martes, 2 de agosto de 2011

LA HERENCIA DE LA DUQUESA

 
Respeto máximo a las personas. No voy a opinar sobre el corazón de la duquesa, ni sobre el papel de su familia. No soy nadie. Sólo aportaré unos elementos jurídicos e históricos al debate sobre el reciente reparto que la duquesa ha hecho entre sus hijos.

 Primero lo aburrido jurídico: Sepan los que no lo saben que, aunque Alfonso D. hubiera firmado una renuncia de quién sabe qué derechos, las renuncias no están bien vistas en el Código Civil. Están bastante limitadas (artículo 6), y la doctrina consolidada afirma que la renuncia sólo puede serlo de derechos que ya están incorporados al patrimonio de uno (dicho de otra forma, la renuncia de derechos futuros no vale, aunque hay matices que ahora no podemos tratar). Para el caso de las herencias, el Código es mucho más expreso cuando establece en su artículo 991 que “Nadie podrá aceptar ni repudiar sin estar cierto de la muerte de la persona a quien haya de heredar y de su derecho a la herencia.”, es decir, que no es válido renunciar a la herencia de alguien que aún está vivo.

A todos aquellos que consideran que el reciente reparto no era necesario y que ya debía haber bastado con las renuncias de Alfonso D., deben saber que no es así si lo que se pretende es garantizar la permanencia en la familia de todos los bienes y derechos del tronco previo. Tampoco sería suficiente con que la duquesa hubiera hecho testamento a favor de sus hijos, pues por un lado dicho testamento podría cambiarse en cualquier momento en perjuicio de éstos, y por otro no evitaría los derechos sucesorios (mayores o menores, según el caso) del viudo en su parte llamada legítima o forzosa sobre los bienes de la esposa fallecida.


Así pues, yo no doy lecciones sobre lo que debe preferirse en este caso, pero si lo que se pretende es preservar para la familia el patrimonio familiar la única forma segura de hacerlo es mediante la transmisión en vida, tal como –al parecer- se ha hecho. Y aun en tal caso, quedaría una ranura de inseguridad si la transmisión se ha efectuado por donación y no por venta, pues la donante puede llegar a retrotraer las donaciones si los beneficiarios cometieran contra ella graves faltas que están recogidas también en la ley, aunque no pienso que eso llegue a ocurrir.


A mí, no obstante, me interesa mucho más lo histórico. Ha salido en El Mundo del Domingo una reseña de Luis M. Anson, de la Real Academia Española, comparando el buen hacer sucesorio de esta Cayetana con el mal hacer de su antecesora en el título (que no en la sangre), a la que llama la “otra Cayetana”, la de Goya, y a la que acusa de haber muerto ”dejando un testamento que desbarató muchas cosas” con grave perjuicio de la Casa de Alba. Ciertamente, Anson o Ansón (depende del siglo, XXI o XX) incluye menciones cariñosas hacia la duquesa goyesca, la XIII duquesa de Alba (1762-1802), pero la deja a los pies de los caballos como si se tratara de una mujer que aun siendo pintoresca y bondadosa se hubiera comportado de forma irresponsable, superficial y muy por debajo de su destino.


Esa postura del académico no me ha gustado; creo que la duquesa de 1800 merece un defensor, como en los torneos medievales, y hoy voy a ser yo. También lo necesitaba en vida. No lo tuvo, y ahí está su drama y la explicación de muchas de sus extravagancias y testamentos.


Me da terror contradecir la sabiduría de un académico, así que sólo contradiré algunas erratas de su impresor. Pero claro, se dicen algunas cosas que me parece que no son, y si eso pasa con algunas... qué ocurrirá con las otras. Por ejemplo, narra Anson una cena que la duquesa organizó pocos días antes de morir, una especie de cena de despedida a la que asistieron el príncipe Fernando, el cardenal primado de España, Godoy, la condesa de Chinchón (esposa de aquél), Pepita Tudó (amante de Godoy), la actriz Rita Luna y el torero Costillares. Ah, y Goya, que la maquilló con sus pinceles para disimular su aspecto mortecino. Anson alaba la capacidad de la duquesa para haber reunido a este elenco, y da muchos datos como para que la escena sea mentira, pero... la duquesa muere el 23 de Julio de 1802, y el torero Costillares ya estaba muerto en enero de 1800 (según Cossío), o en 1799 (según un retrato que se le hizo), por lo que no pudo asistir a esa cena salvo en una cajita... Lo de la actriz Rita Luna será verdad si lo dice también el académico, aunque no lo visualizo pues realmente la duquesa no sería muy amiga de la tal Rita, dado que ésta era la enemiga declarada de otra actriz muy famosa que sí era la protegida de la duquesa, María del Rosario Fernández, “la Tirana”. Eso sí, la Tirana ya estaba retirada por enfermita, y de hecho murió al año siguiente que la duquesa (1803), siendo enterrada en la iglesia del convento de San Hermenegildo en la calle de Alcalá.


