domingo, 17 de marzo de 2013

IL POVERELLO DE ROMA






   Un jesuita hecho Papa se ha puesto por nombre Francisco. Y ello por Francisco de Asis, il poverello d´Assisi. No voy a entrar en si es más simpático, en desmentir las críticas que ya se le han hecho y que se han contestado, en la lista de rupturas de protocolo que lleva en tres días ni en Messi.

   A mí me interesa el laberinto de la Historia, porque eso es algo que también, aunque no interese a la mayoría, sí interesa a quienes lo han elegido.


   Es el primer Papa jesuita. Y el primero que pone a San Francisco de Asís como su guía. Jesuitas y franciscanos no fueron siempre de la mano. Más bien al contrario. Sin poner en cuestión –por descontado- el afán de una y otra orden por servir a su credo, es también evidente que ambas órdenes habían seguido hasta ahora senderos demasiado bifurcados. La elección del nuevo Papa me suena a vuelta a casa de un hijo pródigo, la crónica de un encuentro anunciado hace demasiados siglos.


   Los franciscanos son un producto del siglo XIII que reacciona contra los abusos de Roma, su corrupción y falta de autenticidad. Francisco de Asís es una denuncia contra esa Roma anterior en más de dos siglos a la de Lutero. También es el amante de la naturaleza siglos antes de que ésta fuera amada por estar en peligro, el santo de los animales y el que dijo “perdóname hermano cuerpo por lo mal que te trato”. San Francisco reprendió a Fray Bernardo cuando éste dijo que quería ser bueno para alcanzar el cielo; Francisco le dijo que debía ser bueno pero sin esperar premio a cambio. Los franciscanos se ocultaron entre ermitas y caminos, rezando y dando ejemplo. En algunos momentos se involucraron en la teología, especialmente cuando los dominicos se insertaron en las universidades y la Inquisición mezcló orden público, religión e histeria. Los seguidores de Francisco dejaron por un tiempo las azadas por los pupitres; nunca los abandonarían del todo pero más centrados en los débiles que en los trepas.


   Pronto los franciscanos se retiraron a sus cuarteles de invierno, una vez visto que la aventura intelectual exigía demasiada presencia política y demasiada identificación con reyes y antireyes. Los franciscanos nos dejaron a Ockham, los dominicos a Santo Tomás y al poco los agustinos trajeron a Lutero. A ellos se añadió Calvino, Zuinglio, todos con marchamos nacionales. El último gran franciscano (por poco tiempo, y como monje cartujo) de la Edad Media fue Tomás Moro, cuyo capital teológico fue eclipsado por su protagonismo cortesano, a su pesar.

   Malos tiempos para los religiosos y los reyes.

   Los Papas eran conscientes de ello, marionetas de reyes desde las tretas de Carlomagno, la usurpación del Emperador Federico, el secuestro de Avignón, los sacos de Roma… Ya estaba bien de depender de reyes y de órdenes que vivían en todas partes menos en Roma y que hacían teología para países y ciudades.

   Así surgió la orden de la Compañía de Jesús, los jesuitas. El Papa necesitaba una orden de teólogos que fueran capaces de enfrentarse a cualquier intelectual del mundo, un grupo de lo que se llamó “soldados de Cristo” a imitación de los antiguos templarios, pues era una época en la que la religión se defendía también con la espada y la guerra se hacía también con las Biblias. La Compañía de Jesús debe su nombre al afán de ser compañeros de Cristo, pero nace en los tiempos en que España mandaba las Compañías de los Tercios a las guerras de Religión. Obediencia suprema al Papa (de Roma) era una máxima que Ignacio de Loyola se impuso y que asumieron a rajatabla todos sus seguidores, a veces de forma incomprendida o con una relevancia que llegaba incluso a suscitar la desconfianza del propio papado; no en vano ha sido conocido como “papa negro” el superior de los jesuitas, por su preeminencia dentro del poder romano.

   Lo cierto es que, en aquellos momentos en los que todos han abandonado a los Papas, los jesuitas no lo han hecho aun cuando discreparan. Su fidelidad es parangonable a la de los Guardias Suizos, que en varias ocasiones han dado la vida para salvar a algún pontífice. Los jesuitas fueron los principales defensores de las tesis romanas en el Concilio de Trento (Contrarreforma, s. XVI-XVII), y desde entonces han dedicado especial atención a su propia formación intelectual y a la educación de las élites. Jesuitismo significa exigencia ante todo, empezando por ellos mismos.

   Esa línea cada vez más intelectual y más elitista fue lo que alejó a los jesuitas de los franciscanos, que se mantuvieron mucho más cerca del pueblo y sus problemas inmediatos. Ello explica que, en la Guerra de Sucesión española (1701-1714), encontremos a los jesuitas más del lado del rey Borbón y sus proyectos de diseño a tiralíneas del futuro de España, mientras los franciscanos y capuchinos estuvieron mucho más apegados a los problemas populares y acabaron identificados con un sector austracista que usó como bandera la conservación de los fueros locales (esto merecería un estudio muchísimo más largo para explicar, desmentir y ajustar, pero es imposible).

