también, aunque no interese a la mayoría, sí interesa a quienes lo han elegido.
Es el
primer Papa jesuita. Y el primero que pone a San Francisco de Asís como su guía.
Jesuitas y franciscanos no fueron siempre de la mano. Más bien al contrario.
Sin poner en cuestión –por descontado- el afán de una y otra orden por servir a
su credo, es también evidente que ambas órdenes habían seguido hasta ahora
senderos demasiado bifurcados. La elección del nuevo Papa me suena a vuelta a
casa de un hijo pródigo, la crónica de un encuentro anunciado hace demasiados
siglos.
Los
franciscanos son un producto del siglo XIII que reacciona contra los abusos de
Roma, su corrupción y falta de autenticidad. Francisco de Asís es una denuncia
contra esa Roma anterior en más de dos siglos a la de Lutero. También es el
amante de la naturaleza siglos antes de que ésta fuera amada por estar en
peligro, el santo de los animales y el que dijo “perdóname hermano cuerpo por
lo mal que te trato”. San Francisco reprendió a Fray Bernardo cuando éste
dijo que quería ser bueno para alcanzar el cielo; Francisco le dijo que debía
ser bueno pero sin esperar premio a cambio. Los franciscanos se ocultaron entre
ermitas y caminos, rezando y dando ejemplo. En algunos momentos se involucraron
en la teología, especialmente cuando los dominicos se insertaron en las universidades
y la Inquisición
mezcló orden público, religión e histeria. Los seguidores de Francisco dejaron
por un tiempo las azadas por los pupitres; nunca los abandonarían del todo pero
más centrados en los débiles que en los trepas.
Pronto
los franciscanos se retiraron a sus cuarteles de invierno, una vez visto que la
aventura intelectual exigía demasiada presencia política y demasiada
identificación con reyes y antireyes. Los franciscanos nos dejaron a Ockham,
los dominicos a Santo Tomás y al poco los agustinos trajeron a Lutero. A ellos
se añadió Calvino, Zuinglio, todos con marchamos nacionales. El último gran franciscano
(por poco tiempo, y como monje cartujo) de la
Edad Media fue Tomás Moro, cuyo capital
teológico fue eclipsado por su protagonismo cortesano, a su pesar.
Malos tiempos para los religiosos y los reyes.
Los Papas
eran conscientes de ello, marionetas de reyes desde las tretas de Carlomagno,
la usurpación del Emperador Federico, el secuestro de Avignón, los sacos de
Roma… Ya estaba bien de depender de reyes y de órdenes que vivían en todas
partes menos en Roma y que hacían teología para países y ciudades.
Así surgió
la orden de la Compañía
de Jesús, los jesuitas. El Papa necesitaba una orden de teólogos que fueran
capaces de enfrentarse a cualquier intelectual del mundo, un grupo de lo que se
llamó “soldados de Cristo” a imitación de los antiguos templarios, pues era una
época en la que la religión se defendía también con la espada y la guerra se
hacía también con las Biblias. La
Compañía de Jesús debe su nombre al afán de ser compañeros de
Cristo, pero nace en los tiempos en que España mandaba las Compañías de los
Tercios a las guerras de Religión. Obediencia suprema al Papa (de Roma) era una
máxima que Ignacio de Loyola se impuso y que asumieron a rajatabla todos sus
seguidores, a veces de forma incomprendida o con una relevancia que llegaba
incluso a suscitar la desconfianza del propio papado; no en vano ha sido
conocido como “papa negro” el superior de los jesuitas, por su preeminencia
dentro del poder romano.
Lo cierto
es que, en aquellos momentos en los que todos han abandonado a los Papas, los jesuitas
no lo han hecho aun cuando discreparan. Su fidelidad es parangonable a la de
los Guardias Suizos, que en varias ocasiones han dado la vida para salvar a algún
pontífice. Los jesuitas fueron los principales defensores de las tesis romanas
en el Concilio de Trento (Contrarreforma, s. XVI-XVII), y desde entonces han
dedicado especial atención a su propia formación intelectual y a la educación
de las élites. Jesuitismo significa exigencia ante todo, empezando por ellos
mismos.
Esa línea
cada vez más intelectual y más elitista fue lo que alejó a los jesuitas de los
franciscanos, que se mantuvieron mucho más cerca del pueblo y sus problemas
inmediatos. Ello explica que, en la
Guerra de Sucesión española (1701-1714), encontremos a los jesuitas
más del lado del rey Borbón y sus proyectos de diseño a tiralíneas del futuro
de España, mientras los franciscanos y capuchinos estuvieron mucho más apegados
a los problemas populares y acabaron identificados con un sector austracista
que usó como bandera la conservación de los fueros locales (esto merecería un
estudio muchísimo más largo para explicar, desmentir y ajustar, pero es
imposible).