Sobre que Goya maquillara a la duquesa para entonces... es posible si lo dice Anson. Yo creo que ha tomado dos episodios y los ha refundido: por un lado, Goya maquilló a la duquesa con sus pinceles, pero varios años antes, posiblemente el 1 de Agosto de 1794, y así lo contó en carta a su amigo Zapater. Por otro, Goya maquilló a una convaleciente, pero fue una marquesa a la que Goya pintó el pie de colorado para simular una dislocación y que aquélla pudiera eludir a su marido e ir a reunirse con el amante (anécdota contada por Laurence Matheron en 1890). Es posible que Goya volviera a maquillar a la duquesa moribunda en 1802, pero no me imagino a ésta cometiendo la vulgaridad de pedir a Goya lo mismo que en sus buenos tiempos.


Anson llama “la otra Cayetana” a la XIII duquesa de Alba, y ciertamente se llamaba así, pero sólo como cuarto nombre, que al completo era María Teresa del Pilar Cayetana. Lo de Cayetana es aquí forzado, pues en vida nunca se la llamó así sino María Teresa (firmaba con este nombre, o como Duquesa de Alba, un ejemplo de lo segundo en su testamento de 1797).


Alude Anson a las cláusulas benéficas de su testamento, y cita en el texto a “Pepito, el incluso”. Realmente el testamento dice “el inclusero”, aunque esto sí parece una errata clásica y no incidiré. Recoge Anson algunas menciones del testamento pero actualizando su lenguaje, lo cual lo hace más comprensible si bien en tal caso debería suprimir las comillas pues dan sensación de literalidad y eso confunde. Así, por ejemplo, cuando dice que el legado de Benito sería administrado “por Ramón Cabrera”, cuando realmente era “Don Ramón Cabrera”. Este “Don” tiene su importancia pues obedece a que se trataba de un eclesiástico, quien además era hombre de prestigio como lingüista y latinista y había cuidado la biblioteca del Palacio de Buenavista antes del pavoroso incendio de 1795 que la destruyó casi al completo. Cabrera no era un administrador cualquiera, sino un religioso culto y muy fiel a la familia, lo que se esconde al quitarle el ”Don”.


Dice el académico que por culpa del testamento disparatado de la duquesa se perdieron “La Venus del Espejo” de Velázquez, o la “Madonna” de Rafael. Lo cierto es que la Venus ya había salido del patrimonio de la duquesa, que prácticamente se vio obligada a cederla a Godoy (vendida o regalada) hacia 1800, pues el 12 de noviembre de tal año ya pudo ser contemplada en la residencia de éste por el grabador González de Sepúlveda, todo ello refrendado según parece en 1802 por una orden real. En cuanto a la Madonna, se perdió en la ejecución del testamento, pero no por defectos de éste sino por la voracidad de los reyes Carlos IV y María Luisa de Parma, que de forma inmediata a la muerte de María Teresa se lanzaron a por todos sus efectos, tierras, joyas, obras de arte... alegaban supuestas deudas de la duquesa con ellos, cohibieron a los verdaderos herederos con la amenaza de descubrir ciertos papeles secretos, enviaron a expertos para incautarse de la herencia o ayudar a tasarla y repartirla, tales como el pintor Maella que fue quien separó la Madonna y otros tres cuadros valiosos de la colección de la duquesa y se los apropió, iniciando un periplo que terminó en la National Gallery of Art de Washington, mientras que la Venus acabó en la National Gallery de Londres.


Ello quiere decir que si se perdieron cuadros no fue por la imprevisión o torpeza de la duquesa, sino porque una fuerza irresistible se abalanzó sobre ellos: la de los reyes y el primer ministro. Se cuenta que el mismo día de la muerte de la duquesa se presentaron los enviados de la reina para hacerse con sus alhajas.


