martes, 15 de noviembre de 2011

LAS GUERRAS DE CATALUÑA Y PORTUGAL. NOTAS A LO DE PECES BARBA.




CATALUÑA O/Y PORTUGAL

  Hace unos días Gregorio Peces Barba metió la pata. Parece mentira que gente de tal prestigio se meta en jardines a estas alturas, pero ocurre, para consuelo de los demás. Vino a decir algo así como que, en las rebeliones catalana y portuguesa de 1640 para salir del ámbito de la monarquía hispánica, hubiera sido mejor para España retener a Portugal en lugar de a Cataluña, y que “mejor nos habría ido”, o algo así. Obviamente una frase así tenía que traer polémica.

  Lo de Peces Barba se califica por sí mismo. Lo siento por él porque, cosas así, ni en broma siendo quien eres con un micrófono. Pero lo de esas guerras me pone y por eso quiero dar una pincelada (sin ánimo de hacer un tratado) para quien no sepa qué ocurrió y se fie de mí; luego daré tres conclusiones y luego otras dos pinceladas. Y que nadie se queje de mis limitaciones.

  La revuelta catalana de 1640.-
 
España estaba inmersa en la Guerra de los Treinta Años, que en realidad fueron varias guerras europeas solapadas durante tres décadas, con inicio en 1618 y final en la Paz de Westfalia de 1648, pero con derivaciones incluso posteriores como el caso de la guerra entre España y Francia que duró hasta 1659.

  La guerra de los Treinta Años no empezó mal para España y los Austrias, ni tampoco se desarrolló en términos muy perjudiciales durante un tiempo. Pero con la entrada en juego de las ambiciones francesas de Richelieu y Luis XIII se desnivelaron las expectativas previas, y ello precipitó nuevos acontecimientos. Se llegó así a los años previos a 1640 con un grave empeoramiento de la suerte española: se perdió Breda en 1637 (la que tan trabajosamente se había rendido en 1625 y reflejó Velázquez); Breisach en 1638 (lo que cortaba el camino español hacia Flandes); en 1639 sufrimos la derrota de Las Dunas en el Mar del Norte (perdiendo gran parte de la armada que el Conde Duque de Olivares había conformado con tanto esmero), y el 12 de Enero de 1640 sufrimos otro nuevo revés en las costas atlánticas del Brasil (lo que supuso no poder recuperar ese territorio de las manos holandesas y renunciar a Pernambuco).

  En el espacio más cercano las cosas no iban mejor: las tropas francesas entraron en Cataluña y ocuparon Salces el 19 de Julio de 1639. Olivares intentó reunir todas las tropas disponibles para recuperar la plaza, incluyendo el requerimiento a los territorios de la Corona de Aragón, tradicionalmente renuentes a pesar de los intentos centrales por comprometer a todos los reinos en la llamada “Unión de Armas”. Los catalanes aportaron un más que digno contingente, como se acredita por el importante número de bajas que sufrieron en dicho asedio, aunque a Olivares no le pareció suficiente, quizá porque aún se sentía herido por la inasistencia catalana al asedio de Fuenterrabía y porque no consideraba excusa el que dañara tanto a Cataluña la prohibición de comercio con Francia. Salces fue recuperada el 6 de Enero de 1640, lo que hizo al Conde Duque animarse a contraatacar a Francia, con el objetivo de forzar una paz honrosa -mientras fuera posible- a la vista de las desgracias que la Monarquía Hispánica venía sufriendo en otras partes. Pero esta vez se estiró demasiado la cuerda de la guerra.

  Los campesinos y pueblo llano, principales sufridores de la estancia del ejército y de la prohibición de comercio de subsistencias, mostraron su malestar, con la comprensión de parte del clero. Hacia marzo de 1640 las cosas se habían descuadrado y se dieron varios enfrentamientos entre los sectores más populares (els segadors) y las tropas. El movimiento cogió fuerza y se atrevió con las zonas urbanas. Las autoridades catalanas se vieron atrapadas en el doble juego de ser comprensivas con las quejas ocasionales, y de temer ser barridas si la revuelta se convertía en protesta antiseñorial, como ocurrió. Para evitar su propia caída, decidieron ponerse al frente de la protesta, la cual –una vez dotada del apoyo institucional- no tuvo más remedio que la huida hacia adelante. Había dos líderes catalanes principales: Pau Claris, canónigo de Urgell (que ya había iniciado previamente contacto con los franceses), y el diputado militar Francesc Tamarit.

