Saben Ustedes que vivo en el mar. Eso es fruto de un proceso de dos
fases: la primera consiste en alejarse de los hombres yéndose a cualquier tierra
solitaria, y la segunda consiste en dejar la tierra y entrar en un quién sabe,
que es el agua. En tierra, si uno baja los brazos, se queda siempre en el mismo
sitio. En el mar, curiosamente, el no hacer nada le ofrece a uno todo, la
corriente y las tormentas me dan una vida que no sería capaz de inventar.
Esto que parece tan poético es, sin embargo, la alternativa dramática y
casi única que las crisis nos ofrecen. Es la alternativa del viaje en solitario
donde uno es dueño de su Querer, Saber y Poder. Les explico.
Cuando llega una crisis como la que estamos viviendo, se acentúa todo
lo malo de una sociedad y se ponen de manifiesto unas divisiones que en circunstancias
mejores se difuminan. Una crisis provoca que resurja el egoísmo pues cada uno
teme por su propia parcela, la de sus hijos y su círculo clientelar; se resiente
la solidaridad, se cortan las sinapsis entre personas y a cada uno se le ven
las aristas que antes se dulcificaban por un aceite benigno. Es entonces cuando
los humanos se polarizan -como limaduras de hierro- en tres grupos definidos
por tres lemas: EL QUE QUIERE NO SABE, EL QUE SABE NO PUEDE, EL QUE PUEDE NO
QUIERE.
Estos tres principios están en todas las crisis, nunca sabré si en el
inicio o en el final, quizá al inicio en potencia y al final en acto, que diría
Aristóteles. Cuando descubrí ese esquema quise recordarlo e inventé el acrónimo
QUI-SA-PU como ayuda mnemotécnica, recordando el Quiere, Sabe, Puede, y por ese
orden.
La explicación es sencilla. Hay gente que tiene mucha voluntad de
resolver los problemas, pero no sabe cómo hacerlo, le falta instrucción,
experiencia, consejo… Es el que quiere y no sabe. Hay otra gente que sabe, saben
mucho pero están totalmente fuera de los lugares de toma de decisiones, a veces por lunáticos y a veces por engreídos, son
materia gris desperdiciada, generalmente por obra de gente más poderosa y
taimada que prefiere mantener un círculo de incompetencia a su alrededor para
evitar comparaciones y testigos incómodos, y que además suelen ser especialistas
en generar crispaciones que ahuyenten a los espíritus más nobles; son los que
saben y no pueden. Hay, finalmente, un tercer grupo formado por los que, habiendo
llegado a la cima del poder, tienen en su mano la capacidad de resolver las
cosas, pero no lo hacen porque han perdido el interés, o porque nunca lo han
tenido aparte del suyo propio y de su cartera. Son los que pueden y no quieren.
El mundo se reparte en estos tres grupos. En momentos celestes el
planeta tiene suerte y los tres grupos se funden como tres caracoles de fiesta.
Lo habitual es que esos grupos se odien, compitan y se anulen en una lucha
cainita en la que cada uno, como el escorpión, hace lisa y llanamente lo que su
naturaleza le impone.
En tiempos de crisis, además, cada grupo se encastilla en su especialidad.
El que Quiere, renuncia a saber y se centra en su sóla voluntad convirtiéndola
en dogma. El que Sabe, renuncia a poder y se centra en su saber como escapismo
liberador y nihilista, huyendo de la desazón y despreciando al poder que le
cierra las puertas. El que Puede, renuncia a querer porque le basta con su
cetro, y exhibe sus cuatro años o sus cuarenta años de mandato previsto, concentrándose
en el hecho y no en el derecho de su ejercicio.
Tan lamentable es el que se centra sólo en su querer, como el que lo
hace en su saber o en su poder, cuando se vive en sociedad.
La alternativa que se presenta a quienes, a pesar de ser conscientes de
tal trivisión, se consideran heridos para vencerla, es irse al mar y hacerse
corsarios. En el mar uno puede practicar a la vez el sé, quiero y puedo, y el
no depender de uno que nos imponga su voluntad estúpida, su saber vanidoso o su
poder tiránico. Es un mal menor, en el que al menos no se hace daño a nadie. El
resultado de las crisis suele ser esa atomización de la sociedad, la formación
de corpúsculos torpes del cada uno por lo suyo, feos y sin herencia, tan sólo
redimidos por la épica que representan como iconos de denuncia, fiscales del
caos humano aunque tan lejos de la costa que nadie les atiende.
He dicho que esa es la alternativa –casi única- que ofrecen los tiempos
de crisis a quien aún nota los latidos de su corazón. Queda, no obstante, otra
vía más abyecta por atractiva y luminosa. Es la vía de querer siempre volver, estar
en el barco pero otear desde lejos la costa, observar las luces de los fuegos
de los humanos, atender sus chismes por lo que cuentan los pescadores
aprehendidos, y todo por amor a la humanidad a pesar de su no saber, su no poder
y su no querer. Es muy hermoso poder decir que en mi barco soy yo quien lo sé
todo, lo puedo todo y lo quiero todo, pero al final siempre me acaban provocando
ternura esos rebeldes capturados que de pronto rompen a llorar pensando en sus
hijos, en sus servidores o en sus futuras viudas, esas condesas que se
preocupan de quién cuidará las sábanas bordadas de su ajuar, o en esos
preceptores que lloran por no poder volver junto a sus pupilos. Ese entramado
de humanos hormigas, unos mejores y otros peores que no saben cómo querer y no
quieren ni saber, son conmovedores cuando, a pesar de todas sus debilidades
están insuflados del aceite del afecto. Ante una crisis en la que todos se van
a su rincón como animales heridos, hay que intentar olvidarse de cuál es la
carencia de cada uno y mirar cómo compensar las propias con las de los otros,
porque mi falta puede ser tu virtud.
Esa es la forma de salir de una crisis, repasando qué de bueno tiene mi
contrario y poniéndolo en una mesa común. Y a ser posible observarle en
silencio cuando arropa a sus hijos, o cuando separa las hojas de sus macetas
para que les llegue a todas más luz. En tal caso, podemos olvidar los problemas
pasados porque no habrá dificultad que se resista a un grupo de humanos que se
aprecian. A eso estoy esperando, y quizá cuando lo vea me verán varar mi barco
y sumarme a un buen fuego de playa.
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