viernes, 26 de agosto de 2011

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Angela Merkel no es Meg Ryan, ni Zapatero es Tom Hanks, pero no me negarán que algo de tensión hay. La Canciller ha mandado un mensaje al español, y éste ha clicado en “aceptar” ¿Qué le habrá dicho?

ZP no se asusta fácilmente. Pensemos que es un hombre que, todas las mañanas, lo primero que ve es a Marylin Manson por el pasillo (las niñas pixeladas). De espantos, pues, ya está curado. Es un valiente, y también un coqueto, pues se guarda la misiva de la Merkel como las chicas de Jane Austin ocultarían la del señor Darcy.

Yo creo que el mensaje revelado al Presidente va a quedar más en secreto que el 3º de Fátima. La explicación de que ZP no lo cuente puede estar en que, posiblemente, no lo haya entendido, pues todos sabemos que en España sólo saben idiomas los delincuentes. Esto me recuerda el caso de Giuseppe Fanelli y los socialistas españoles, ocurrido hacia 1869. Fanelli fue un mensajero italiano que, en idioma francés, expuso el mensaje de un personaje alemán, en el que se indicaba a los socialistas hispanos lo que Europa esperaba de ellos: el alemán era Carlos Marx, dando instrucciones sobre el papel de España en la Asociación Internacional de Trabajadores. Ocurrió al parecer en una de esas reuniones que hacían los socialistas en la tasca “Casa Labra”, en la calle Tetuán, cerca de Sol, y los españoles reconocieron la dificultad de entenderle (según contó Anselmo Lorenzo) no obstante lo cual obedecieron. Ahora, otro personaje alemán (Angela Merkel), ha mandado un mensaje posiblemente redactado en francés (por Sarkozy), que ha llegado al socialista español a través de –quién sabe si- un mensajero italiano (Berlusconi) al que ya hace unos días habían mandado su propio recadito sobre lo que Europa exige a sus suplentes.

Pero lo más importante de todo este embrollo no es la forma en que haya llegado el mensaje, ni el texto literal e íntegro del mismo, que seguramente habrá traducido algún intérprete autonómico del Senado. Lo que da gravedad al mensaje es su consecuencia: la reforma constitucional.

Lo que ha ocurrido es gravísimo, penoso, y encima no viene de Meg Ryan. Nos han obligado a cambiar la norma de normas, la base de todo el sistema español. La Constitución de 1978 es el pilar en el que se sustenta nuestra democracia, y llevábamos 33 años envolviéndola en celofán. Es verdad que ya fue reformada alguna vez para adaptarnos a Maastricht, pero lo fue por voluntad nuestra, en un proceso de integración en el que todos éramos iguales y había alegría. Ahora, por el contrario, la reforma es un castigo, una humillación. Una vez más, como cuando vinieron los 100.000 hijos de San Luis, los de fuera vienen a decirnos que ya está bien de jugar y que si no sabemos hacer las cosas bien ellos las harán por nosotros. Como en Utrecht, o como en la Guerra de Cuba, nos toca escuchar y callar, a ver qué se nos permite a partir de ahora.

Además de grave, he dicho que es penoso. Y lo es porque nunca una reforma tan grave fue tan fácilmente evitable... hasta hace poco. Nuestros gobernantes, principalmente los estatales pero también en su parte los autonómicos y los locales, han demostrado una insuficiencia inaudita en un país que aspira a estar en un club. Falta de responsabilidad, de preparación, de palabra. Ausencia total de dirección, de unidad, de cerebro y de músculo. La ineptitud hecha país. Es verdad que el incendio empezó fuera, pero no es lo mismo apagarlo con agua que con gasolina. Para colmo, el timonel de ese estado se permitió llamar fracasada a la que de verdad manda, y decir que iba a adelantar al que ahora le moja la ceja desde el Pirineo. No voy a decir que Merkel y Sarkozy se la tuvieran jurada a ZP; les hemos creado un problema tan gordo que ni siquiera tienen tiempo de vengarse. Y nos han mandado al mensajero, ya sea Berlusconi o Braulio, el cartero de “Crónicas de un pueblo”.

La Constitución es la joya de nuestra Soberanía Popular. Ahora se ha de entregar en prenda a los reyes europeos. Esto me recuerda -ya que hemos hablado de Utrecht- a otro tratado: el de los Pirineos, de 1659. Este acuerdo fue el que selló la paz entre España y Francia, que seguían guerreando por ansia de Luis XIV, una vez concluida la Guerra de los Treinta Años con la también funesta Paz de Westfalia. España, mordida por todas partes, tuvo que aceptar nuevas concesiones y, lo que es peor, se vio forzada a entregar lo que entonces era también la joya de nuestra soberanía. Como en aquél tiempo la soberanía radicaba en el Rey Felipe IV, éste se vio obligado a entregar a su hija, la infanta María Teresa, que casó con Luis XIV. Esta dación sumisa no tuvo nada que ver con la del equilibrado intercambio de princesas que unos años antes efectuaron ambos países, y sirvió para consolidar los derechos franceses a la corona española, finalmente consumados con la llegada del rey Borbón Felipe V en 1700 tras la muerte del último Austria.

Hoy, una vez más, entregamos nuestra joya. Ayer nos pedían los Ayuntamientos, hoy la nieta de la Pepa. Y lo peor es que lo tenemos merecido, porque lo que no es de recibo es que sigamos de fiesta con los dineros europeos, nadie se fía de nosotros, ni se fiará en muchos años gracias a los que nos han (des)mandado. Leo ya las invectivas de los nacionalistas, las de los ultras de uno y otro monte, las de los intelectuales refinados... desgraciadamente Europa no nos va a dar tiempo de todo ese debate de salón, precioso y estéril, porque ya nos está esperando impaciente en la Isla de los Faisanes del Bidasoa, para que le entreguemos la nueva Constitución, igual que antaño vinieron a esa isla a recoger –y a llevarse para siempre- a la infanta María Teresa, la flor de nuestra soberanía.

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