  Olivares temió que la revuelta catalana fuera aprovechada por otros territorios como Portugal, Valencia, Aragón, Sicilia o Nápoles. Pensó entonces desactivar la amenaza lusa exigiendo a los portugueses que mandasen tropas para ayudar a sofocar la revuelta catalana; ello fue un error pues precipitó la rebelión portuguesa.

  En un momento, el Rey Felipe IV se vio en peligro de perder Cataluña y Portugal, a lo que se añadieron los conatos de Andalucía (con el duque de Medina Sidonia y el marqués de Ayamonte) y algo después Aragón en 1647, con el duque de Híjar, más las sublevaciones de Sicilia y Nápoles de ese mismo año. También en 1647 se declaró España en bancarrota. Todo parecía desmoronarse para Su Magestad Católica. Sin embargo, los amagos de Andalucía y Aragón no pasaron de ahí y fueron desmantelados, y la revuelta de Nápoles-Sicilia fue sofocada por los virreyes. Portugal se perdió por el camino.

  En cuanto a Cataluña, se había echado en manos de Francia ante la evidencia de su incapacidad de mantenerse independiente. Se había proclamado el 16 de Enero de 1641 como república independiente bajo la protección de Francia, si bien a los siete días (el 23 de Enero), renunció a su proyecto republicano por las presiones francesas y proclamó la obediencia de Cataluña al rey de Francia “como en el tiempo de Carlomagno”, según su propia declaración, otorgando a Luis XIII el flamante título de conde de Barcelona. Lo primero que hicieron los franceses, por descontado, fue ignorar a los catalanes y mandar a Cataluña un jefe del ejército (mariscal La Motte Houdancour) y un gobernante político (M. D´Argenson). Poco a poco, las autoridades y élites catalanas empezaron a sospechar que para el viaje de volver a Carlomagno no valía la pena tanta alforja, y reiniciaron contactos con Madrid. Las armas por arriba y la diplomacia por debajo fueron haciendo el resto. Mientras tanto, España reconoció la pérdida de Holanda en 1648; Mazarino –ocupado internamente por la conspiración de la Fronda- no supo aprovechar los alzamientos de Italia; Aragón y Valencia no apoyaron a Cataluña (al igual que los catalanes no habían apoyado a las Germanías valencianas de 1520 ni a los aragoneses de 1591, lo que denotaba claramente que las élites de cada lugar velaban antes y únicamente por sus propios intereses y que no existía ningún tipo de “solidaridad periférica”).

  Abandonada por Francia, Cataluña se rindió el 13 de Octubre de 1652. Felipe IV decretó una amnistía y prometió respetar las leyes y fueros del Principado como estaban con anterioridad, y así lo hizo. En 1659, España firmó la paz con Francia, perdiendo a favor de ésta los territorios del Rosellón y la Cerdaña. La aventura de Cataluña supuso para el Principado la pérdida de unos condados que desde Fernando el Católico pertenecían a la Corona de Aragón. Con aquél Tratado de los Pirineos se consolidó además el proyecto –ya iniciado con Luis XIII- de los Borbones de Francia de hacerse con la corona de España, a través de la boda de Luis XIV con la infanta española María Teresa de Austria. Así pues, poco coherentes son algunos catalanes que se quejan de Felipe V (nieto de Luis XIV), cuando precisamente los catalanes fueron los principales causantes de su venida a España, cuarenta años después, con base en los derechos dinásticos que hubo que entregar a la ambición del Rey Sol.

  El fin de la guerra de Cataluña no hizo al rey olvidarse de Portugal. Al contrario, Felipe IV entendió que era el momento de girar al Oeste para recuperar el reino atlántico. Pero Francia e Inglaterra estaban también más libres para apoyar la revuelta antiespañola. Francia por su enemistad aún no cicatrizada, e Inglaterra por lo mismo y por la posición de la reina de Inglaterra que era la portuguesa Margarita de Braganza. Don Juan José de Austria dirigió contra Portugal un ejército renqueante y desasistido. En 1663 se enfrentó en la batalla de Amexial al Mariscal Schomberg, enviado por los anglofranceses. Fue derrotado, y lo mismo en Villaviciosa en 1665. El 13 de Febrero de 1668 se firmó la paz entre España y Portugal, reconociendo la independencia de éste.