En el
siglo XVIII el poder jesuita se volvió insufrible para muchos reyes, que
consideraban a la orden como un palo vaticano en sus ruedas nacionales. Los propios
Borbones, que tanto los halagaron en una primera etapa, acabaron hartos de su
suficiencia. En España fueron los Borbones quienes prescindieron de los jesuitas
como confesores de reyes y los sustituyeron por franciscanos, mucho más dóciles
y menos preocupados por influir a pie de rejilla. Y así llegaron las
expulsiones; de Portugal, de Francia, y finalmente de España en 1767.
Pocos lloraron por los jesuitas expulsados, pues
entre todos –incluidos sectores clericales- se repartieron sus bienes. Tampoco
los franciscanos movieron muchos dedos por los desterrados, de hecho en muchas
partes se sintieron aliviados después de mandar memoriales de crítica a la
labor de los jesuitas (hasta en Filipinas chocaban); ello permitió a los
franciscanos ocupar las escuelas que los jesuitas habían dejado, iniciando un
período de 150 años de educación de niños en aulas franciscanas.
Los jesuitas
regresaron y pugnaron en el siglo XIX por recuperar su papel educativo y de élite,
y lo lograron porque estaban programados para luchar por ese espacio dirigente que
casi ninguna otra orden parecía querer disputar.
El
marxismo y la Segunda Guerra
Mundial marcaron, sin embargo, un punto de inflexión en la evolución jesuítica.
La irrupción de las ideas de Marx (aparte de la de otros iconoclastas como Freud
y Nietzsche) obligó a los jesuitas a consumirse en aguantar el tirón del
socialismo, el relativismo y el vitalismo mientras los franciscanos seguían
centrados en su humildad. La Compañía
de Jesús agarró el timón de su barco como antaño hizo en Trento, convencida de
que mantenerse en el poder era la forma de salvar sus escuelas y su autoridad
intelectual. Donde había un jesuita había un currículum de varias carreras, varios
idiomas, una biblioteca inmensa y un sinfín de experiencias formativas. Y donde había un estudiante de jesuitas había un futuro ciudadano en el que se imprimía un carácter de exigencia, de conciencia, para unos discutible pero siempre indeleble y para otros adorable como un tesoro.
El nuevo
mundo de dos bloques llevó a muchos jesuitas a inclinarse a tender puentes con
la izquierda y a denunciar los desencuentros entre capitalismo y cristianismo. El
coqueteo con la Teología
de la Liberación
tiene un sello marcadamente jesuítico, lo mismo que algunas de las más avanzadas
y bellas tesis antropológicas (por todos, Teilhard de Chardin). De igual manera
la apertura de sus colegios a sectores desfavorecidos redujo las diferencias
con otras órdenes como escolapios o agustinos. Ello le hizo perder parte del
apoyo de la derecha sin hacerle ganar el respeto de parte de la izquierda;
consecuencias la soledad y la crisis de vocaciones, pérdida de poder y de
presencia. El Concilio Vaticano II hizo el resto.
Ese espacio
que los jesuitas iban perdiendo por sus propios contrastes (que no contradicciones,
o no reales) fue ocupado por el Opus Dei, cuyo acercamiento al poder y a la
educación parecía seguir el patrón jesuítico de antaño. Podría decirse que el
Opus Dei de fines del siglo XX es el jesuitismo de principios de ese siglo. Mientras
el Opus Dei se hacía cargo de ministros, presidentes y bancos, la orden del
Padre Arrupe se decantaba hacia misiones en Argentina, Chile, El Salvador,
Africa, Asia…
A fines
del siglo XX, parece que los jesuitas ya habían incorporado que si el mundo se
salva ha de ser desde arriba pero siempre contando con los de abajo. A inicios
del XXI es cuando parecen empezar a dar frutos los nietos de los árboles que
los jesuitas plantaron hace décadas, de forma que sin abandonar su exquisita
formación intelectual han sabido desprenderse del peso de la lucha por el poder.
Y el premio ha sido precisamente el poder.
Hace
pocos años (2008), el superior de los jesuitas padre Kolvenbach dimitió
por edad exactamente igual (de raro) que el Papa Benedicto XVI. Su sucesor es un
desconocido, lo que prueba la falta de presencia jesuítica en la escena
pública. El Prepósito General actual es un español, Adolfo Nicolás Pachón, que
es de Palencia y nadie lo sabe.
El que un miembro de la Compañía de Jesús se
arrodille ante San Francisco bajo el baldaquino de Miguel Angel, en el
Vaticano, es la historia de una vuelta a casa, de una reconciliación entre dos
caras de una misma moneda que se entienden mucho mejor a solas que en público. Es
la primera vez para un jesuita, y la primera para un Papa Francisco. Si eso
significa la reunión entre jesuitismo y franciscanismo, puede que realmente
haya llegado el final del papado como dicen que dicen las profecías, pero para
bien, el paso de un papado anterior a otro necesariamente mejor.
Si es así, habrá que dar las gracias al anterior Papa Ratzinger que, seguramente
y con sus informes a buen recaudo, haya impuesto este Papa como condición para
seguir callado. Genial la jugada maestra de quien, renunciando a todo el poder,
se hizo con todo el poder.
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