María Teresa del Pilar Cayetana sabía que estaba abandonada a su suerte, y que poco podía hacer. Estaba viuda desde 1796 (9 de Junio). Su marido, marqués de Villafranca y también llamado duque de Alba conforme a capitulaciones matrimoniales, había caído en desgracia arrastrado por la conspiración de Malaspina contra Godoy descubierta el 22 de Noviembre de 1795. En esa conspiración habían quedado manchados otros nobles como el Marqués de Valparaíso o los Pignatelli, estos últimos de gran importancia en la vida de la duquesa: la madre de María Teresa se había casado en segundas nupcias con Juan Joaquín Pignatelli, conde de Fuentes, y la propia duquesa tuvo relación con dos de los hijos de éste, llamados Juan Domingo (con quien posiblemente tuvo un romance, en pugna con María Luisa de Parma, precedente del triángulo que mantuvieron por el corazón de Godoy), y Carlos, que tampoco escapa a las sospechas de tratos especiales con la reina. Este Carlos puede haber sido, además de hermanastro de la duquesa de Alba, un personaje más importante de lo que parece. Recién enviudada la duquesa, encontramos a Carlos en el mismo paisaje que aquélla (Sanlúcar de Barrameda), dimitiendo de sus oficios en la Marina para quedar enfocado a su vida privada (1796). La relación de Carlos con María Teresa será lo suficientemente estrecha como para que ésta le nombre como uno de sus siete herederos.


Y todo ello coincidiendo con un posible matrimonio secreto de la duquesa al que se referirá la condesa de Montijo en carta de 1802 a Meléndez Valdés pero que posiblemente ya existiera en 1797, y del que tenemos que excluir como posible marido a Carlos pues según la de Montijo el testamento de 1797 no había dejado nada a dicho marido, salvo que ésta estuviera confundida. Se ha citado también como posible esposo a Antonio Cornel, y seguramente habrá más candidatos. En 1797 los rumores sobre una boda de la duquesa ya aparecen en el carteo entre el administrador en Barcelona, Antonio Cabrer, y Tomás de Berganza. Un retrato de la duquesa de esos años, posiblemente 1800, atribuido sin certeza a Joaquín Inza, la muestra portando en la mano un pequeño retrato con la imagen de un hombre, sin que tampoco sepamos si se trata de un nuevo marido.


Parece congruente pensar que la duquesa habría tenido una historia de amor posterior a su viudedad, puede que incluso un matrimonio secreto, pero en todo caso algo inconfesable, ya fuera desde el punto de vista moral, social, o político. La imagen de una duquesa de Alba frívola o casquivana puede ceder ante la de otra mucho más comprometida y doliente, si aceptamos que pudo estar implicada junto a un hombre oculto en una historia de conspiraciones, familias proscritas, presiones napoleónicas, caprichos de reinas e imperio de favoritos. La duquesa tuvo que soportar la presión de los reyes y el generalísimo contra su hacienda, sus palacios (por ejemplo Moncloa y Buenavista), tierras, sus obras de arte... presión quizá motivada por los celos, por el amor, o por motivos mucho más truculentos de la alta política. Carecía de hijos, y de hermanos. Con sus padres ya fallecidos (1770 y 1784), el apoyo de su querida suegra la Marquesa de Villafranca también le falló con la muerte de ésta el 27 de febrero de 1801.


Duele ver el resultado de la testamentaría de sus bienes. La rapiña de los más poderosos que ella (no por títulos pero sí por capacidad de mando) fue execrable; quizá ella lo preveía y por eso no quiso hacer un testamento más al gusto de Anson, incluyendo nombres más sonoros. Quizá esa designación hubiera supuesto para los nombrados una carga más que un beneficio, al convertirlos en el blanco de Godoy y de los Reyes de España. La duquesa de Alba se limitó a nombrar a siete herederos a partes iguales, incluyendo médicos y administradores, junto a Carlos Pignatelli, como si contara con que ellos tuvieran aprendido un guión secreto para seguir sirviendo al ama después de muerta.   


En todo caso, y para molestar más al académico, me permito apuntar que quizá la duquesa no hizo un testamento mejor sencillamente porque no le hacía falta, porque no quería, o porque no le dio tiempo. Me explico.


Quizá no le hacía falta, porque realmente lo que ella tenía para disponer no era tanto como parece. El sistema de mayorazgos, las reglas nobiliarias y los parentescos habían marcado el curso de sus títulos y de todas las propiedades vinculadas a ellos. La duquesa poco tenía que decidir sobre tales cosas, pues la providencia había querido que fuese a morir sin sucesión filial, y que los títulos ya tuviesen su puerto marcado. Como indicó la condesa de Montijo en su carta a Meléndez Valdés, la Casa de Alba (del abuelo paterno) pasaría a la de Liria, y la de Oropesa (de la abuela) a la de Uceda. Si la duquesa podía hacer algo para variar este curso, prefirió no hacer nada. A la duquesa le quedaban, eso sí, los bienes llamados libres, y sobre estos es sobre los que podía haber actuado más a su antojo, y es de los que Montijo le reprocha no haber dejado nada a sus parientes ni a su marido.