  La revuelta de Cataluña tuvo tres consecuencias claras:

1.- La primera es que “perdimos todos”.- La primera, Cataluña, pues se quedó como estaba pero habiendo sufrido en sus carnes dos guerras en esos doce años: una guerra civil (interna catalana de tinte social) y una internacional entre España y Francia. Segundo, la propia España, pues precipitó la pérdida de Holanda, de Portugal y su Imperio americano, africano y asiático, del Artois, del Rosellón y la Cerdaña, y aún hay que asombrarse de que España pudiera conservar Nápoles, Sicilia, y el resto de sus posesiones europeas y americanas. Es posible que sin la rebelión catalana se hubieran perdido igualmente… o no.

2.- La segunda fue la constatación de que “las aventuras en solitario de Cataluña estaban condenadas al fracaso y a la autodestrucción”.- Fracaso pues la salida de la órbita hispana sólo podía significar la entrada en la órbita francesa, y autodestrucción pues no hay forma mejor de destruir a Cataluña que dejarla sola: sus contradicciones son semejantes o peores aún que las de cualquier otra sociedad, y por lo tanto una Cataluña dejada a su suerte acaba siendo víctima de sus luchas internas, como pasó en la Guerra de Sucesión Española y como pasó en la Guerra Civil Española.

3.- La tercera fue la convicción de que “España apostaba por conservar en su seno tanto a Cataluña como a Portugal, y en ese orden”.- Es decir, consideraba estratégicamente preferible asegurar primero Cataluña y después ocuparse de Portugal, pero el establecimiento de prioridades no implicó nunca aceptar el canje de una por otra.


  Estas mismas lecciones, mutatis mutandi, pueden apreciarse en otros dos momentos decisivos de la Historia: la unidad peninsular bajo los Reyes Católicos, y la España de la Guerra de la Independencia. No podemos extendernos mucho con ninguno de ellos, pero sí enunciarlos en lo imprescindible para apreciar la continuidad en la línea histórica que relatamos.

   Los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, fueron una pareja de líderes de leyenda. Si los españoles nos quitáramos muchas tonterías que arrastramos, e incluso aunque no nos sintiéramos identificados con ellos, deberíamos reconocer que pocos gobernantes de Europa merecen tanta admiración como este par de reyes genioides. Isabel de Castilla, cuando apenas era una adolescente, ya pensaba como gran reina y tuvo la opción de aliarse bien con Aragón o bien con Portugal, que se la rifaban. Ya arrastraba una guerra civil en la que cada bando tenía su partido de preferencia, y el de su enemiga Juana la Beltraneja fue el de Portugal, lo que tuvo como causa o como consecuencia que Isabel se acercara a Aragón. También Fernando de Aragón (cosa que se olvida muy fácilmente por los “centrifuguistas”) apostó muy fuerte por unirse a Isabel y formar con ella una unidad peninsular hispánica que imperara en el orbe conocido. Es decir, que la formación de España fue un empeño tanto de Castilla como de Aragón. Actualmente, para cargarse el odiado mito de la unidad española de los Reyes Católicos, se pone mucho el acento en la mera “unión personal” y las debilidades de aquella unión, pero hay que pensar que para la época llegaron a un punto excelente de consolidación y de creación de bases de un estado moderno, por ejemplo a través de la creación de los Consejos con competencia interterritorial. La unión de Castilla con Aragón en detrimento de Portugal no significó un desprecio de las posibilidades de la unidad total ibérica, sino que ésta se dejó para un segundo momento pues la simultaneidad era sencillamente imposible. Dicho momento había de venir con los hijos de los Reyes Católicos, y a tal efecto se estableció por vía de matrimonios una red muy segura de convergencia que sólo la excesiva mala fortuna desbarató, si bien tuvo éxito a la tercera generación con el matrimonio de Carlos I con Isabel de Portugal, propiciando los derechos sucesorios y la unificación en manos de Felipe II a partir de 1580.