   En el siglo XVIII el poder jesuita se volvió insufrible para muchos reyes, que consideraban a la orden como un palo vaticano en sus ruedas nacionales. Los propios Borbones, que tanto los halagaron en una primera etapa, acabaron hartos de su suficiencia. En España fueron los Borbones quienes prescindieron de los jesuitas como confesores de reyes y los sustituyeron por franciscanos, mucho más dóciles y menos preocupados por influir a pie de rejilla. Y así llegaron las expulsiones; de Portugal, de Francia, y finalmente de España en 1767.

   Pocos lloraron por los jesuitas expulsados, pues entre todos –incluidos sectores clericales- se repartieron sus bienes. Tampoco los franciscanos movieron muchos dedos por los desterrados, de hecho en muchas partes se sintieron aliviados después de mandar memoriales de crítica a la labor de los jesuitas (hasta en Filipinas chocaban); ello permitió a los franciscanos ocupar las escuelas que los jesuitas habían dejado, iniciando un período de 150 años de educación de niños en aulas franciscanas.

   Los jesuitas regresaron y pugnaron en el siglo XIX por recuperar su papel educativo y de élite, y lo lograron porque estaban programados para luchar por ese espacio dirigente que casi ninguna otra orden parecía querer disputar.


   El marxismo y la Segunda Guerra Mundial marcaron, sin embargo, un punto de inflexión en la evolución jesuítica. La irrupción de las ideas de Marx (aparte de la de otros iconoclastas como Freud y Nietzsche) obligó a los jesuitas a consumirse en aguantar el tirón del socialismo, el relativismo y el vitalismo mientras los franciscanos seguían centrados en su humildad. La Compañía de Jesús agarró el timón de su barco como antaño hizo en Trento, convencida de que mantenerse en el poder era la forma de salvar sus escuelas y su autoridad intelectual. Donde había un jesuita había un currículum de varias carreras, varios idiomas, una biblioteca inmensa y un sinfín de experiencias formativas. Y donde había un estudiante de jesuitas había un futuro ciudadano en el que se imprimía un carácter de exigencia, de conciencia, para unos discutible pero siempre indeleble y para otros adorable como un tesoro.

   El nuevo mundo de dos bloques llevó a muchos jesuitas a inclinarse a tender puentes con la izquierda y a denunciar los desencuentros entre capitalismo y cristianismo. El coqueteo con la Teología de la Liberación tiene un sello marcadamente jesuítico, lo mismo que algunas de las más avanzadas y bellas tesis antropológicas (por todos, Teilhard de Chardin). De igual manera la apertura de sus colegios a sectores desfavorecidos redujo las diferencias con otras órdenes como escolapios o agustinos. Ello le hizo perder parte del apoyo de la derecha sin hacerle ganar el respeto de parte de la izquierda; consecuencias la soledad y la crisis de vocaciones, pérdida de poder y de presencia. El Concilio Vaticano II hizo el resto.

 Ese espacio que los jesuitas iban perdiendo por sus propios contrastes (que no contradicciones, o no reales) fue ocupado por el Opus Dei, cuyo acercamiento al poder y a la educación parecía seguir el patrón jesuítico de antaño. Podría decirse que el Opus Dei de fines del siglo XX es el jesuitismo de principios de ese siglo. Mientras el Opus Dei se hacía cargo de ministros, presidentes y bancos, la orden del Padre Arrupe se decantaba hacia misiones en Argentina, Chile, El Salvador, Africa, Asia…  

   A fines del siglo XX, parece que los jesuitas ya habían incorporado que si el mundo se salva ha de ser desde arriba pero siempre contando con los de abajo. A inicios del XXI es cuando parecen empezar a dar frutos los nietos de los árboles que los jesuitas plantaron hace décadas, de forma que sin abandonar su exquisita formación intelectual han sabido desprenderse del peso de la lucha por el poder. Y el premio ha sido precisamente el poder.

   Hace pocos años (2008), el superior de los jesuitas padre Kolvenbach dimitió por edad exactamente igual (de raro) que el Papa Benedicto XVI. Su sucesor es un desconocido, lo que prueba la falta de presencia jesuítica en la escena pública. El Prepósito General actual es un español, Adolfo Nicolás Pachón, que es de Palencia y nadie lo sabe.


   El que un miembro de la Compañía de Jesús se arrodille ante San Francisco bajo el baldaquino de Miguel Angel, en el Vaticano, es la historia de una vuelta a casa, de una reconciliación entre dos caras de una misma moneda que se entienden mucho mejor a solas que en público. Es la primera vez para un jesuita, y la primera para un Papa Francisco. Si eso significa la reunión entre jesuitismo y franciscanismo, puede que realmente haya llegado el final del papado como dicen que dicen las profecías, pero para bien, el paso de un papado anterior a otro necesariamente mejor.

   Si es así, habrá que dar las gracias al anterior Papa Ratzinger que, seguramente y con sus informes a buen recaudo, haya impuesto este Papa como condición para seguir callado. Genial la jugada maestra de quien, renunciando a todo el poder, se hizo con todo el poder.

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