A esto nos referimos con que quizá tampoco quiso. La duquesa, por el motivo que fuera, debió sentirse muy abandonada de los suyos, vio cómo nadie era capaz de velar por ella para no tener que entregar sus tierras de la Florida a la reina, sus cuadros a Godoy, había sufrido el acoso de verse en un bando proscrito tras la conspiración Malaspina y no había encontrado apoyo para presentar en sociedad a su supuesto segundo marido... bastante había hecho con mantener una ficción de personaje impar, extravagante, imprevisible y rico, con cierta capacidad para inquietar a palacio, aun siendo consciente de ser una mujer sóla frente a una monarquía. No sé qué más podemos pedirle, cuando era consciente de que en cuanto se fuera a la tumba –como muy tarde- se lanzarían todos a por sus despojos.


Y, por último, quizá no tuvo tiempo de hacer otro testamento aunque hubiera querido. Recordemos que muere en 1802 y que su testamento es de cinco años antes, otorgado ante la evidencia de su marido recién fallecido y la conveniencia de ordenar algunas cosas para después de morir. Era además su segundo testamento. Se juzga duramente esa última voluntad, sin destacar que tuvo cinco años para cambiarla y no lo hizo. ¿Por qué? Es posible que entendiera que tenía tiempo más que suficiente, y que no esperara la muerte tan pronto. Aunque la duquesa había quedado desmejorada en los últimos años, y aunque la esperanza de vida era bastante corta, no creo que pudiese ser considerada como ”una moribunda anunciada”. La esperanza de vida era muy corta pero no para una Grande de España que podía contar con todos los medios de subsistencia y seguridad que podía dar la época. En cuanto a su mala salud, no tiene por qué haber sido la causa de su muerte, por lo que ésta puede haber sido más inesperada de lo que se piensa.


El médico Jaime Bonells certificó la defunción por cólico. La opinión popular sospechó que hubiera sido envenenada –obviamente, por mandato superior- aunque era notorio que su salud no era buena. Resulta irrelevante ahora el que fuera o no envenenada, pero el mero rumor nos indica que la duquesa no estaba en “descenso evidente hacia la muerte”, pues en tal caso la gente no habría acogido el rumor del envenenamiento, toda vez que éste ya no sería necesario para una persona en trance de desaparecer. La condesa de Montijo, además, se ocupó de la duquesa en sus últimas semanas, y manifestaba que ésta se encontraba en estado bastante debilitado e inconsciente, por lo que posiblemente no estaba en condiciones de haber cambiado un testamento al verse enferma, ni aunque hubiese querido. 


En definitiva, los últimos momentos de María Teresa del Pilar Cayetana, duquesa de Alba en 1802, son los de una mujer que se siente cansada de luchar, se ve sola, abandonada, traicionada, y decide vivir como una tragicomedia ese resto de vida que ella había deseado mucho más brillante. Quizá por ello no hizo un último esfuerzo para dar más alegrías en su testamento, o quizá al final pensó que sus servidores más allegados y sus protegidos marginales eran más valiosos que los reyes, los nobles y todos los ricos de España, era su forma de protesta. Su testamento dio lugar a conflictos, sí, que duraron muchos años (prácticamente hasta 1844), pero dudo que la duquesa hubiera podido evitarlos ni aun queriendo. La marquesa de Ariza y la Casa de Berwick y Alba entablaron reclamaciones que se entrelazaron con las aspiraciones de los herederos testamentarios, las ambiciones de los reyes, la Hacienda del Estado y los derechos del propio Godoy que desde el exilio seguía actuando.


Posiblemente María Teresa lo hizo mal, pero no tanto si atendemos a lo que estaba realmente en su mano y no en las de la fatalidad. Y quizá su herencia haya estado desbaratada, como dice Anson, pero a diferencia de otros miembros de su parentela mucho más desdibujados para el gran público, nos ha dejado como legado un personaje inolvidable, un retrato de España lleno de color y gracia, así como una historia y un misterio que da para muchas generaciones y que nos sirve para presumir ante el mundo entero. Es cierto que hay claras diferencias entre aquélla duquesa y la del tiempo presente, pero yo que Anson no exageraría tales diferencias, porque quizá no sean tantas, y porque posiblemente ambas duquesas se igualan en el cariño y el respeto que han inspirado en el pueblo español.


Gracias, duquesas.


Aquí se han dicho muchas cosas. Nada me hará más feliz que el que alguien me demuestre que estoy equivocado.

1 comentario:

  1. hola, donde podria encontrar mas informacion sobre la herencia de la duquesa y el caso malaspina? es para una novela. muchas gracias

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