  En el caso de la España de Carlos IV, encontramos un caso muy parecido. El tratado de Fontainebleau de 1806 previó que España, a cambio de su ayuda a Francia, podría hacerse con Portugal en una forma terciada: una parte sería para Godoy (Los Algarbes y el Alentejo), otra para los reyes de Etruria (la reina era la infanta española María Luisa, hija de los reyes de España, a quien se daría la “Lusitania Septentrional”, entre el Duero y el Miño, a cambio de ceder Etruria al Emperador), y el sur que quedaría en garantía para España bajo administración de la Corona española en espera de un posible canje por Gibraltar, Trinidad u otro territorio. Aunque se inició su ejecución de una forma dubitativa, no se llevó a efecto por el estallido de la Guerra del Francés. No obstante, Napoleón ofreció a España como vía de acuerdo el otorgarnos Portugal a cambio de que España le cediera a Francia la ribera norte del Ebro (es decir, Cataluña, Navarra, País Vasco y parte de Aragón). Sin embargo, España no aceptó ese cambio pues optó claramente por Cataluña (y no sólo por Cataluña) pues lo que le parecía irrenunciable era su frontera pirenaica con Francia. Tampoco José I (hermano de Napoleón) estuvo conforme con ese cambio, pues había asumido íntegramente su papel de rey de España y las condiciones de Carlos IV en su abdicación, a saber, que España se mantuviera unida, íntegra (esto es, con todo su Imperio) y católica. Esta resistencia determinó a Napoleón a actuar por su cuenta, y de hecho en enero de 1812 declaró la anexión de Cataluña al Imperio Francés.

  La lucha de España contra Francia no admitió nunca dicha pérdida, ni el cambio por Portugal. A la finalización de la guerra, España salió unida de la contienda, a diferencia de otros países que se vieron redefinidos en sus fronteras. Pero no se había olvidado del sueño de la unidad ibérica: en el Congreso de Viena existieron conversaciones (a instancia del conde de Palmella, representante portugués) tendentes a proponer una unión de España con Portugal, ofreciendo la agrupación. No hay que pensar que se trataba de un proyecto expansionista español; más bien había sido en un principio la reina portuguesa Carlota Joaquina (infanta española, hija de Carlos IV y hermana por tanto de Fernando VII) quien durante la prisión del rey español en Francia se había postulado para acceder al trono vacante, lo que le hubiera dado las dos coronas. Poco después, ya liberado el rey y ante la parálisis del proyecto de unión de estados, se planteó el matrimonio de Fernando VII con una princesa de la casa de Braganza, y así se llevó a cabo, y lo mismo hizo su hermano Carlos para eliminar cualquier fisura, dándose en consecuencia el matrimonio de ambos hermanos españoles con sus dos sobrinas portuguesas María Isabel y María Francisca de Braganza y Borbón. El proyecto fallaría después por la muerte de la reina portuguesa sin descendencia y por la derrota de la aventura carlista). Una vez más, una España con Cataluña recuperada en su seno intentaba agruparse con Portugal. Si Fernando VII y María Isabel de Braganza hubieran tenido descendencia, posiblemente ahora seríamos nuevamente un país único en la península. Seríamos una monarquía o una república, pero seríamos uno pues aquél momento fue el de la euforia de haber luchado por una causa común. Es posible que no se hubiera producido la separación de los territorios de América, Africa y Asia pues ambos países juntos hubieran podido gestionar mucho mejor la forma de dar salida a las justas aspiraciones de las sociedades criollas, a las que las Cortes de Cádiz habían mostrado un camino de participación más que relevante.


  En definitiva, el sueño familiar otra vez, en 1400, en 1600 y en 1800: España, Portugal. Como esta unión significaba además la de la hegemonía en América, Africa y Asia, no fue nunca bien vista sino torpedeada por Francia y luego por Gran Bretaña, a quienes la posibilidad de la unión ibérica les provocaba pesadillas, y con razón. Ah, y a Rusia, a Prusia, Austria, Turquía... 

  Yo no quiero dar lecciones a nadie. Menos aún a catalanes ni portugueses. Me quedo con una frase de Olivares de 1625, cuando planeaba la famosa “Unión de Armas” entre los territorios de la Monarquía. Para él, una de las cosas más lamentables de todo lo que se producía ante los problemas del reino era “la separación de corazones”. Seguramente él entendía por “separación de corazones” una cosa algo distinta de la que pueda entender yo, pero le compro la expresión. En mi opinión, podemos pasarnos la vida discutiendo que si el pacto fiscal, la lengua, la historia, el centralismo, la identidad, el victimismo, la reconquista... pero a mí lo que más pena me da es esa separación de corazones.

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